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– Era una noche tan bella que Tía sugirió que diéramos un paseo por los jardines antes de retirarnos. -una nota de felicidad pobremente reprimida se insinuó en la voz de Vivienne.- Te puedo asegurar que no tiene nada que ver con el hecho de que reconociéramos la insignia de Lord Trevelyan en uno de los carruajes estacionados afuera.

Tía Marietta suspiró. -Ya no hay más remedio, ¿no es cierto? Debes venir con nosotros también. Me rehúso a dejar que una niña desobediente arruine una noche tan agradable. Supongo que no es culpa tuya que esa tonta hermana mía nunca te enseñara modales. Tuve la buena fortuna de recibir tanto la belleza como la inteligencia en la familia.

Alzando su enorme nariz en el aire, la Tía Marietta enlazó el brazo al de Vivienne y se alejó caminando por el sendero, sin darle otra opción a Portia más que apresurarse a seguirlas. Portia se quedó un poco atrás, sólo lo suficiente para guiñarle un ojo a Caroline, dándole a ella una silenciosa bendición para que procediera con su misión.

Caroline se enderezó lentamente, su corazón se llenó de gratitud. La maniobra de su hermana menor le había brindado tiempo y oportunidad.

Colocándose la máscara y atándose las cintas, se apresuró por el camino donde Kane había desaparecido, determinada a encontrarlo antes de que ellas lo hicieran.

Caroline nunca había imaginado que era posible sentirse tan sola mientras te rodeaba tanta gente. Recorría los caminos aglomerados del jardín, examinando el rostro y la forma de cada caballero en vano. Dos veces habría jurado que pudo captar un vislumbre de cabello dorado y el imperioso giro de una capa justo delante de ella, pero no se abriría paso a través del tumulto sólo para hallarse navegando en un mar de desconocidos.

Al tiempo que la noche avanzaba y las multitudes empezaban a disminuir, un grupo de galanes y señoritas pasaron riendo tontamente, con sus rostros también enmascarados. Las sombras moteadas les daban a sus ojos huecos y sus labios lascivos un molde siniestro. Uno de ellos sacudió un manojo de campanas frente a su cara, carcajeándose salvajemente.

Ella retrocedió, apretando los dientes. Empezó a desear haber sido la que corriera a los brazos de la Tía Marietta, sollozando y suplicando perdón, cuando descubrió a un hombre solitario entre los árboles, marchando por un camino que corría paralelo al suyo.

Con su pulso acelerándose, Caroline esquivó la rama de un cedro y transitó a través del claro. Salió por un área desierta del paseo. No había señales del hombre que había visto.

El camino eran más estrecho aquí, las linternas estaban coladas más aparte, los árboles más cerca. Las ramas entrelazadas formaban un pabellón oscuro sobre su cabeza, bloqueando los últimos rastros de la luz de la luna. Con el corazón ahogado, Caroline comprendió que debía haber tropezado con el infame Paseo del Amante, el más legendario lugar de encuentro en todo Londres.

La reputación del Paseo se había esparcido por todo Edgeleaf. Se decía que aquí, entre estos senderos ventosos y claros frondosos, las damas que se habían casado por dinero venían a encontrar amor. Aquí los caballeros que habían sido desterrados de los fríos lechos de sus esposas venían en busca de brazos más cálidos y acogedores. Aquí tanto los libertinos como los respetados miembros de la Cámara de los Lores venían para complacer sus apetitos de placeres tan oscuros y deliciosos que nadie se atrevía siquiera a susurrar.

Caroline escuchó un gemido bajo proveniente de la oscuridad frente a ella. Dio un paso involuntario hacia el sonido, temiendo que alguien se hallara en líos. Y como pudo ver, no eran el tipo de líos que había esperado.

A tan sólo unos pasos del camino, un hombre sujetaba a una mujer contra el tronco liso de un gran árbol. Su desaliño casual era de alguna manera más impresionante que si hubieran estado desnudos. El abrigo y la camisa del hombre colgaban a medias fuera de sus hombros bronceados, mientras la falda de la mujer había sido levantada por encima de las rodillas, revelando un vislumbre de medias de seda y un muslo cremoso. El hombre prodigaba caricias y besos sobre uno de los grandes pechos que sobresalían por lo alto del corpiño de la mujer. La otra mano había desaparecido por debajo de la falda.

Caroline ni siquiera podía imaginarse que le estaba haciendo por allí abajo que la hacía retorcerse y gemir de forma tan desvergonzada.

En contra de su voluntad, sintió que su propia respiración se aceleraba, su propia piel comenzaba a acalorarse. Los ojos ausentes de la mujer se abrieron y encontraron a Caroline por encima del hombro de su compañero. Los hinchados labios por los besos se curvaron en una sonrisa satisfecha, como si ella poseyera un exquisito secreto que Caroline jamás conocería.

Tomando la capucha de su capa para cubrir sus mejillas ardientes, Caroline se apuró a pasarlos. Tuvo muchas ganas de volver sobre sus pasos, pero no podía soportar el pensamiento de pasar junto a los amantes otra vez. Quizás si simplemente seguía adelante, podría encontrar alguna otra salida de este desconcertante laberinto de caminos.

Durante varios minutos no vio pasar ni un alma. Su sensación de inquietud creció con cada paso, igual que el crujido rítmico de las hojas tras ella.

– Sólo es el viento -murmuró, apresurando el paso de nuevo.

Una rama se rompió en el bosque a su izquierda. Giró alrededor, llevándose una mano al palpitante corazón. Aunque sus ojos fijos no lograron detectar ni una sombra de movimiento, no podía quitarse la sensación de que alguien -o algo – la observaba desde las sombras, una presencia malévola que se contentaba con esperar hasta que ella bajara la guardia. Así de rápido, el cazador se había convertido en presa.

Se volvió para correr. Apenas logró dar tres zancadas antes de chocar precipitadamente contra un pecho masculino. Si el impacto no la hubiera aturdido, el aliento del hombre lo habría hecho. Obviamente había bebido más que el preciado ponche de Vauxhall que tanto gustaban los visitantes regulares del jardín. Las exhalaciones de su aliento eran lo bastante fuertes como para irritar sus ojos.

Parpadeando para aclarar su visión, vio que él era desmadejado, rubio y lo bastante mayor para tener patillas, con una pizca inofensiva de pecas en el puente de la nariz. A juzgar por su sombrero de copa de castor y el corte fino de su abrigo de paño, también era un caballero.

– Discúlpeme, señor -dijo ella, inundándose de alivio mientras intentaba tomar aire.- Parece que perdí el camino. ¿Sería usted tan amable de dirigirme de regreso al Gran Paseo?

– Vaya, ¿qué tenemos aquí? -canturreó él, inmovilizándola con una mano mientras exploraba debajo de su capucha con la otra.- ¿Caperucita Roja de camino a casa de su abuelita?

Un segundo chaval llegó balanceándose de los árboles detrás de él, aterrizando sobre sus talones con la gracia de un gatito joven. El sombrero ladeado sobre sus rizos oscuros.- ¿No te ha dicho nadie que estos bosques estaban llenos de grandes lobos malos que esperan saltar encima de niñitas como tú?

Mientras la mirada asustada de Caroline viraba de una cara a la otra, vio que estos dos no necesitaban máscaras. Sus miradas lascivas eran genuinas.

Dio un empujón al pecho de su captor, liberándose de su apretón posesivo. -¡No voy camino a la casa de mi abuelita y tampoco soy una niñita! -Esforzándose por mantener la voz más estable que las manos, añadió: -Puedo ver que los dos son caballeros. Pensé que ustedes estarían dispuestos a prestar ayuda a una dama.

Enganchando los pulgares en el bolsillo de su chaleco, el joven moreno resopló. -Ninguna dama vendría a pasear por este camino sola a menos que estuviera buscando un poco de diversión.

– Estaba buscando a un hombre -soltó Caroline, desesperada por hacerlos entender.

La sonrisa burlona del chaval rubio era demasiado glacial para ser tan amable. -Entonces, estoy seguro de que dos hombres serán el doble de diversión.

Mientras avanzaban, con cuidados pasos inestables, Caroline empezó a retroceder. En medio de una neblina de miedo, recordó a la desafortunada chica a la que habían arrancado de los brazos de su madre. Según Tía Marietta, nadie había hecho caso a sus gritos hasta que fue demasiado tarde.