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Su mirada contemplo el cielo encapotado.

¿Estaría Kane allí fuera, en alguna parte, totalmente solo y empapado? ¿Y si era así, qué diligencia desesperada conduciría a un hombre a semejante audacia, en una noche tan salvaje y peligrosa?

La llama de la vela se agitó, amenazada por el viento y su suspiro. Ella ahuecada su mano alrededor y se volvió hacia las puertas cerradas, cobijándose en el acogedor nido que su anfitrión había previsto para ella.

Maltratado por la tormenta, Adrian conducía su caballo en la noche. Su capa cerrada no servia de nada para parar las ráfagas de viento que se estrellaban mojando su cara o de la humedad que hundía sus colmillos profundamente en sus huesos.

Él había montado todo el camino a Nettlesham solamente para descubrir que la criatura misteriosa que aterrorizaba a los aldeanos y que desgarraba las gargantas del ganado, no era nada más que un animal sarnoso, mitad lobo mitad perro, conducido por la crueldad y el hambre. Habían dejado a Adrian sin opción, tuvo que matar a la pobre bestia. En el momento que apretó el gatillo, miró sus ojos salvajes y solitarios, sintiendo una alarmante sensación de familiaridad.

Cuando sobrepasó una cima cubierta de aulaga divisó el castillo de Trevelyan. Deseaba desde su corazón poder contemplar el paisaje de antaño, pero desde que él y Julian habían empezado a deambular por el mundo detrás de Duvalier, el castillo se había convertido en poco más que un trozo frío de piedra, desprovisto de calor acogedor.

Casi había alcanzado la pared exterior del patio cuando sintió que el castillo no estaba tan frío como de costumbre. Parpadeando en la lluvia miró hacia arriba a la torre norte. La ventana dejaba entrever una tenue luz de vela. Esa trémula y frágil luz pareció atraerlo a casa, prometiendo que tendría un momento de paz en esa noche solitaria.

Tirando del caballo hizo un alto resbalando debajo de las ramas mojadas de un viejo roble retorcido. La yegua sacudió su cabeza, casi soltando de un tirón las riendas de su mano. A pesar de su agotamiento, la montura todavía resoplaba y se encabritaba con inquietud, Adrian lo reconoció demasiado bien.

Mientras él caminara como un caballero, dentro del límite de las restricciones rígidas de la sociedad de Londres, podría contenerse. Pero aquí en este territorio antiguo, con el viento azotando a través de su pelo y del olor del río en las ventanas de su nariz, amenazaba consumirse.

Se tensó cuando Caroline Cabot apareció en la ventana de la torre, su cara chispeante iluminada por la llama de una sola vela, su pelo suelto fluyendo sobre sus hombros. Se había puesto el vestido que él había dejado para ella, el terciopelo abrazaba sus curvas delgadas, traicionando la suavidad que ella luchaba tan duramente por ocultar debajo de su exterior espinoso.

Adrian suspiró. Parecía que allí no había escapatoria. No entre la multitud en Vauxhall y no aquí, en su único sitio de retiro. Ni en sus sueños que ella había frecuentado desde que él la probara con un beso.

Hazme el amor, había susurrado ella solo la noche anterior, agitándolo entre las sábanas enredadas. Su voz no estaba frenética por la desesperación, pero era lánguida cargada de deseo. Le había mirado con sus ojos grises brumosos llenos de anhelo. Sus manos habían acariciado tiernamente su cara, mientras los sedosos pétalos de sus labios se entreabrían para invitarlo dentro.

Adrian juró, maldiciendo su imaginación traidora. Su vida sería mucho más simple si fuese Vivienne quien frecuentara sus sueños. Era Vivienne quien debía estar parada en esa ventana, mirando melancólicamente en la noche como si buscara algo.

O alguien.

O a él.

Ahuecando una mano alrededor de la llama de la vela, Caroline se dio la vuelta y se alejó de la ventana, llevándose la luz con ella.

Adrian se había enorgullecido siempre de su control, pero había algunos apetitos que eran simplemente demasiado grandes para ser negados. Envolviendo las riendas del caballo alrededor de su puño, cabalgó a galope hacia el castillo, rechazando los brazos que lo abrigaban en la oscuridad.

Caroline abrió los ojos, deslizándose del sueño al desvelo con apenas un cambio en la respiración. Por algunos desorientados segundos ella estaba en el ático de tía Marietta con Portia que roncaba en la otra cama. Pero no era un ruido lo que la despertó sino la ausencia de él. La lluvia había parado, su cese magnificaba el silencio en proporciones ensordecedoras.

Ella se incorporó, se sentía pequeña en esa cama de columnas extravagantes, la habitación había estado tan tibia y cómoda cuando ella se arrastró a la cama, tanto que no se había molestado en correr las cortinas de la cama. Pero ahora el fuego disminuía en el hogar y el frío se adhería al aire.

Ella alcanzó las cortinas de la cama, pero su mano se congelo en el aire. Una de las puertas francesas en el lado opuesto de la torre se abría, invitando sigilosamente la entrada de la luz de la luna y la niebla.

Ella apartó su mano, sus dedos comenzaban a temblar. Su mirada fija nerviosa buscó en el dormitorio. Todas las velas estaban apagadas, dejando la torre cubierta de sombras.

El fantasma emitió un sonido llamando su atención de nuevo al balcón. ¿Era el viento?, se preguntaba. ¿O pasos furtivos? ¿Pero cómo podrían ser pisadas, cuando ella estaba al menos cinco pisos arriba?

Humedeció sus labios, sorprendiéndose de oír algo sobre los frenéticos latidos de su corazón. No deseaba más que mover de un tirón las mantas sobre su cabeza y quedarse bajo ellas hasta mañana.

Pero perdió el lujo de acobardarse la noche que sus padres habían muerto. Portia y Vivienne podían quedarse bajo las mantas ante cualquier circunstancia, pero fue ella quien siempre tuvo que arrastrarse fuera de la tibieza de su cama, en las noches tempestuosas para apretar un postigo flojo o agregar otro tronco al fuego.

Reuniendo valor salió de las mantas, bajando los pies hacia el suelo, avanzó lentamente sobre las baldosas hacia el estanque que formaba la luz de la luna. Se encontraba a medio camino de la puerta cuando una sombra osciló a través del balcón. Ella retrocedió, un grito de asombro quedo alojado en su garganta.

"Deja de hacer el ganso" se regañó en voz alta a través de los dientes apretados. “Seguramente es una nube que pasaba a través de la luna”, dio otro paso reacio hacia la puerta. “Te olvidaste simplemente de cerrar la puerta y el viento sopló abriéndola.”

Intentando no imaginar que eran las gárgolas de los terraplenes que desplegaban sus alas de la piedra y se zambullían derecho a su garganta, hizo una respiración profunda y cruzó el resto del espacio en tres amplios y determinados pasos. Abrió ambas puertas completamente impidiendo a algún monstruo atrevido saltar sin ser visto hacia la oscuridad.

El balcón estaba desierto.

Un velo de niebla se levantó de la piedra húmeda, su telaraña de hilos de plata bajo el resplandor de la luna. Caroline cruzó el parapeto abrigándose en el balcón, usando su piedra áspera para estabilizar el temblor de sus manos. Dividida entre el alivio y el enfado de su propia insensatez, observo con fijeza la pared, calibrando la distancia imposible a la tierra. Si cualquier persona deseara acercarse, requería seguramente de alas para volar.

– Buenas tardes, Srta. Cabot.

Esa voz salió de las sombras detrás de ella, burlándose, en medio de una nube de azufre Caroline giró alrededor y dejó salir un chillido aterrorizado.

CAPÍTULO 10

Caroline cayó de espaldas. Mientras el duro parapeto de piedra golpeaba su espalda, el cielo se precipitó y amenazó con cambiar de lugar con el suelo. De repente los brazos de Kane estuvieron ahí, envolviéndola, duramente al principio y luego suavizándose al recoger su tembloroso cuerpo contra su pecho.