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– Ah, pero esa es una falta que puede ser fácilmente remediada, ¿no?

Por un instante sus miradas se encontraron, Caroline tuvo la asombrosa impresión de que ninguno de los dos estaba hablando de Vivienne.

La sensación fue tan desconcertante que ella empezó a retroceder hacia la recámara. Ella casi esperaba que la siguiera, emparejando cada paso como había hecho en el camino de Vauxhall.

– Si me disculpa, mi señor, realmente debería estar regresando a la cama. El amanecer estará aquí antes de que nos demos cuenta.

– Sí, así será, ¿no es cierto? -En lugar de seguirla, Kane se volvió para sujetar el parapeto, su mirada alejándose hacia el distante horizonte, donde el destello de los relámpagos todavía dividía la parte más baja de las turbulentas nubes-. ¿Señorita Cabot?

Ella se detuvo, su mano ya buscaba el pomo de la puerta tras ella.

– ¿Sí?

Él habló sin volverse a mirarla, su mirada aún clavada en la noche.

– De ahora en adelante tal vez debería ponerle cerrojo a esas puertas. No siempre se puede confiar en que un elemento tan caprichoso como el viento ejerza su mejor juicio.

Caroline respiró hondo antes de decir suavemente.

– Como desee, mi señor.

Retrocediendo hacia su habitación, cerró suavemente las puertas tras ella. Dudó por el más corto de los instantes antes de agacharse y asegurar el cerrojo de hierro en su lugar. Cuando levantó sus ojos Kane ya se había ido, el balcón estaba vacío.

Estaba sola.

– ¡Oh, mi cielo! ¿Quién murió y te hizo Reina de Inglaterra?

Caroline no podía decir que era más horrible. Despertarse a la mañana siguiente con el chillido exuberante de Portia o que las cortinas de su cama fueran abiertas de golpe dejando pasar el resplandor de la luz del sol. Mientras los ardientes rayos calentaban su cara, echó una mano sobre sus ojos, sintiéndose como si fuera realmente a estallar en llamas.

Mucho después de que Adrian Kane desapareciera de su balcón, había dado vueltas en la cama entre las sabanas enredadas, preguntándose si había sido el viento, o tal vez un elemento más primitivo y peligroso, lo que había abierto su puerta. Preguntándose por qué cada encuentro con Kane tenía que comenzar o terminar con ella en sus brazos. Y sobre qué clase de criatura malvada podía encontrar estar en sus brazos tan alarmantemente agradable cuando no tenía ningún derecho a estar ahí.

Mientras Portia saltaba sobre el colchón de plumas como una especie de cachorrito alborozado, Caroline gimió y tiró la colcha estampada sobre su cabeza.

– ¡Vete!. Me rehúso a creer que ya sea de mañana.

– ¿Mañana? -repitió Portia-. Vaya. ¡Pero si es casi mediodía!. Sólo porque te hayan hospedado en la torre de la reina no significa que puedas languidecer todo el día en la cama como la realeza. Si esperas que yo actúe como ayudante de cámara y llame a una sirvienta para que te traiga chocolate a la cama, ¡le espera una sorpresa, su alteza!

– ¿Mediodía? -Caroline se sentó y tiró la colcha, lanzándola accidentalmente sobre la cabeza de Portia-. ¿Cómo puede ser mediodía? Habría jurado que acababa de amanecer.

Doblemente horrorizada por esta nueva evidencia de su decadencia moral, Caroline salió disparada de la cama. Sólo tenía una semana antes del baile para determinar si Kane era amigo o enemigo y ya había malgastado medio día.

Dejando de lado la colcha, Portia se dejó caer en el espacio tibio que Caroline había desalojado con un suspiro entusiasta.

– Supongo que no puedo culparte por ser tan perezosa, si tuviera un cuarto tan magnífico, jamás querría dejar mi cama.

Mientras Caroline abría el seguro de su baúl y levantaba la tapa, trataba de no pensar en otras razones, más convincentes, para no salir de la cama.

Portia se levantó y empezó a deslizarse por el cuarto, examinando sus muchos tesoros.

– Ahora sé por qué Vivienne insiste en que el conde es tan generoso. Así que dime, ¿qué hiciste para merecer tal recompensa?

– ¡Nada! -se le escapó a Caroline, metiendo su cabeza en el baúl para esconder un sonrojo traicionero-. ¡Nada en absoluto!

Ella rebuscó entre varias enaguas y fustanes desgastados antes de localizar finalmente un simple vestido de percal con mangas largas y cuello alto.

Para evitarle tener que llamar a una sirvienta, Portia se acercó para atarle el corsé. Levantando su cabello para que no molestara, Caroline preguntó:

– ¿Dónde está Vivienne esta mañana?

Portia puso sus ojos en blanco.

– Probablemente está acurrucada en alguna esquina, bordando un verso bíblico en algún muestrario. Tú sabes que no necesita mucho para divertirse.

– Ojala tuviéramos todos esa bendición -Todavía resuelta a aprovechar los últimos minutos de la mañana, Caroline se apresuró hacia la palangana para mojarse la cara y cepillar sus dientes con un paño y un poco de polvo con sabor a menta.

– No sé por qué estás tan apurada -dijo Portia-. Según ese mayordomo intratable, Julian no llegará hasta esta noche. Y ya sabes que Lord Trevelyan no podrá aparecer hasta después de la puesta de sol.

– ¿No crees que ya es tiempo de que dejes de mantener esa ridícula fantasía tuya? -Sentándose en el banco tapizado del tocador cubierto de lanilla, Caroline levantó la tapa y empezó a buscar por el paquete de horquillas que la criada había desempacado anoche. Recogiendo un lustroso mechón de pelo hacia su nuca. Ella dijo-. No creo que Lord Trevelyan sea un vampiro más de lo que te creí aquella vez que decidiste que eras la hija ilegítima de Prinny y por lo tanto heredera al trono de… -Ella se detuvo, mirando fijamente el interior del tocador.

– ¿Qué pasa? -Preguntó Portia, acercándose-. Realmente no te ves tan mal. Si quieres, te puedo traer mi pata de conejo y echarte un poco de polvo de arroz en esos círculos bajo tus ojos.

Cuando Caroline no dijo nada, Portia miró detenidamente por encima de su hombro. Le tomó un minuto reconocer lo que Caroline veía. O más bien, lo que no estaba viendo.

Las hermanas lentamente voltearon para verse la una a la otra, la verdad reflejada en sus ojos. Aunque la madera de roble del tocador mostraba claramente un tallado ovalado, no había espejo.

No había espejos cubiertos por telas en el castillo Trevelyan. No había ningún espejo en absoluto. Ningún ovalo delicado sujeto a los deditos rechonchos de dorados querubines. Ninguna columna alta de cristal situada entre dos ventanas. Ninguna lámina de espejo colgada sobre la repisa de la chimenea, para que los invitados pudieran fingir que miraban al fuego mientras secretamente admiraban su reflejo. Ningún elegante espejo de pedestal parado derecho en las esquinas de las recámaras, tentando a la dama a posar y arreglarse, mientras el espejo inclinado le mostraba tanto su figura como su peinado con mayor ventaja.

Caroline y Portia pasaron la mayor parte de la tarde esquivando lacayos y criadas para poder deslizarse dentro y fuera de las habitaciones desiertas del castillo. La búsqueda no produjo ni siquiera un deslustrado espejo de mano guardado en algún cajón de armario.

– Tal vez estés más inclinada a creerme la próxima vez que te diga que soy la legítima heredera al trono de Inglaterra -dijo Portia con un gimoteo engreído mientras se apresuraban hacia el ala sur.

– Estoy segura de que existe una explicación totalmente razonable -insistió Caroline-. Quizás han sacado los espejos para poder pulirlos antes del baile. O quizás la familia Kane simplemente no es dada a la vanidad.

Portia suspiró melancólicamente.

– Si yo fuera tan hermosa como Julian me sentaría frente al espejo y me admiraría todo el día.

– Igual lo haces ahora -le recordó Caroline.

Ambas se estremecieron de culpa cuando la melodiosa voz de Vivienne sonó tras ellas.

– ¿Dónde diablos han estado ustedes dos toda la tarde?