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Voltearon para encontrar a su hermana parada bajo las vigas de la bóveda de la parte más lejana del amplio corredor de baldosas.

– He terminado dos muestrarios, hecho el dobladillo a una docena de pañuelos y tomado el té, todo yo sola -les informó con pesar-. El señor Wilbury no es exactamente el más brillante conversador. He estado cada vez más cansada de mi propia compañía.

– No teníamos intención de abandonarte -gritó Caroline-. Sólo estábamos explorando un poco -Echando una mirada furtiva sobre su hombro hacia las enormes puertas de caoba que protegían la entrada al ala sur, le dio a Portia un ligero empujón en dirección a Vivienne-.¿Por qué no vas con Vivienne y le haces compañía, querida?. Yo me reuniré con ustedes dentro de poco.

A regañadientes Portia obedeció, lanzándole una mirada sobre sus hombros, con los ojos muy abiertos

– ¿Tendrás cuidado, verdad? Uno nunca sabe que clase de criatura podría aparecer en estos viejos cuartos mohosos.

Caroline desechó la advertencia de Portia. No sólo habían fallado en encontrar algún espejo. También habían fallado en encontrar algún rastro de su anfitrión. A pesar de los temores de Portia, Caroline se negaba a creer que él estuviera durmiendo la siesta en un ataúd en la cripta familiar.

Mientras veía a sus hermanas alejarse, cogidas del brazo, frunció el ceño. No era normal en Vivienne ser tan quejumbrosa. ¿Y no estaba su tez más pálida de lo usual? Caroline descartó la idea. Tal vez eran sólo las largas sombras las que robaban el color de las mejillas de su hermana. A través de los cristales de plomo del ventanal al final del corredor, ella podía ver la neblina lavanda del crepúsculo acercándose lentamente al castillo.

Con una sensación de urgencia creciendo inexplicablemente retrocedió hacia la puerta, cautelosamente giró el pomo. La puerta se abrió con un desconcertante chirrido y Caroline se encontró a si misma mirando hacia un corredor sin ventanas cubierto de sombras. Hurgó en el bolsillo de su falda, agradecida de haber tomado la previsión de meter un pedazo de vela y un yesquero en su bolsillo.

La mecha de la vela siseó a la vida bajo su asistencia, proyectando un brillo parpadeante a su alrededor. Deslizándose en el corredor, sostuvo la vela en alto, sólo para encontrarse a si misma cara a cara con Adrian Kane.

Ella soltó un agudo aullido y tropezó retrocediendo, tan sorprendida que casi se le cae la vela. Le tomó varios estruendosos latidos darse cuenta que no era el vizconde mismo parado frente a ella, sino un retrato de cuerpo entero montado en un marco dorado. Luchando para controlar su respiración, ella desplazó la vela en un tembloroso semicírculo. Esto no era un corredor ordinario sino una galería de retratos, cada uno de sus residentes congelados en el tiempo por el hechizo lanzado por el pincel del artista.

Se acercó sigilosamente al retrato de Kane, sabiendo que tal vez nunca tendría una oportunidad de estudiarlo en persona tan desprotegido. Él había sido pintado contra un telón de cielo tormentoso, una mano descansando en su cadera y la otra sujeta a la cabeza plateada de un bastón. Un par de perros aburridos recostados en el césped ante sus pies calzados de botas.

Caroline estudió su cara, consternada de descubrir que tan familiar se había vuelto en tan poco tiempo, sabía exactamente como las tenues arrugas de sus ojos se acentuaban cuando sonreía. Como aparecía un surco entre los arcos leonados de sus cejas cuando ella lo dejaba perplejo o lo desafiaba. Como su boca expresiva podía apretarse en una línea amenazadora o relajarse siempre que fijaba sus ojos en ella.

Tocó con la yema de sus dedos la carnosa elevación de sus labios, recordando como aquella boca se había arqueado tan tiernamente contra la suya. Alertada por una melancólica punzada en su corazón, alejó la mirada de su cara, solo ahí se dio cuenta de que la ropa estaba toda mal.

Perpleja, acercó la vela al lienzo. El hombre del retrato vestía un abrigo de satén azul medianoche con una faldilla acampanada adornada con una trenza dorada. Elaboradas cascadas de encaje enmarcaban su musculosa garganta y poderosas manos. Usaba pantalones apretados a la rodilla y las medias con liguero bajaban hasta un par de zapatos negros con broche, un estilo que había desaparecido una generación atrás.

Quizás había sido pintado por uno de esos artistas excéntricos que preferían pintar a sus modelos disfrazados con ropas de otra era. Solo una década atrás todo lo griego había estado de moda, dando como resultado una alarmante cantidad de retratos familiares representando regordetas matronas vestidas con togas escapando de empelucados centauros que lucían sospechosamente parecidos a sus abatidos esposos.

Robando una última mirada anhelante al cuadro, Caroline se dirigió al siguiente retrato. Su boca se abrió de la sorpresa. Era Kane otra vez, esta vez vestido con un sombrero emplumado y una gorguera isabelina, los pliegues de una capa se balanceaban desde sus hombros. Su cabello caía por debajo de esos hombros, los bigotes rizados y la barbita de chivo lo hacían parecer más diabólico que de costumbre. Ella podría no creer lo que veía si no fuera por la expresión sardónica de su boca y la audaz inclinación de su cabeza.

Para aumentar su conmoción, el sujeto del siguiente cuadro también se parecía Kane. En este tenía una sonrisa satisfecha y burlona, un gabán ribeteado de piel y unas apretadas mallas verde oscuro. Caroline apartó sus ojos, tratando de no notar lo extraordinariamente bien que llenaba las mallas.

– Debe estar usando un calzón con relleno -murmuró.

Sacudiendo su cabeza con desconcierto, levantó la vela en el siguiente retrato. El aliento salió silbando de sus pulmones. Un guerrero se imponía sobre ella con armadura completa, sujetando una brillante espada en la mano. No había forma de confundir las manchas oxidadas de su hoja, eran todo lo que quedaba de la última persona que había sido lo bastante tonta como para interponerse entre este hombre y lo que quería.

Él se pavoneaba sin mover un músculo, su mirada entrecerrada desafiando al mundo a aceptar su reto. Este era el Kane despojado de la capa de gentileza impuesta sobre él por la sociedad. Este era el hombre que Caroline había vislumbrado en los jardines de Vauxhall. El hombre que se había desecho de sus atacantes sin ni siquiera derramar una gota de sudor. Su cruda masculinidad era tan aterradora como irresistible.

Un hambre feroz brillaba en sus ojos, un apetito por la vida que rehusaba ser negado. Ella reconocía esa hambre porque la había sentido cuando la apretó contra él en el Camino de los amantes, la había saboreado cuando su beso se hizo más profundo y su lengua había reclamado su boca, exigiendo una rendición que ella había estado muy dispuesta a dar. Se acercó para acariciar con las yemas de sus dedos su mejilla, preguntándose si era posible domar tan salvaje criatura sólo con una caricia.

A pesar de los colores apagados y la pintura resquebrajada, se veía como si fuese perfectamente capaz de salirse del marco deslustrado y tomarla fuertemente en sus brazos.

Que fue por lo que Caroline apenas saltó cuando su voz salió de la oscuridad tras ella.

– Un parecido asombroso. ¿Verdad?

CAPÍTULO 11

Caroline arrancó la mano de la pintura como si le hubiera abrasado la punta de los dedos, después giró lentamente sobre su eje para encontrar a Kane apoyado contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho. Difícilmente podía acusarle de acercarse a ella a hurtadillas esta vez. Había estado tan fascinada por su retrato, que dudaba que hubiera oído a un regimiento entero de gaiteros marchando por la galería.

Estaba, una vez más, vestido con el atuendo adecuado de un caballero. Aunque no llevaba abrigo, su chaleco de seda a rayas color borgoña y oro estaba completamente abotonado. Su profunda V no revelaba más que los volantes delanteros de la camisa. Su corbata pulcramente atada aseguraba que no pudiera captar mucho más que un vislumbre del pelo crispado que cubría su pecho. Ignorando la punzada de desilusión, se preguntó cuánto tiempo llevaba él ahí de pie, observándola. Se preguntó si la había visto tocar al feroz guerrero del retrato como nunca le había tocado a él.