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Adrian sabía que debía bendecir a Julian por su oportuna intervención, pero en vez de eso quería estrangularle. No era la primera vez que deseaba acabar con la vida de su hermanito. Ni sería la última, sospechaba.

Caroline se había puesto rígida entre sus brazos. Ya no suave y flexible, sino erizada por la sospecha, sus labios formaban una rígida línea. Era difícil de creer que sólo segundos antes, esos labios habían estado separados en invitación, refulgiendo con néctar, suplicando sin palabras su beso.

Cuando había acudido a sus brazos sin dudar, casi había sido su perdición. Su confianza, a la vez no ganada e inmerecida, había desatado un hambre más profunda de lo que deseaba. Yo cuidaré de ti, había dicho. Pronunciar esas palabras descuidadas en voz alta sólo le había hecho comprender lo imposible que sería cumplir cabalmente su promesa. Todavía le perseguía el fantasma de la última mujer que había sido lo bastante tonta como para creerlas.

Avanzando a zancadas, arrebató el candelabro de la mano de su hermano.

– Tu sentido de la oportunidad, como siempre, es impecable. Me temo que la Señorita Cabot fue una víctima inocente de mi torpeza. Dejé caer nuestra única vela.

– Qué trágico para ambos -dijo Julian, con una sonrisa jugueteando alrededor de sus labios-. De no haber venido cuando lo hice, me estremezco al pensar lo que podría haber ocurrido.

– Y yo -dijo el alguacil Larkin, emergiendo de entre las sombras tras Julian.

Adrian jadeó hacia Larkin con incredulidad, después volvió la mirada hacia su hermano.

– ¿Qué demonios está pasando aquí?

Cruzando sus largas piernas en los tobillos, Julian suspiró.

– Por si quieres saberlo, yo le he invitado.

Agudamente consciente de que Caroline todavía revoloteaba tras él, Adrian luchó por mantener la voz algo por debajo de un rugido.

– ¿Que tú qué?

– No sea tan duro con su hermano. -La sonrisa de Larkin era estudiadamente amable-. No le di elección. Me venía con él a Wiltshire. O él podía haber venido conmigo… a Newgate.

– ¿Con qué cargos? -exigió Adrian.

Larkin sacudió la cabeza tristemente.

– Me temo que el juego fuerte y los bolsillos poco profundos no se llevan bien. Su hermano ha recorrido bastante los garitos de juego y a las damas desde vuestro regreso a Londres. Tenía toda la intención de dejar tras de sí un grueso montón de deudas de juego, pagarés impagados, una bandada de corazones rotos, y a varios caballeros airados dispuestos a acusarle de perder su dinero por ganar los corazones de sus prometidas.

Adrian se volvió hacia Julian.

– ¿No te advertí sobre eso? Sabes que no tienes cabeza para las cartas o las mujeres cuando has bebido. -Sacudió la cabeza luchando con la urgencia de tirarse del pelo… o del de Julian… de frustración-. Te di doscientas libras sólo la semana pasada. ¿Qué demonios has hecho con ellas?

Agachando la cabeza tímidamente, Julian dedicó toda su atención a las arrugas imaginarias de sus puños franceses.

– Pagar la cuenta de mi sastre.

Adrian sabía que querría volver a estrangular a su hermano. Lo que no había comprendido es que sería tan pronto. O que querría hacerlo por la corbata de seda escandalosamente cara de Julian.

– ¿Por qué no acudiste a mí cuando comprendiste lo que se te venía encima? No podría haber reparado los corazones rotos pero te habría dado lo que necesitabas para volver a comprar esos pagarés.

Cuando Julian alzó la cabeza, no hubo forma de equivocarse sobre la amargura que había en sus entrañables ojos.

– Ya te debo más de lo que nunca podré pagar.

Sintiendo la aguda mirada de Larkin como una daga presionada contra su garganta, Adrian se pasó una mano por el pelo, tragándose a la vez su réplica y su orgullo.

Presintiendo una grieta en su armadura, Larkin aprovechó la ventaja.

– Cuando oí que había invitado a las hermanas Cabot a visitar Trevelyan Castle y asistir a tu baile de máscaras, no ví ningún daño en que me uniera a vuestra pequeña fiesta. Después de todo, pase todas las vacaciones aquí cuando estábamos en Oxford. ¿No fue Ud. quien me imploró que pensara en este lugar como en mi segunda casa?

Antes de que Adrian pudiera detenerlos, los años se desvanecieron y Larkin estuvo una vez más de pie en el vestíbulo del castillo, todo pelo revuelto y extremidades larguiruchas, tan tímido que apenas pudo tartamudear su nombre a un ceñudo Wilbury.

No te preocupes, compañero, había dicho un risueño Victor, rodeando a Adrian para dar a Larkin un gentil empujón. Wilbury sólo come chicos de Cambridge.

Ese recuerdo caprichoso sólo sirvió para recordarle lo inseparables que él, Larkin y Duvalier habían sido una vez. Hasta que Eloisa se había interpuesto entre ellos.

Todavía estaba intentando sacudirse el eco del recuerdo cuando Caroline se deslizó por su costado y tomó el brazo de Larkin. La cautela que había exhibido hacia el hombre en Londres parecía haberse desvanecido milagrosamente.

Cuando le ofreció una ligera sonrisa, incluso el imperturbable Larkin pareció deslumbrado.

– Yo por mi parte estoy encantada de que pudiera unirse a nosotros, alguacil. Y estoy segura de que mis hermanas estarán tan encantadas como yo.

– Estoy bastante falto de algo de compañía civilizada, Señorita Cabot -le dijo él-. El joven Julian aquí presente estuvo un poco aburrido durante el viaje. Insistió en pasar durmiendo la tarde y sufría un ataque de enfurruñamiento cada vez que yo trataba de abrir los postigos del carruaje.

– Quizás mientras esté aquí, podría contármelo todo sobre sus días de universidad con Lord Trevelyan. -Arrastrando al alguacil pasillo abajo, lanzó una mirada ilegible sobre el hombro a Adrian-. Así que cuénteme… ¿ha cambiado mucho el vizconde con el paso de los años? ¿O siempre ha sido tan… imponente?

La voz de Larkin vagó tras ellos.

– En realidad, debe cuidarse excelentemente. Casi juraría que no ha envejecido ni un día desde nuestros años en Oxford.

– Una buena pareja, ¿verdad? -señaló Julian, observando a Adrian estudiar a los dos que se alejaban pasillo abajo, cogidos del brazo-. Con frecuencia he pensado que una esposa joven y guapa sería lo que mantendría ocupado ese inquisitivo cerebro suyo.

Adrian volvió la mirada hacia su hermano.

– ¿No tienes unas botas que lustrar o una corbata que almidonar?

Julian podía ser tonto, pero no estúpido. Cogiendo el candelabro de la mano de Adrian, se alejó pausadamente por el corredor, silbando una canción discordante y dejando a su hermano en la oscuridad.

El sótano del castillo Trevelyan bien podía hospedar una mazmorra medieval, pero su gran vestíbulo se había convertido en una acogedora sala de estar. Alfombras turcas de tonos cálidos carmesí y oro habían sido esparcidas por el salón, mitigando el frío de su suelo enlosado. A pesar del alto techo abovedado, las maderas claras y los balcones que rodeaban el vestíbulo, varios grupos de sofás, tilburis y sillas acolchadas proporcionaban a la habitación una sensación invitadora. Lámparas Argand con globos de cristal escarchado ardían en casi cada mesa, lanzando un brillo pintoresco. Las cortinas de terciopelo estaban firmemente cerradas, manteniendo la noche a raya. Caroline no pudo evitar notar que esas ventanas pesadamente veladas también hacían imposible captar un vistazo del reflejo de nadie.

Se habían retirado al cuarto de dibujo después de una cena relativamente indolora. Ambos, Lord Trevelyan y el alguacil Larkin parecían haber pactado una tregua tácita, bajando temporalmente sus armas para evitar herir a algún inocente transeúnte. Ya que Kane estaba atendiendo a Vivienne, y Portia estaba pasando las páginas de música de Julian al que se había persuadido para tocar una de las melodías más llenas de vida de Hayden en el gran pianoforte, Caroline terminó compartiendo un tilburi griego con el alguacil, un arreglo que servía bien a sus propósitos.