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Apuñaló con su aguja el círculo de lino, luchando por dar los toques finales a la labor que había empezado seis meses atrás. Le daban un libro mayor, una columna de números, un frasco fresco de tinta y podía hacer un balance del presupuesto de Bretaña y le sobrarían aún dos peniques. Le daban un bastidor para bordar y una aguja, y todo lo que podía producir era un desesperado enredo. Pero la tarea ocupaba sus manos y mantenía sus ojos lejos del arpa de la esquina, donde Vivienne estaba recibiendo instrucciones del vizconde. Justo cuando Caroline les lanzaba una mirada de reojo bajo las pestañas, un risueño Kane se inclinaba sobre el hombro de su hermana, oliendo la rosa blanca del cabello de ésta antes de volver a colocar gentilmente los esbeltos dedos de Vivienne sobre las cuerdas.

Era demasiado fácil imaginarlos a los dos comportándose así los próximos treinta años… sus cabellos escarchados de plata, sus nietos jugando alrededor de sus rodillas, el afecto en sus ojos sin empañarse por el paso del tiempo. Golpeada por los celos y la vergüenza, Caroline volvió la mirada a la labor, dando a la aguja un tirón feroz que casi partió la hebra en dos.

Sin bordado que le ocupara, el alguacil Larkin no era tan afortunado. Aunque hacía una valiente representación de estar sorbiendo su té y mirando al fuego, era el perfil precioso de Vivienne lo que encendía el brillo triste de sus ojos.

– Si sigue mirando fijamente a mi hermana de ese modo, señor -murmuró Caroline-Lord Trevelyan va a verse obligado a desafiarle a duelo.

Larkin saltó culpablemente y volvió bruscamente la mirada a la cara de Caroline.

– No sé de qué está usted hablando. Sólo estaba admirando el trabajo de piedra veneciana alrededor de la chimenea.

– ¿Desde cuándo está enamorado de ella?

Larkin le dirigió una mirada sobresaltada, después suspiró, comprendiendo que no tenía sentido resistirse a su franqueza. Cuando descansó la taza en su platito Sévres, su mirada desesperada vagó de nuevo hacia Vivienne.

– No puedo decirlo en realidad, aunque juraría que cada instante en que ella me desprecia es toda una vida. ¿La vio en la cena? Ni siquiera me miraba. Y apenas tocó su comida. Cualquiera pensaría que mi mera presencia le robó el apetito.

Caroline frunció el ceño confusa.

– Mi hermana siempre ha sido excepcionalmente ecuánime. Nunca la he visto manifestar semejante aversión hacia nadie.

Él se apartó un mechón de pelo rebelde de los ojos.

– ¿Se supone que debo sentirme halagado? ¿Debería esforzarme por inspirar odio a cada criatura gentil que me encuentre?.

Caroline rió en voz alta, ganándose una mirada ilegible del vizconde. Habría jurado que había visto la mirada de Kane desviarse en su dirección más de una vez. No era justo que envidiara su agradable intercambio con el alguacil cuando él estaba cortejando tan meticulosamente a su hermana.

Deliberadamente volvió toda su atención a Larkin, y dijo:

– Quizás Vivienne se sienta insultada por la idea de que haya venido aquí a protegerla de su propia temeridad.

Larkin resopló.

– ¿Como podría esperarse que incluso la más práctica de las mujeres conservara la cordura cuando Kane está esgrimiendo ese notorio encanto suyo?

Encontrando de repente dificultad en tragar, Caroline se aclaró la garganta y dedicó toda su atención a desatar un nudo en el hilo.

– Desearía poder ofrecerle algún ánimo, alguacil, pero tanto los afectos de mi hermana como sus esperanzas para el futuro están comprometidos. Le aconsejo no malgastar su tiempo en perseguir un sueño que nunca se convertirá en realidad -Lanzó una mirada furtiva a Kane bajo las pestañas, pensando en que debería prestar atención a su propio consejo-. Hablando de nuestro anfitrión, prometió contarme cómo se conocieron.

Larkin arrancó la mirada de Vivienne, sus ojos perdieron su mirada maravillada.

– Conocí a Adrian mi primer año en Oxford. Me encontró en Christ Church Meadow con una panda de muchachos pendencieros a mí alrededor, gritándome y empujándome. Yo era huérfano y un estudiante de caridad, ya sabe, y encontraban muy graciosa mi forma de hablar, mi ropa andrajosa, mis libros de segunda mano -Una sonrisa reluctante curvó sus delgados labios-. Mientras sus intereses consistían sólo el juego, las muchachas campesinas, beber demasiado brandy y burlarse de aquellos menos afortunados que ellos, Adrian dedicaba su tiempo libre a estudiar boxeo en Jackson´s. Acabó con todos, con cada uno de ellos. A partir de ese día, se nombró a sí mismo mi campeón y nadie se volvió a atrever a molestarme otra vez.

– Ese es un papel que parece abrazar con más entusiasmo del habitual -murmuró Caroline, recordando su oportuno rescate en Vauxhall-. ¿Y qué hay de Victor Duvalier? ¿Era otro de los protegidos de Kane?

Los ojos del alguacil centellearon con algo que habría sido diversión en un hombre menos reservado.

– Está usted muy atenta, ¿verdad, Señorita Cabot? ¿Está considerando una carrera en la contestaduría?

– Sólo si me permite usted continuar mi interrogatorio -replicó, incapaz de resistir una sonrisa presuntuosa.

Él suspiró.

– Si quiere saberlo, el padre de Victor era un conde rico y sus padres fueron ambos enviados a la guillotina durante la Revolución. Una tía le trajo de contrabando a Inglaterra pocos años después. Desafortunadamente, nunca se libró del todo del acento, lo que proporcionaba diversión sin fin a nuestros compañeros estudiantes, especialmente ya que estábamos en guerra con Francia en ese momento. Hasta que Kane le tomó bajo su ala, le hicieron vivir un infierno.

Su mirada curiosa buscó la cara de Larkin.

– Por lo que me contó en Londres, Kane no era sólo su campeón. También era su amigo.

La sonrisa de Larkin decayó.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– ¿Antes de que Eloisa Markham desapareciera? -aventuró, bajando la voz para asegurarse de que su conversación permanecía en privado.

– Después de que Eloisa desapareciera, Adrian nunca volvió a confiar en mí -admitió Larkin, incapaz de ocultar la nota de amargura en su voz-. Fue como si nuestra amistad nunca hubiera existido.

– ¿Y qué hay de Victor?. ¿Kane continuó confiando en él?.

– Victor volvió a Francia poco después de la desaparición de Eloisa.

Un estremecimiento de excitación hizo que Caroline se sentara erguida.

– ¿Cómo sabe que ella no le acompañó en secreto?.

– Porque fue un corazón roto lo que le condujo de vuelta a Francia. Verá, Señorita Cabot, los tres éramos amigos muy queridos, y de los tres, Victor era el que más amaba a Eloisa. No creo que perdone nunca a Adrian porque fuera el que ella eligió corresponder.

– ¿Y qué hay de usted? -se atrevió a preguntar Caroline-. ¿Le perdonará alguna vez?. ¿O a Eloisa? -añadió agudamente.

Larkin posó su taza de té en el platillo.

– Si yo hubiera tenido algo que ver con su desaparición, honestamente, ¿cree que habría abandonado mi sueño de unirme al clero y habría dedicado mi vida a cazar a los que cometen semejantes crímenes?.

Caroline sabía que la culpa había conducido a hombres a hacer cosas extrañas. Pero había algo en la mirada clara de Larkin que invitaba a confiar.

– Fue una gran pérdida para el clero, señor -dijo, absolviéndole con su sonrisa-. Habría sido un gran vicario.

Cuando él tomó un sorbo de su té, el mechón rebelde de pelo volvió a su cara. Caroline se las arregló para resistir la necesidad de corregirlo, pero había pasado demasiado tiempo arreglando los diversos lazos y cintas de Portia para ignorar el lazo torpe de la corbata medio desatada.

Posando su bordado en el regazo, extendió la mano y volvió a atar la corbata en un nudo pulcro, sorprendiéndose al encontrar su exasperación mezclada con genuino cariño.