No quería creer que los monstruos existieran. ¿Pero cómo podría un mero hombre ejercer una opresión tan despiadada tanto sobre su corazón como sobre su imaginación? ¿Si fuera sólo un hombre, cómo podría tentarla a traicionar la confianza de su hermana con sólo una mirada anhelante?
De reojo vio un parpadeo de movimiento, como si algún tipo de sombra alada se hubiera lanzado a través de la luna. Miró asustada a las puertas del balcón.
De ahora en adelante, podría querer cerrar esas puertas. No siempre puede depender de un elemento tan caprichoso como el viento para ejercer el mejor juicio.
Como las palabras de Kane repetidas en su mente, Caroline recordó como indescriptiblemente solo él había mirado en aquel momento con sus manos apretadas sobre el parapeto y su cara vuelta hacia la noche.
Cruzó de una zancada hasta las puertas, decidida a prestar atención a su advertencia. Pero cuando las alcanzó, vaciló, sus dedos serenos sobre el cerrojo.
Estaba ahí fuera.
Lo sabía con una certeza más allá de la mera intuición femenina. Podía sentirlo, lo sentía como la sombra ineludible de un hechizo sobre su alma. ¿Y si no temía que Kane echara abajo aquellas puertas? ¿Y si temía lanzarse a abrirlas ella misma? Quizás no era el deseo de él lo que temía, sino el suyo propio. Después de todo, era ella la que había pasado seis largos, solitarios años, atrapada en una prisión del deber y la obligación, sofocando sus necesidades, sus deseos. Envejeciendo antes de tiempo y pensando sólo lo que sería mejor para Portia y Vivienne. ¿Era de extrañar que ansiara abrir aquellas puertas de par en par e invitar a la noche a sus anhelantes brazos?
Presionando su frente contra el frío cristal, cerró los ojos frente a una desvalida oleada de anhelo. Fuera Kane un vampiro o simplemente un hombre, temió que si mirara a sus ojos en aquel momento, estaría perdida siempre.
Caroline levantó despacio la cabeza y abrió los ojos.
El balcón estaba vacío, a la deriva en la plateada estela de luz de la luna.
Echó de golpe el cerrojo con dedos temblorosos, luego cruzó de una zancada hasta la puerta de su habitación y se aseguró de que estuviera cerrada también. Subiendo a la cama, corrió las cortinas a su alrededor, cerrándose a la noche y todas sus oscuras tentaciones.
Adrián retrocedió despacio en las sombras del balcón. Ya no deseaba la luz de la luna. Una vez había confiado en ella para guardar sus secretos, pero ahora sus rayos implacables sólo iluminaron la oscuridad en su alma.
Era la luna, la que lo atestiguaba allí con sólo un frágil cristal que lo separaba del arco de alabastro de la mejilla de Caroline, la elevación carnosa de sus labios, la atractiva curva de su larga, esbelta garganta. La luna la que lo había visto levantar sus dedos al cristal, acariciándolo como ansiaba acariciar la suavidad de su piel.
Supo que si ella abría sus ojos en aquel momento, la luna ya no sería su única amante. Entonces se fundió en las sombras y esperó el sonido del cerrojo chocando con su amarre.
¿Si ella no hubiera prestado atención a su advertencia y echado el cerrojo, habría estado contento de colarse en la habitación y mirarla dormir como había hecho la noche anterior? ¿O alguna oscura fuerza lo habría llevado a inclinarse sobre la cama y probarla, cubrirla con su boca y beber profundamente hasta que el hambre que quemaba su cuerpo fuera saciada?
Adrián flaqueó contra la pared y cerró los ojos, cada vez más mareado por el deseo. Sabía que sólo probarla nunca lo satisfaría. Sólo le daría sed de más. Se había negado a sí mismo demasiado tiempo. Si se permitiera un solo sorbo de su dulzor, nunca estaría satisfecho, no antes de que su hambre los hubiera consumido a ambos.
– ¡Caroline! ¡Caro, tienes que abrir la puerta! ¡Te necesito!
Cuando el grito de Portia penetró su aturdido cerebro, Caroline se volvió y abrió los ojos, con miembros pesados por el agotamiento. Era casi el alba cuando finalmente se hundió en un sueño profundo, y el repiqueteo acogedor de la lluvia contra las ventanas de la torre sólo la hacía desear dormir el resto del día. Después de la pasada noche, no estaba segura de poder soportar enfrentarse a Kane o Vivienne.
Sumergiéndose en su almohada, se acurrucó más profundo en el colchón de plumas.
– ¡Caroline!-Su hermana golpeó la puerta con ambos puños.
– ¡Abre la puerta y déjeme entrar!
Caroline suspiró. No era como si Portia en un estado cercano al histerismo fuera causa de alarma.
– ¡Márchate! -gritó, presionando la almohada sobre sus oídos.- ¡A no ser que estemos siendo invadidos por los franceses o el castillo esté ardiendo, quiero estar sola!
– ¡Por favor, Caro! ¡Te necesito ahora mismo!- Aquella súplica lastimera fue acompañada por una renovada serie de porrazos.
– Es suficiente, -refunfuñó Caroline.
Apartando tanto la almohada como las mantas, saltó de la cama y despotricó a través de la torre. Dio vuelta a la llave de la puerta, la abrió para encontrar a su hermana pequeña allí plantada, su pequeño puño preparado sobre la nariz de Caroline.
– ¿Qué ocurre esta vez, Portia? -exigió Caroline con los dientes apretados.- ¿Sirenas en el foso? ¿Duendes bailando una alegre giga sobre el césped de castillo? ¿Zombis saliendo de la cripta de la familia Kane? ¿Una señora pálida flotando por el pasillo con la cabeza de Wilbury metida bajo el brazo? Se inclinó hasta que su nariz casi tocaba la de Portia.- Si quieres saberlo, realmente no me importa si has descubierto una multitud entera de vampiros volando hacia la torre para hundir sus colmillos en nuestras gargantas y convertirnos en sus novias eternas. En realidad, si no me dejas en paz, voy a empezar a morder a la gente por puro rencor. ¡Empezando por ti!
Se disponía a cerrar la puerta de golpe en la cara de su hermana cuando Portia casi susurrando, dijo:
– Es Vivienne.
Caroline parpadeó, notando por primera vez los rizos caídos de Portia, la tez cenicienta, y temblor de sus labios.
– ¿Qué pasa?-preguntó, con su corazón empezando a encogerse por el temor.
– No va a despertar.
CAPÍTULO 13
– ¿Cuándo te diste cuenta de que algo iba mal? -reclamó Caroline corriendo escalera abajo, anudando torpemente el cinto de la bata de terciopelo que el vizconde tan atentamente le había proporcionado. Echó una mirada al reloj de pie en el rellano como si descubriese que la mañana estaba medio perdida.
– Al principio pensé que estaba dormida, – declaró Portia, siguiendo a Caroline a lo largo de un pasadizo revestido con paneles entablados de caoba, forzándose a dar pasos dobles por cada una de las decididas zancadas de su hermana. – Después de todo, Julian nos había mantenido a ambas levantadas hasta casi las tres jugando al faro con horquillas. Pero cuando intenté despertarla para el desayuno, no se movía. Carraspeé en su oreja, le hice cosquillas en los dedos de los pies con una pluma, incluso le salpique la cara con agua fría. Toqué el timbre para las criadas, pero no la pudieron despertar, tampoco. Entonces, me asusté y vine a por ti.
Caroline lanzó una sonrisa reconfortante sobre su hombro, luchando por encubrir su propio miedo. -Hiciste bien, pequeña. Probablemente solo esta siendo perezosa. Estoy segura de que pronto estará brincando de nuevo.
A medida que cruzaba el acogedor cuarto de estar que conectaba los dormitorios de sus hermanas, Caroline sólo podía rezar para que tuviese razón. Entró en la cámara de Vivienne para encontrar que tres criadas se apiñaban cerca de la puerta, susurrando y apretando sus manos.
Conforme Caroline se acercaba a la elegante cama con dosel, su temor se acrecentaba. Con el pálido de sus mejillas y sus dorados rizos esparcidos por la almohada, Vivienne parecía como si estuviera ensayando el papel de Bella Durmiente en uno de los teatros de aficionados que las chicas solían poner en escena para sus padres.