Recorrió con la mirada el horizonte. Tenía poco tiempo que perder. El sol ya había perdido intensidad hasta una incandescencia nebulosa, bordeando la parte inferior de las nubes de dorado.
Caroline cruzó en silencio las almenas del castillo, pegada a la curva de la pared de la torre para no ser divisada por alguien que pudiera acechar en la parte inferior. Sólo podía rezar para que Portia todavía mantuviera a Vivienne ocupada.
A un lado de la torre ya alcanzada por el crepúsculo, finalmente encontró lo que parecía el principio sinuoso de unas escaleras de piedra. Las siguió hacia abajo, donde conectaban con un puente estrecho, que se extendía a lo largo de la abertura entre las torres norte y sur. Mientras se apresuraba a través del puente, el viento azotaba su delgada falda, haciéndola lamentar haber dejado su capa atrás.
La noche que llegó, Wilbury le había informado que su señor había sido muy explícito en sus instrucciones: la señorita Caroline Cabot debía estar alojada en la torre norte. Mientras Caroline alcanzaba el otro lado del puente y comenzaba a subir las escaleras de la torre sur, hizo un intento en no pensar en las oscuras implicaciones de las palabras del mayordomo. Intentando no pensar en lo fácil que sería para los ocupantes de las dos torres tener un encuentro tórrido sin que nadie más del castillo lo supiera. La petición de Kane probablemente había sido completamente inocente. Después de todo, había presenciado los esfuerzos frenéticos de los sirvientes hoy. Quizá en el momento de su llegada, la torre norte había tenido una de las cámaras habitables.
Pronto se encontró de pie fuera de un par de puertas casi idénticas a las de ella. Ahuecó sus manos alrededor su cara y trató de mirar con atención adentro, pero las pesadas cortinas cubrían el cristal. Miró por encima su hombro. Aunque el sol no había terminado completamente su descenso, las estrellas ya comenzaban a brillar intermitentemente contra la paleta de color añil del cielo del este.
No podía demorarse más tiempo. Mientras cerraba sus dedos helados alrededor del tirador de la puerta, se preguntó si Kane había prestado atención a su propio consejo y había echado el pestillo a sus puertas contra el viento. Si lo había hecho, entonces no tendría más alternativa que volver a rastras a su dormitorio donde pasaría una noche más en una agonía de incertidumbre.
Reuniendo coraje, giró el tirador y le dio a la puerta un empujón suave. Ésta se movió sin nada más que un chirrido de protesta, invitándola a la oscura guarida del vizconde.
CAPÍTULO 15
Caroline se deslizó al interior de la torre, dejando que la puerta se cerrara a su espalda. Sintió su corazón palpitar tan fuerte como para despertar a los muertos. Se estremeció, alejando el desventurado pensamiento.
Vaciló, esperando que sus ojos se adaptaran a la penumbra. Aunque las afelpadas cortinas de terciopelo cubrían las ventanas, la cámara no estaba completamente oscura. Una vela de cera se quemaba en un candelabro de hierro fijado a la pared en el lado opuesto de la torre.
Cuando las sombras se retiraron, fijó su mirada en el mueble que dominaba el cuarto. Para su eterno alivio, no era un ataúd cerrado en una tarima de mármol, sino una altísima cama imperial de caoba, similar a la suya, pero adornada por cortinajes de seda rojo-rubí. Aquella colgadura estaba hechada, ocultando la cama.
Avanzó poco a poco, casi tropezando con otro mueble situado cerca del pie de la cama. Su forma alta, delgada también estaba cubierta de seda. Levantó una esquina de la tela, determinada a echar una ojeada debajo, cuando oyó el distintivo crujido de algo moviendose detrás de la colgadura de la cama.
Se volteó, perdida su esperanza secreta de que la cama podía estar vacía. Metiendo la mano en el bolsillo de su falda, envolvió sus dedos temblorosos alrededor de la estaca. Sintiendo como si sus pies se hundieran en arenas movedizas, se arrastró al lado de la cama más cercano a la vela. Sus dedos se deslizaron sobre la seda y retiró la cortina de la cama para exponer a su inquilino.
En lugar de estar echado de espaldas con los brazos cruzados sobre su pecho, Adrian Kane estaba tumbado sobre su estómago entre las sabanas de seda rojas. La lisa seda había resbalado peligrosamente hasta sus delgadas caderas, exponiendo los musculos esculpidos de su espalda y hombros y haciéndole imposible decir lo que él llevaba puesto o no bajo la sábana.
Caroline regresó la mirada a su cara, tragando para combatir la repentina resequedad de su boca.
Él dormía con la cara girada hacia el suave brillo de la vela, sus largas pestañas acariciaban sus mejillas. Ya que estas se tornaban doradas en las puntas, Caroline nunca se había percatado de cuan largas y lujuriosas eran. El sueño había borrado la tensión que tan a menudo marcaba su frente y había aliviado el peso de la responsabilidad que siempre parecía cargar sobre sus amplios hombros. Con el grueso cabello despeinado y sus labios ligeramente abiertos, casi podía vislumbrar al muchacho que había sido.
Cuando un ronquido decididamente mortal abandonó aquellos labios, Caroline sacudió su cabeza, vencida por una ola de ternura. Había venido aquí para demostrar de una vez para siempre que él era simplemente un hombre. Todo lo que había hecho era demostrar que tonta era. No había nada simple sobre él. O acerca de sus sentimientos por él.
Él no había estado engañándola; ella había estado engañándose. Había insistido en creer que representaba una amenaza para su hermana cuando lo único en peligro había sido su propio corazón. Mientras pudiera aferrarse a la ridícula idea que podía ser un vampiro, no tenía que dejarle ir.
Caroline cerró sus ojos durante un momento, luchando para controlarse. Cuando los abrió, todavía picaban, pero estaban secos.
Sabía que debería irse, pero no podía moverse. Nunca volvería a tener la posibilidad de acercarse a él en la oscuridad, mirarlo dormir y preguntarse, durante un momento egoísta, si él soñaba con ella.
Una caricia.
Era todo lo que se permitiría. Entonces se arrastraría lejos tan silenciosamente como había venido y lo dejaria descansar. Volvería a su cámara y juntaría toda su fuerza de modo que cuando él llamara a su puerta para pedir la mano de Vivienne, fuera capaz de darle la bienvenida como al hermano en que se convertiría.
Caroline estiró su mano, agudamente consciente que este no era ningún retrato, sino carne y sangre, llena de calor y plena de vida.
Un segundo sus dedos rozaban el satén de oro caliente de su espalda, al siguiente se encontraba con la espalda sobre el colchon de plumas, con sus muñecas apresadas encima de su cabeza por una de sus manos, la otra mano se enroscaba alrededor de la delgada columna de su garganta.
Parpadeó, hipnotizada por el brillo salvaje de sus ojos. Cada aliento era una lucha, pero no podría decir si era por estar aprisionada bajo su peso o por inhalar el embriagador aroma que emanaba de su cuerpo tibio por el sueño. El peligro añadido a su habitual mezcla de sándalo y ron de bahía creaba una especie nueva y aún más potente.
El reconocimiento bajó despacio por sus ojos, dejándolos cautelosos y pesados. Relajó el apretón en sus muñecas y garganta, pero no hizo ningún movimiento para liberarla.
No estaba segura de poder huir aunque la soltara. Una languidez paralizante parecía haberse instalado en ella, reduciendo la marcha del tiempo a un vals medido por cada latido de su corazón. Era agudamente consciente de su peso, su calor, del fornido cuerpo que la fijaba al colchón. Incluso en su inocencia, Caroline reconoció que la mano en su garganta no era la mayor amenaza.
– No lo haga -susurró cuando vio su mirada fija en sus labios. No podía hablar, no podía pensar, no podía respirar sin llenarse del almizcleño olor de su deseo- Por favor no…