Mientas las pronunciaba supo que era demasiado tarde. Sabía que había sido demasiado tarde desde el primer momento que sus ojos se encontraron, en que sus labios se tocaron.
Su mano se deslizó desde su garganta hasta su mejilla. Capturó su mirada con la propia, sosteniéndola cautiva tan seguramente como al resto de ella. La yema de su pulgar jugó sobre el blandura de sus labios, explorando sus contornos flexibles con una ternura que amenazó con deshacerla.
Entonces su cabeza estaba allí, bloqueando la última de la luz de la vela cuando él acercó su boca a la suya. Sus labios se movieron sobre los suyos, separándolos suave pero firmemente, dejándola completamente vulnerable al calor humeante de su lengua explorando su boca, reclamándola junto con su corazón. Usó aquella lengua para cortejar, halagar, hacer promesas mudas que nunca podría mantener.
Caroline no podía haber dicho como sus manos se escaparon. Ella sólo sabía que de repente se enredaban en su pelo, ciñéndose alrededor de su nuca, profundizando el beso, atrayéndolo más.
Demasiado tarde, se dio cuenta que su mano estaba libre. Libre de examinar cuidadosamente la seda de su cabello hasta liberarlo de sus horquillas, para deslizarlo por sus dedos. Libre de deslizarse por su garganta hasta el delicado hueco en la base. Libre para rozar su pecho sobre la suave batista de su blusa. No estaba lista para el erótico toque de sus dedos calientes deslizandose bajo la blusa y el corsé, enfrentando piel a piel. Su mano se curvó alrededor de su pecho, su pulgar moviendose con exquisito cuidado sobre la cima del seno, enviando diminutos estremecimientos de placer directamente a su matriz. Aunque ella deliraba de placer, fue é,l el que gimió con mortal agonía.
Durante seis años se había negado cualquier placer. Ahora sintió como si se ahogara en él, hundiéndose más profundo en su abrazo con cada suspiro, cada beso, cada hábil golpe de las yemas de sus dedos contra su carne. Cuando su mano se deslizó más abajo, rozando la curva de su vientre, remontando el elegante arco de su cadera, solo pudo echar su cabeza atrás, bebiendo más profundamente del néctar prohibido que le ofrecía.
Sabía a galletas de azúcar calientes durante una nevada mañana de Navidad; fresas maduras y crema fría durante una bochornosa tarde de verano; humeante vapor de sidra de manzana durante una tarde de otoño crujiente. Por primera vez desde que había perdido a sus padres, era como si todos los sitios vacíos dentro de ella estuvieran llenos y nunca tendría que acostarse hambrienta otra vez.
Como si quisiera llenarla en todas partes, separó sus muslos blandos con una rodilla, colocándose en el hueco caliente entre sus piernas con una ligera presión que trajo un ahogado grito a su boca y la hizo arquearse en la cama. No sabía lo que hacía. Sólo sabía que quería más.
Más de él.
Cuando colocó su boca sobre la suya, ella gimió una protesta. Pero sus gemidos se convirtieron en suspiros cuando él presionó besos suaves como una pluma contra la esquina de su boca, la curva delicada de su mandíbula, la piel suave bajo su oído.
Arqueó el cuello, incapaz de resistirse a la suavidad de esos labios buscando el pulso en su garganta. Un pulso que corría fuera de control, revoloteando como un ave cautiva en sus manos.
Aturdida de placer, sintió el raspar de sus dientes un instante antes de que dejara caer sobre la sensible carne un agudo mordisco.
– ¡Auch! -Sus ojos se abrieron. Llevando una mano a la marca en su garganta, lo fulminó con una mirada ultrajada- ¡Me mordió!
La fulminó con la mirada, sus ojos brillaban como exóticas gemas a la luz de la vela.
– ¿Y por qué no? ¿Eso es lo qué esperaba, no es cierto? -sostuvo el afilado palillo que había sustraído del bolsillo de su falda mientras había estado cayendo en un mar de placer- Si no, no lo hubiera traído a mi cama.
Caroline tragó con fuerza, su mirada culpable desplazándose de la estaca a su cara.
– ¿Supongo que no creería que iba a ponerme al corriente con mi tejido?
– ¿Qué iba a hacer? ¿Bordar “Bendice a Nuestros Elfos” sobre mi corazón? -resoplando con el escarnio, colocó la estaca en su pecho y se apartó. Abriendo las colgaduras de seda, abandonó la cama.
Caroline se sentó, su mandíbula se abrió cuando se dio cuenta de lo que él usaba para dormir.
Nada.
Parecía que el David de Miguel Ángel había cobrado vida, cada tendón y músculo esculpido con cariño por las manos de un artista magistral. Atravesó el cuarto tan incosciente de la masculina gracia de sus movimientos que ella olvido retirar la mirada hasta que estuvo detrás de un biombo dorado para vestirse.
Enrojeciendo hasta las puntas de los pie, ella esquivó su cabeza.
– No puede culparme por creer lo peor de usted. No es como si alguna vez huviera tratado de negar esos horribles chismes que comentan a su espalda.
Su voz entrecortada vino de la pantalla.
– Pensé que era la unica persona que nunca creería en esos ociosos chismes.
– ¡No tengo otra opción que prestarles atención mientras corteje a mi hermana!
Él reapareció, poniéndose aprisa unos pantalones color carbón. Su mirada fue atraída hacia sus manos mientras se esforzaba para abotonar la tapa delantera. A pesar de su habilidad, parecía tener alguna clase de dificultad.
– ¿Hasta esta noche, le había dado alguna vez alguna razón para creer que mis intenciones hacia su hermana eran algo menos que honorables?
¡Sí! quiso gritar. Cuando me besaste en los Jardines de Vauxhall como si yo fuera la única mujer que has amado alguna vez. Pero contuvo su lengua. Porque él no la había besado. Ella lo había besado.
– Sus intenciones hacia mi hermana pueden ser intachables, pero sus intenciones hacia mí hace un momento no eran tan inocentes.
Se puso una camisa arrugada y comenzó a sujetar los botones.
– Habría recibido el mismo tratamiento de cualquier hombre que la viera tendida en su cama con ese imprudente abandono cuando estaba medio dormido.
El rubor de Caroline se hizo más profundo, pero Kane no lo vio. Por primera vez desde que se habían encontrado, su mirada había vacilado. Parecía no poder mirarla de frente.
Sospechando que trataba de convencerla tanto como a sí mismo, ella replicó.
– No caí en su cama. Me jaló.
– ¿Y qué se suponía que hiciera? No es normal que una mujer se introduzca en mi recamara dispuesta a asesinarme mientras descanso -Sacudiendo la cabeza, pasó una mano por su pelo ya despeinado- ¿En qué pensaba por el amor de Dios? Si uno de los criados la hubiera visto entrando aquí su reputación habría quedado arruinada.
– Me aseguré de no ser vista -dijo ella.
– Entonces es aún más tonta de lo que pensé -Su voz vibró peligrosamente cuando se movió hacia la cama con la gracia inexorable de algún felino salvaje.
Caroline se levantó para afrontarlo, su pelo se derramaba por haber perdido la mitad de sus horquillas, pero sostuvo su barbilla en alto. Después de seguir la dirección de su burlona mirada, deslizó la estaca en el bolsillo de su falda.
– No vine aquí esta noche para asesinarle. Vine para averiguar la verdad de una vez por todas. Y no voy a ningún lado hasta lograrlo -Respiró hondo, determinada a no chillar cuando finalmente dijo las palabras en voz alta- ¿Es o no es un vampiro?
Lo sorprendió tanto que se paró a escasos centímetros de ella, inclinando su cabeza hacia un lado para estudiarla.
– Nunca deja de sorprenderme. En nuestra primera reunión, habría jurado que era demasiado práctica para creer en tales criaturas.
Se encogió de hombros.
– Nadie niega la existencia de Vlad el Empalador o Elizabeth Bathory, la celebre Condesa de Transilvania que solía colgar a las vírgenes de pueblo boca abajo y cortar sus gargantas para beber su sangre y mantener su juventud.
La nota sedosa de su voz se hizo más profunda.
– Puedo asegurarle, señorita Cabot, que tengo usos mucho más agradables para las vírgenes.