Выбрать главу

– No eres gracioso -escupió Adrian, que como única concesión a la ocasión lucía un simple domino negro. Había desafiado a las convenciones, evitando usar el acostumbrado saco del color de alguna piedra preciosa y pantalones marrones para lucir una chaqueta formal negra, camisa negra y pantalones negros, todos diseñados deliberadamente para ayudarlo a deslizarse entre las sombras sin ser detectado.

Julian arrebató una burbujeante copa de champagne de la bandeja de un lacayo que pasaba por allí.

– ¿Y que disfraz me hubieras aconsejado usar? ¿Un alado querubín, quizás? ¿El Arcángel Gabriel?

Adrian terminó la copa de champagne que tenía en la mano y la devolvió a la bandeja, su ceño tan fruncido que fue suficiente para que el lacayo saliera volando por las escaleras.

– Es posible que quieras conservarte sobrio esta noche por si acaso Duvalier decidiera aparecer por aquí, atraerlo es sólo la mitad de la batalla. Todavía tenemos que capturarlo.

– No hay por que preocuparse. La damas me han dicho que aún después de beberme una botella… o dos de champagne me conservo excepcionalmente sobrio -Julian se le unió en la baranda del balcón, observando a la muchedumbre de abajo a través de sus párpados caídos- Dudo que tengamos que inquietarnos acerca de que Duvalier aparezca. Sin Vivienne para persuadirlo de que se deje ver, probablemente se haya arrastrado justo de vuelta al infierno que lo engendró -miró a Adrian de costado, a pesar de sus mejores intentos por disfrazarlo un brillo de esperanza asomaba detrás de su cinismo- No puedo evitar notar que las hermanas Cabot todavía no han huido de nuestras nefastas garras. ¿Crees que exista alguna posibilidad de que tu Miss Cabot le permita a Vivienne ayudarnos?

– No he oído nada de ella en todo el día -respondió Adrian, el champagne sabiendo repentinamente amargo en su lengua- Y ella no es mi Miss Cabot. Después de anoche probablemente nunca lo sea.

– Lo siento por eso -dijo Julian, su despreocupado tono suavizándose con una nota más seria.

– ¿Por qué deberías sentirlo? El único culpable soy yo -Adrian levantó su copa hacia Julian en un irónico brindis- Incluso como vampiro, eres mejor hombre que yo. Te las arreglaste para controlar tus apetitos, mientras que yo permití que mi hambre de una muchacha de lengua aguda y ojos grises pusiera en peligro todo lo que he intentado proteger los últimos cinco años, incluyendo el alma de mi propio hermano.

– Ah, ¿pero que valor tiene el alma de un hombre en comparación con las fabulosas riquezas del corazón de una mujer? -robando la copa de la mano de Adrian, Julian se la llevó a los labios y se bebió todo su contenido.

Adrian resopló.

– Has hablado como un verdadero romántico. Realmente deberías dejar de leer tanto al maldito Byron. Te está pudriendo el cerebro.

– Ah, no se -murmuró Julian, su mirada súbitamente transfigurada dirigida hacia las puertas dobles en el extremo más lejano del gran salón, donde Wilbury se dedicaba a la tarea de anunciar a los que iban llegando- No fue Byron el que escribió:

“Ella camina en belleza, como la noche

De climas sin nubes y cielos estrellados;

Y todo lo mejor de la oscuridad y la luz

Se reúne en su aspecto y en sus ojos”

Adrian siguió la mirada de su hermano hacia las puertas donde una remota visión con una máscara de color dorado y tul rosa, con una rosa blanca detrás de su oreja, estaba esperando pacientemente que Wilbury girara hacia su lado.

Adrian sólo podía sentirse agradecido de ya no estar sosteniendo su copa de champagne porque indudablemente hubiera pulverizado su frágil pie. Sus manos se curvaron alrededor de la balaustrada, aferrándose como si fuera el pasamanos de un barco que se hunde.

– ¿Que pasa, querido hermano? -preguntó Julian, denotando diversión en su voz- Parece que hubieras visto un fantasma.

Pero ese era precisamente el problema. Adrian nunca podría haber confundido a la mujer de la entrada con una trágica sombra de su pasado. No había venido a espantarlo, sino a tentarlo con un futuro que nunca podría tener. Podría estar usando el vestido de una mujer muerta, pero la vida vibraba en cada pulgada de su exquisita piel, desde sus bajas zapatillas hasta sus orgullosos hombros, hasta la decidida inclinación de su barbilla. Examinó el salón con la gracia regia de una joven reina, sus ojos grises rasgados como los de un gato detrás del escudo que le brindaba la máscara.

Julian y él no fueron los únicos que notaron la llegada de la encantadora criatura. Un bajo murmullo había comenzado a elevarse de sus invitados, eclipsando incluso las últimas notas triunfales del concierto.

Debido al rugido en sus propios oídos, le tomó a Adrian un momento darse cuenta de que su hermano se estaba riendo. Riéndose con una alegría desenfadada que Adrian no había escuchado en cinco años.

Prácticamente lívido de la furia, Adrian lo rodeo.

– ¿De que demonios te estás riendo?

Julian se limpió sus ojos desbordados por las lagrimas.

– ¿No ves lo que ha hecho la pequeña chica inteligente? Ni una sola vez has mirado a Vivienne como la estás mirando a ella en este momento.

– ¿Cómo si quisiera estrangularla? -gruñó Adrian.

Julian se puso serio antes de decir suavemente.

– Como si quisieras tomarla en tus brazos y nunca dejarla ir mientras te quedara algo de aliento en el cuerpo.

Adrian quería negar las palabras de su hermano, pero no pudo.

– ¿No te das cuenta? -preguntó Julian- Lo que más desea Duvalier es destruir lo que tú amas. Cuando escuche sobre esto, si está a menos de cincuenta leguas de este lugar, no va a poder resistirse a venir. Simplemente por aparecer en el baile, Caroline acaba de doblar nuestras posibilidades de capturarlo.

Adrian volvió a apoyarse en el balcón, su furia teñida con un creciente pánico. Si Julian tenía razón, su amor podía muy bien costarle la vida a Caroline. Justo como se la había costado a Eloisa. Finalmente había tenido éxito en tender su trampa, sólo para darse cuenta de que sus mandíbulas de acero se habían cerrado limpiamente sobre su propio corazón.

Se dio vuelta y comenzó a bajar los escalones con un enérgico paso.

– ¿A dónde vas? -lo llamó Julian desde atrás.

– A sacarle ese maldito vestido.

– Brindaré por eso -murmuró Julian, haciéndole señas a un lacayo que llevaba una bandeja llena de copas de champagne.

– ¿Su nombre? -Ladró Wilbury, su librea roja y su mohosa peluca lo hacían parecer como si hubiera escapado de la guillotina recientemente.

– Miss Vivienne Cabot -respondió Caroline, mirando hacia adelante.

Wilbury se acercó, espiando dentro de los ojos de la máscara.

– ¿Está segura de eso? Casi podría jurar que hay algo en usted que le confiere un aire de impostora.

Caroline se volvió a mirarlo.

– ¿Cree que no sé mi propio nombre, señor?

Su única respuesta fue un “harrumph” escéptico.

Como continuaba mirándolo, se aclaró la garganta emitiendo un sonido que se aproximaba a un gorgoteo de muerte, requirió atención y croo.

– ¡Miss Vivienne Cabot!

Caroline levantó la barbilla para enfrentar el ávido escrutinio de la multitud, deseando sentirse tan tranquila y compuesta como se veía. No podía evitar preguntarse si quizás Duvalier ya se encontrara entre ellos, su torva intención encubierta por algún ingenioso disfraz. Pero mientras ojeaba las caras curiosas, su mirada fue atrapada y sostenida por un demasiado familiar par de ojos de color caramelo.

Estaba segura de que su disfraz era lo suficientemente convincente para engañar a aquellos que habían conocido casualmente a su hermana en Londres, pero se había olvidado que había un hombre al que no sería tan sencillo timar. Los ojos vigilantes de Larkin se estrecharon, con el desconcierto en ellos convirtiéndose en sospecha mientras se excusaba de su compañía y comenzaba a abrirse camino a través de la multitud.