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Su mirada desconcertada viajó entre las dos, finalmente decidiéndose por Caroline.

– ¿Esta usted bien, Srta. Cabot? parece como si alguien hubiera caminado encima de su tumba.

– Bien, eso parece,¿ no es así? ¿No lo ha oído usted? -Caroline se doblegó contra el hogar, mientras de su garganta salía una risa levemente histérica. -Yo me casaré con un cazador de vampiros.

Los sirvientes no habían sido capaces de localizar a Julian, porque se había encaramado entre dos merlons en el parapeto de la almena más alta del castillo. Sabía que había sólo una persona que pensaría en buscarlo allí, así que ni siguiera se molestó en darse la vuelta cuando oyó unas pisadas detrás de él.

Él y Adrian habían pasado muchas horas en ese lugar cuando eran chicos, jugando a los vikingos, a las Cruzadas y los piratas. Los prados y claros que rodeaban el castillo habían sido sus campos de batalla y sus océanos. A los ojos insolentes de su imaginación, el pesado carro de un granjero que hacía surcos por el camino se había convertido en la caravana exótica de un Sarraceno protegido por guerreros de oscura mirada que esgrimían filosos sables, mientras el viejo y miserable podenco del gruñón granjero se transformaba en un corcel árabe y un grupo de violentos lobos que asaltaban el castillo, rugiendo por su sangre. Entonces, sus enemigos invisibles, eran vencidos con nada más que un grito de guerra atronador y un porrazo sólido de un palo de madera. Julian inclinó la botella de champaña que tenía en las manos, hacía sus labios deseando volver a esos días tan sencillos.

Esta noche el camino estaba iluminado por la luz de lámparas de los carruajes oscilantes. Sus invitados estaban partiendo uno por uno, llevándose con ellos la última de las esperanzas de Julian.

– Lo siento, -dijo Adrian suavemente, mientras se detenía detrás de él, mirando las luces que se perdían en la oscuridad.- Quise dejarla ir contigo, pero no pude obligarme hacerlo. Ni siquiera por ti.

– Si tuviera al menos media alma, no le habría preguntado, -dijo Julian con un encogimiento de hombros.- Me niego a creer que utilizando el fantasma de Eloisa para atraerle, era nuestra última esperanza. -bufó Julian- Quizás había sido nuestra única esperanza.

– Te juro que nosotros encontraremos otra forma. Encontraré otra forma. Sólo necesito un poco más de tiempo.

Julian se giró y le brindó una sonrisa torcida a su hermano.

– Tiempo es una cosa que tengo de sobra. Te puedo dar hasta una eternidad si eso es lo que requieres.

A penas pronunció esas palabras, Julian supo que se estaba engañando. Su tiempo había estado corriendo desde hacía mucho tiempo, su humanidad se escurría poco a poco fuera de él, como los granos de un reloj de arena agrietado.

Adrian le tocó brevemente el hombro, y entonces se giró para irse.

– ¿Adrian?-Su hermano se volvió, y por apenas un instante Julian vio al fantasma de un Adrian más joven.

– Si tuviera una bendición para darte, lo haría. -Adrian asintió antes de fundirse entre las sombras.

Julian giró su cara al viento, dando la bienvenida al frío latigazo. La noche debía haber sido su reino, su reino para gobernar. Estaba aquí sentado, atrapado entre dos mundos, dos destinos, con sólo la compañía de una botella de champaña para aliviar el hambre que roía el lugar donde su alma había residido una vez.

Inclinó la botella hacía sus labios, cuando una cadena salió de ninguna parte, serpenteo alrededor de su garganta con fuerza salvaje. La botella resbaló de sus dedos, quebrándose contra las piedras. Julian arañó en las pesadas conexiones, luchando contra la presión que lo estrangulaba, pero su fuerza sobrenatural parecía disminuir, escabulléndose como los pétalos de una rosa agonizante.

Sus ojos se sobresaltaron cuando echó un vistazo y vio el crucifijo de plata que se balanceaba al final de la cadena y que quemaba el camino de su camisa y el pecho. El hedor de carne carbonizada inundó sus narices.

Mientras luchaba por soltar un bramido de dolor y rabia, un cuchicheo ronco llenó su oreja.

– No deberías haber mentido a tu hermano así, mon ami. Tu tiempo se acabó. Duvalier lo puso de rodillas con eficiencia brutal, todo en lo que Julian podía pensar era en que sería una maldita vergüenza que Adrian jamás se enterara de que su complot había triunfado.

CAPÍTULO 20

– Comprendo que mi hermana sólo tiene el mayor interés por mi bienestar en su corazón y aprecio su disposición a acceder a las demandas de la decencia, milord, -dijo Caroline, su tono era a la vez frío y comedido- perfilando cada uno de mis argumentos y considéralos profundamente, creo que he dejado perfectamente claro por qué no tengo más elección que rechazar su propuesta. -Terminó su discurso manteniendo la cabeza alta y las manos apretadas ante ella… el mismo modelo de la razón y el sentido común.

Al menos eso era lo que esperaba. Ya que no había nadie que escuchara su discurso bien entrenado y sólo era capaz de juzgar su actuación por el reflejo vacilante en las puertas francesas de su dormitorio, era difícil de decir. Aunque había encendido cada vela de la torre a su vuelta de la biblioteca, la negrura absoluta de la noche más allá de las puertas quitaba toda definición a su imagen, dejándola tan brumosa como un fantasma.

Una ráfaga afilada sacudió ruidosamente las puertas, haciéndola saltar. El viento se había levantado firmemente en las últimas pocas horas, enviando más nubes a recorrer la cara luminosa de la luna. El brillo vacilante de las velas hacía imposible rastrear las sombras que atravesaban rápidamente su balcón.

En algún lugar en las profundidades del castillo un reloj empezó a marcar las doce, cada gong resonaba a través de los nervios destrozados de Caroline. Más que nada, quería arrancarse el maldito traje de Eloisa, echarse en la cama, y cubrirse la cabeza con las mantas. Pero se obligó a avanzar hacia la imagen fantasmal de las puertas francesas, extender la mano y comprobar metódicamente que estaba echado el cerrojo.

Cuando el momento pasó, nuevas dudas empezaron a arrastrarse hasta su consciencia. Quizás Adrian no estaba de camino. Quizás la culpaba a ella por arruinar su plan para atrapar y destruir a Duvalier. Quizás era tan infeliz ante la perspectiva de verse obligado a casarse con ella que lamentaba cada momento que habían compartido… cada roce, cada beso.

Caroline empezó a pasearse nerviosamente alrededor de la cama. Difícilmente podía culparla de obligarle a casarse cuando había sido él quien la había comprometido delante de medio salón. Era él quien había aprovechado su devoción por sus hermanas y la había esgrimido como un arma, pensó, enfadándose más a cada paso por la injusticia de él.

No tenía intención de pasar el resto de sus días paseándose en su dormitorio y anhelando oír los pasos de su marido en las escaleras. Si él no venía a ella, entonces por Dios, ella iría a él.

Se estaba girando hacia las puertas cuando estas se abrieron de golpe. Captó el breve vistazo de la silueta de un hombre contra la oscuridad antes de que el viento azotara la torre, apagando todas las velas con un solo aliento.

Contuvo su propio aliento, esperando que las nubes volvieran a moverse. Esperando un solo brillante haz de luz de luna que dorara el pelo y bañara los planos rudos de la cara.

Era la cara del guerrero del retrato. Y había venido a por ella. Caroline dio un paso involuntario hacia atrás, su coraje había desertado. El negro inflexible de la camisa y los pantalones de Adrian encajaban perfectamente con su faz sombría. Cuanto más distante y remoto parecía él, más parecía su traicionero corazón anhelarle.

– Me sorprende que no fijaras la puerta con pernos -dijo él.

– ¿Eso te habría mantenido fuera?