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– No -admitió, dando un solo paso hacia ella.

– Entonces quizás tengas más en común con tus ancestros de lo que crees.

– Intenté advertirte que eran todos sinvergüenzas y réprobos, ¿no? Estoy seguro de que robaron y raptaron a más de una novia en su día.

La indignación de Caroline ante su arrogancia echó a volar de su cabeza todo su discurso bien ensayado.

– ¿Mientras mi hermana y tú estabais decidiendo mi futuro de forma tan arrogante, nunca se os ocurrió a ninguno de los dos que podría desear que se me consultara?

– No veo que tengas ninguna elección en la cuestión. Tu buena reputación está arruinada. Ningún hombre decente pedirá tu mano.

Caroline se preguntó por qué era tan rápido en colocarse a sí mismo entre las filas de los indecentes.

– Tal y como lo veo yo -continuó él-, solo tienes dos posibles futuros. Puedes convertirte en mi esposa -La nota humeante de su voz se profundizó-. O puedes convertirte en mi amante… con todos los deberes inherentes que conlleva ese privilegio.

Negándose a ruborizarse, Caroline alzó la barbilla.

– Tal y como lo veo yo, una esposa tiene exactamente los mismos deberes. Solo que normalmente no se la compensa por ellos con flores y joyas.

Los ojos de él se entrecerraron.

– ¿Es eso lo que quieres de mí? ¿Rosas? ¿Diamantes?

Caroline se mordió el labio antes de poder soltar lo que quería de él. Quería que volviera a tocarla con estremecedora ternura. Deseaba largos y ardientes besos a la luz de la luna. Deseaba que presionara los labios contra su pelo y la llamara su amor.

– No quiero nada de ti, -mintió-. Mi hermana dejó abundantemente claro que sólo te casas conmigo por obligación. Bueno, esto no es el Vauxhall y no te dejaré hacer de campeón por mi bien. No necesito ser rescatada y no me convertiré en otra de tus aventuras. No tengo ningún uso para tu lástima. Mi reputación puede estar arruinada, pero todavía tengo mi orgullo.

– Tu hermana está absolutamente en lo cierto, -estuvo de acuerdo él-. Casarme contigo es lo último que quiero hacer.

Un jadeo inesperado escapó de los labios de Caroline. Puede que hubiera sospechado muchas cosas de él en el pasado, pero nunca le había creído capaz de crueldad deliberada.

– No quiero casarme contigo. No quiero desearte, -añadió fieramente, dando un paso comedido hacia ella, después otro-. Y seguro como el infierno que no quiero amarte. Pero, que Dios me ayude, no puedo evitarlo. -Cerrando la distancia entre ellos de una sola zancada, la agarró por los hombros, su ardiente mirada le recorría la cara como grabando a fuego sus rasgos en la memoria-. No quiero casarme contigo porque te amo demasiado para pedirte que pases el resto de tu vida ocultándote entre las sombras.

Con el corazón rebosante de alguna nueva y maravillosa emoción, Caroline le puso una mano en la mejilla.

– Prefiero pasar el resto de mis días viviendo entre las sombras contigo que caminando a la luz del sol totalmente sola. -Cuando las cadenas del orgullo cayeron, Caroline susurró-. ¿Te casarás conmigo?

Los labios de Adrian se posaron sobre los suyos, dándole la única respuesta que podía necesitar. Acarició las sedosas comisuras de su boca, volviéndose más insistente, más persuasivo, con cada tierna pasada de su lengua. Sin romper el beso, la cogió entre sus brazos, acunándola contra su pecho como si no pesara más que una niña.

Cuando empezó a dirigirse hacia las puertas, ella murmuró contra sus labios.

– ¿Adónde me llevas?

Él solo apretó su garra posesiva.

– A mi cama. Donde perteneces.

Mientras Adrian la llevaba escaleras abajo y a través del puente, su cuerpo la escudó de la fuerza apaleante del viento. Las ventanas de abajo estaban ahora oscurecidas. No había ojos curiosos que presenciaran su viaje. Caroline rodeó el cuello de Adrian con los brazos y enterró la cara contra la calidez de su garganta, respirando profundamente su olor a sándalo y laurel.

Todavía estaba tímidamente apretada contra su cuello cuando él la puso sobre sus pies. Casi había esperado que la tumbara directamente en su cama, pero cuando abrió los ojos se encontró parada a los pies de la misma, delante del alto mueble cubierto con cortinas de seda que había provocado su curiosidad en la última visita a la recámara de él.

Adrian retrocedió hacia las puertas francesas para abrir las pesadas cortinas de terciopelo que las velaban, invitando a la luz de la luna a entrar en su guarida.

Tan silencioso como una sombra, se deslizó tras ella. Sacó la rosa de detrás de su oreja y estrujó los aterciopelados pétalos entre los dedos, liberando su intoxicante fragancia. Cuando estos cayeron al suelo, tiró de la cinta de seda, liberándole el cabello que se derramó alrededor de sus hombros en una cascada sedosa. Alzándole el lujurioso peso de la nuca, presionó allí los labios, provocando un exquisito estremecimiento de placer que bajó por su espina dorsal. Cuando deslizó un brazo alrededor de su cintura para estabilizarla, ella pudo sentir el calor de su cuerpo irradiando a través de cada poro.

Envolviéndose su cabello en la mano, expuso la larga y elegante curva de su garganta.

– Tenías razón sobre mí todo el tiempo, -dijo, el humeante susurro de su voz era una caricia en sí mismo-. Desde el primer momento en que posé mis ojos en ti, no deseé más que devorarte allí mismo. -Sus labios buscaron el pulso palpitante en el costado de la garganta, partiendo a consolar el mismo punto que había perforado solo la noche antes-. Deseé beber de tus labios. Deseé probar la suavidad de tu piel-. Su boca se movió hacia la oreja, la ronca urgencia de su voz se vertía sobre los sentidos hambrientos de Caroline como miel derretida-. Deseé probar cada gota de néctar que tu dulce carne tenía para ofrecer.

Sus labios trazaron la oreja, demorándose contra el tierno lóbulo. Cuando la aterciopelada calidez de su lengua recorrió la concha delicada, un latido de placer en respuesta entre sus piernas humedeció sus calzones e hizo que sus rodillas se debilitaran. Cerró los ojos mientras se recostaba contra la dura longitud del cuerpo de él, sintiéndose tan floja y plegable como una muñeca de trapo entre sus manos.

Le sintió rodearla y de repente supo exactamente qué había bajo ese sudario de seda. Mantuvo los ojos apretados, en alguna esquina caprichosa de su alma todavía temía abrirlos y descubrirse acurrucada entre los brazos invisibles de un amante demonio y no tener ni fuerza, ni voluntad para resistirse.

Oyó el roce de la seda cuando la cortina cayó al suelo.

– Mírame, mi amor -urgió Adrian-. Míranos.

Incapaz de resistir, Caroline obedeció, solo para encontrarse mirando fijamente los ojos luminosos del hombre al que amaba. El reflejo de Adrian en el dorado espejo de cuerpo entero era tan sólido como el suyo propio, uniéndolos mucho más que solo por su tierno abrazo. Por primera vez en su vida Caroline quedó sorprendida por su propio reflejo. No era el trémulo tul de su traje o la cortina de cabello iluminada por la luna que fluía sobre sus hombros lo que la hacía hermosa. Era el crudo deseo en los ojos de Adrian.

– Oh Dios -susurró Caroline, girándose entre sus brazos.

Adrian la llevó a la cama entonces, gimiendo su nombre profundamente en la garganta mientras rodaban por las sábanas de seda hasta que ella estuvo debajo y él irguiéndose sobre ella en la oscuridad. Cuando su boca se posó en la de ella y le rodeó con los brazos, saboreó la maravilla de estar entre sus brazos. Él nunca le pertenecería a Vivienne ni a ninguna otra mujer. A partir de este momento, era todo suyo.

La hipnótica zambullida y retirada de su lengua persuadió a la suya a perseguirle con tentadores golpecitos que imploraban que tomara su boca más completamente, más profundamente. Él accedió ansiosamente hasta que ambos quedaron sin aliento de deseo. Su timidez se desvaneció, las manos de Caroline desgarraron la tela fina de la camisa de él.

Adrian rió ahogadamente, deleitado por su atrevimiento. Quitándose lo que quedaba de la camisa, la echó a un lado, y después se deshizo de sus pantalones, calcetines, y botas con igual rapidez.