Выбрать главу

Tiró gentilmente para sacar el vestido de Eloisa por la cabeza de Caroline, después se deslizó tras ella para desabrochar el corsé.

– ¿La amabas? -preguntó Caroline suavemente, sacándose la cadena por la cabeza y mirando al frágil camafeo.

La pena, culpabilidad y arrepentimiento de Adrian estaban tan entremezclados que ya no podía recordarlo. Todo lo que pudo hacer fue plantarle un tierno beso en el hombro y decirle:

– Creo que si. Hasta que te conocí.

El camafeo se deslizó entre sus dedos. Se giró entre los brazos de él, sus labios se fundieron en un beso feroz. Cuando él apartó los labios solo lo suficiente como para quitarle el corsé y la camisa por la cabeza, el viento alejó las últimas nubes, bañando la torre y sus cuerpos entrelazados con la neblina plateada de la luz de la luna.

– Dios bendito -susurró él, las palabras era más plegaria que juramento mientras la posaba de vuelta entre las almohadas.

Sus ojos la devoraban. Era incluso más adorable de lo que había imaginado… toda curvas ágiles y delicados ángulos. Levantó la mirada hacia él con los grandes ojos grises, el cabello fluyendo como una cortina de telaraña sobre su almohada. Parecía como si estuviera en una cama de musgo en medio de un bosque encantado, esperando la llegada de un unicornio.

En vez de eso estaba esperándole a él.

Su mirada se demoró en la hinchazón gentil de sus pechos de puntas sonrosadas, en el sedoso triángulo de rizos entre los muslos. Aunque habría jurado que era imposible, eran de un tono más pálido que el cabello de su cabeza.

– Gracias a Dios por la luna, -dijo-. Me estaba empezando a cansar de la oscuridad.

– A mí no me importa, -susurró Caroline, acariciándole tiernamente las crispadas espirales de pelo del pecho con las puntas de los dedos-, mientras pueda compartirla contigo.

Caroline no podía creerse que estuvieran desnudos uno en brazos del otro, y no sintiera ninguna necesidad de ruborizarse o esconder la cara. La asombraba aún más que su toque pudiera causar tal descalabro en tan magnífica criatura masculina. Cuando su mano vagó más abajo, rozando los músculos tensos del abdomen de Adrian, el cuerpo entero de él saltó como golpeado por un rayo.

Le cogió la mano con la suya, mirando profundamente a sus ojos mientras la urgía a bajar más aún. Cuando le presionó la palma abierta en la longitud plenamente excitada, Caroline dejó escapar un pequeño gemido, comprendiendo finalmente el alcance total de su deseo por ella. Era un gran hombre… en más de un sentido. Sus dedos se cerraron instintivamente alrededor de él, maravillándose de que algo tan fuerte y duro pudiera sentirse como terciopelo al tacto.

Echando la cabeza hacia atrás, Adrian gimió con los dientes apretados.

Alarmada, Caroline retiró la mano bruscamente.

– ¿Qué pasa? ¿He hecho algo mal?

Entrelazando sus dedos con los de ella, se llevó la palma a los labios y presionó en ella un tierno beso.

– No, ángel, hiciste algo muy, muy bueno. Pero si lo vuelves a hacer, esta noche va a acabar antes de empezar.

Adrian bajó la cabeza, pero esta vez no eran sus labios lo que buscaba, sino el pico rosado de un pecho. Sopló suavemente, bañándola con la niebla sedosa de su aliento, antes de tocarla con la boca. Cuando la lengua lamió el brote turgente del pezón, el placer fluyó profundamente en su interior, haciéndola lloriquear y arquearse contra él. Aunque sus pechos no podían compararse con los de Portia, parecían volverse más llenos y pesados bajo tan habilidosas caricias. Para cuando volvió sus atenciones al otro pecho, ella ya estaba retorciéndose con algún primitivo deseo demasiado profundo para articularlo con palabras.

Adrian alzó la cabeza para mirarla sobre los refulgentes picos, sus ojos iluminados por el mismo deseo.

– Cuando mi hermano te vio por primera vez, insistió en que estabas llena de almidón y vinagre.

– ¿Tú estuviste de acuerdo con él? -preguntó, su respiración llegaba en cortos y temblorosos jadeos.

Él sacudió la cabeza, con una sonrisa maliciosa curvando una de las comisuras de su boca.

– Siempre supe que estabas llena de miel.

Para probar este punto, rozó gentilmente los rizos en la conjunción de sus muslos, sus dedos astutos buscando infaliblemente y encontrando la espesa piscina de néctar que fluía entre sus pliegues internos.

Caroline echó la cabeza hacia atrás, jadeando ante la atrevida intimidad de su toque. Ya no era tan tonta como para creer que tenía las manos de un trabajador. Podrían ser grandes y poderosas, pero eran tan hábiles como las de cualquier artista, moldeándola a su voluntad con cada roce hábil de su dedos. Acariciaba, jugueteaba y rozaba, separando los delicados pétalos para exponer el botón extraordinariamente sensible que descansaba entre ellos.

– Aquí, -le susurró en el oído, la yema de su pulgar rodeó esa dulce protuberancia de carne con exquisito cuidado-. Has cuidado de todo el mundo tanto tiempo, mi dulce Caroline. Déjame cuidar de ti.

No es que tuviera elección. Yacía abrumada por el éxtasis, en medio de su abrazo, raptada por las oleadas de sensaciones que desplegaba su toque.

Mientras el pulgar continuaba operando su oscura magia, dos dedos se sumergieron más abajo… rodeando, acariciando, abriendo gentilmente el apretado hueco hasta su mismo centro, como preparándola para algo inexplicablemente delicioso que solo él podía darle.

– Por favor, -dijo sofocada, sin saber siquiera qué estaba suplicando, pero deseándolo más de lo que había querido nunca nada. Movió la cabeza adelante y atrás sobre la almohada, casi incoherente de deseo-. Oh, por favor…

Ni siquiera en sus sueños más salvajes habría imaginado que su súplica tendría como resultado que Adrian se deslizara hacia abajo por su cuerpo con sensual languidez hasta que el delicioso calor de su boca estuvo donde había estado su pulgar.

La lengua lamió la carne mortificada, sus muslos se separaron, invitándole a hacer con ella lo que quisiera. Una vez le había acusado de esclavizar mujeres con sus oscuros poderes de seducción, pero en su inocencia nunca había supuesto lo ansiosa que aceptaría sus cadenas o como estas les unirían.

La lengua se deslizó sobre la carne distendida, devorándola como si fuera el único alimento que fuera a necesitar nunca. Ella no tenía defensas contra un deseo tan primario, tan poderoso. Como estaba empeñado en honrar su voto de saborear cada gota de néctar que la suave carne de ella tuviera que ofrecer, todo lo que pudo hacer fue aferrar la áspera seda de su pelo entra las manos y rendirse a él, en cuerpo y alma. Solo entonces la lengua redobló el ritmo; solo entonces deslizó un dedo más profundamente en su interior.

Una oleada de éxtasis, tan grande y ardiente como el más dulce de los néctares, atravesó su cuerpo tembloroso. Se arqueó contra él, gritando su nombre. Él se alzó para capturar el grito roto en su boca, besándola salvajemente.

Cambió su peso y de repente ya no era su pulgar lo que estaba acunado en la húmeda suavidad de los rizos. No eran sus dedos los que se colocaban para enterrase en su dócil suavidad.

– Caroline, -murmuró contra sus labios-. Mi dulce, dulce Caroline… no quiero hacerte daño. Nunca querría hacerte daño.

– Entonces no lo hagas -susurró, enmarcándole la cara con las manos y obligándole a encontrar su suplicante mirada-. Solo ámame.

No tuvo que pedírselo dos veces. Se frotó entre esos tiernos pétalos hasta que estuvo resbaladizo por su rocío, después se colocó contra la parte de ella que anhelaba recibirle. Utilizando una exquisita contención, la penetró centímetro a centímetro. Solo cuando sus quejidos profundizaron a gemidos empujó contra ella, rompiendo la última resistencia de su cuerpo y enterrándose en la vaina de su acogedora suavidad.