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Caroline siguió a Adrián por los almacenes de la cocina, dando dos pasos por cada una de sus largas zancadas. Cuando empezó a bajar el húmedo, frío e inclinado pasaje que se dirigía al sótano de las especias, tuvo que recoger el vestido de Eloisa en una mano para no tropezarse con él. Empezaba a despreciar esa cosa aun más que antes, pero ahora no tenía tiempo de volver a su habitación a cambiarse. No con la urgencia de Adrián conduciéndolos por todo el castillo como un látigo.

Ni tuvo tiempo de estremecerse cuando una rata grande se apartó a toda prisa del camino de las botas de Adrián, chillando frenéticamente. Antes de que pudiera recobrar el aliento, estaban de pie fuera de la puerta del sótano de las especias.

Recordando el aro de hierro de llaves que Wilbury llevaba en su cintura, ella dijo:

– ¿No necesitas una…

Adrián levantó una poderosa pierna y pateó la puerta por sus goznes.

– …llave? -terminó débilmente, agitando lejos una asfixiante nube de polvo.

Arrancó una de las primitivas velas de sebo del candelabro de hierro situado fuera del sótano, entonces caminó hacia el estante de la pared opuesta. Antes de que Caroline pudiera alcanzarle, sus dedos seguros habían buscado y encontrado la humeante botella de cristal colocada tras el borde del estante.

– ¿Qué es? -preguntó-¿Agua bendita?

En vez de contestar, dio un salvaje giro a la botella. La pared entera de estantes se balanceó hacia dentro, revelando un pasaje que era incluso más húmedo, frío…y oscuro…que el que acababan de atravesar.

– ¡Lo sabía! exclamó Caroline.-Claro, apostaría que Wilbury lo supo todo el tiempo.

Adrián se agachó bajo el marco de la puerta oscilante.

– Probablemente uno de sus antepasados fue quien ayudó a construirlo. Su familia ha servido a la mía durante siglos. Por eso es que él fue al único que alguna vez confié el secreto de Julián. -Miró por encima del hombro, sus ojos cálidos por un elusivo instante. -Hasta ti.

Cuando desapareció en las sombras, Caroline se apresuró tras él. Unos estrechos escalones de piedra abrazaban la pared circular, bajando en espiral hacia la oscuridad. Mientras descendían con sólo la vacilante llama de la vela para iluminar el camino, Caroline se acercó lentamente a Adrian, agarrando un puñado de su camisa en su mano temblorosa. La puso tras él, entrelazando sus cálidos dedos con los suyos.

Parecía que descendieran hacia el reino de la eterna noche, algún reino oscuro y proscrito por siempre de la luz del sol que ellos habían dejado atrás. Caroline podía oír el agua goteando en alguna grieta subterránea y el débil chillido de algo que ella fervientemente esperaba fuera otra rata.

Cuando llegaron al final de las escaleras, Adrián tocó una antorcha colgada en la pared y empapada de brea con la mecha de la vela. La antorcha llameó a la vida con un siniestro siseo, su resplandor infernal transformó las sombras en monstruos gigantescos.

– Bienvenida a mi mazmorra, -dijo Adrián suavemente, arrancando la antorcha de su sujeción manteniéndola en alto.

Sus dedos se zafaron de los suyos, Caroline se deslizaba adelante, su miedo momentáneamente remplazado por el asombro. A pesar de la ausencia de las vírgenes del pueblo, la fría y húmeda cámara de piedra era justamente como imaginó. Cadenas y grilletes colgaban en las paredes, de ganchos colocados en intervalos regulares, con los eslabones de hierro oxidados por el desuso.

Caroline recogió unos grilletes, estudiándolos con mal disimulada fascinación.

– Quizás podamos probarlos en otro momento si estás tan dispuesta, -dijo Adrián.

Le devolvió la provocadora sonrisa de suficiencia con una propia.

– Sólo si estás de acuerdo en ponértelos.

Arqueó una ceja, la nota ronca en su voz hacía estragos tanto en su cuerpo como en su corazón.

– ¿Por ti, mi amor? Con mucho gusto.

Los grilletes se deslizaron de su mano, golpeando la pared con un musical sonido metálico. Mientras inspeccionaba la sombría caverna de la habitación, una impotente risa se le escapó.

– ¿Qué pasa? -preguntó Adrián, sus duras facciones se suavizaron por la preocupación.

– Estaba pensando como le gustaría a Portia todo esto. Una misteriosa desaparición. Pasajes secretos. Una verdadera mazmorra. Es como una escena de una de las ridículas historias del Dr. Polidori. -Sin previo aviso, unas cálidas lágrimas inundaron sus ojos.

Adrián cruzó hacia ella y la agarró en un intenso abrazo con un solo brazo- La encontraré, -juró, presionando los labios en su pelo.- Lo juro por mi vida.

Parpadeando para alejar las lágrimas, Caroline echó atrás la cabeza para ofrecerle una tímida sonrisa.- ¿Tenemos que asegurarnos que esta historia acaba bien, verdad?

Ya que Adrián fue lo suficientemente amable para asentir, fingió no ver la sombra de duda en sus ojos. Se volvió, con la antorcha frente a ellos. Por primera vez, Caroline se dio cuenta de la puerta de madera colocada profundamente en la esquina, una reja de hierro su única ventana al mundo.

Aunque medio esperaba que Adrián levantara la pierna y pateara la puerta abajo, él simplemente le dio un leve empujón. Caroline jadeó, asombrada de nuevo.

En lugar de una celda infestada de ratas, la puerta se abrió suavemente para revelar una espaciosa habitación que podría haber estado en cualquier lugar del castillo.

Desde la manta de cachemira tirada sobre el brazo labrado de la chaise longue hasta las paredes cubiertas de rica seda china, el juego de ajedrez de mármol sobre la mesa de Chippendale a media partida, era evidente que la habitación estaba habitada por una criatura que apreciaba la comodidad. Podría ser la opulenta habitación de un joven rajá indio si no fuera por una cosa.

No había una cama en el estrado del centro de la habitación, sólo un ataúd de madera.

Caroline tragó, la visión le provocó un nudo primitivo de temor en su garganta. Le echó una furtiva mirada a Adrian para encontrarlo con los ojos entrecerrados y la mandíbula apretada. Dándose cuenta de lo difícil que debería ser para él, le deslizó un brazo.

La recorrió con la mirada.

– Tengo que avisarte que mi hermano no estará muy feliz de que lo moleste. Incluso cuando era niño, siempre fue un joven irascible.

Se acercó aún más a él.

– Si insiste en estar enfurruñado, avisaremos a Wilbury para que le traiga algunas galletas y leche.

Su desgana era cada vez más palpable, Adrian se movió lentamente hacia el ataúd. Caroline le seguía paso por paso, luchando con su propio miedo.

Aguantó la respiración cuando Adrian alcanzó y deslizó a un lado la pesada tapa. Mientras la luz oscilante de la antorcha jugaba en su interior, se dio cuenta que había algo más terrible que ver un vampiro real dormitando en su ataúd.

Porque el ataúd estaba vacío. Julian se había ido.

Julian estaba tumbado y acurrucado en el frío suelo de piedra, su cuerpo atormentado con agónicos espasmos. Habían pasado quince horas desde que había tenido algún sustento. El hambre lo estaba devorando desde dentro, la sed filtrando cada última gota de humedad de las venas, dejándolas tan secas como un interminable desierto bajo el calor abrasador del sol. Aunque su piel estaba helada, ardía en fiebre. Si permitía arder a las llamas sin restricción, sabía que quemaría lo último de su humanidad, dejando atrás a una bestia voraz que podría devorar incluso a aquellos que él amaba para tener la oportunidad de sobrevivir.

Con un gruñido más animal que humano, dio un salvaje tirón a las cadenas que ataban los grilletes de sus muñecas a la pared. Sólo unas pocas horas atrás podría haberlas arrancado del mortero con una sola mano. Pero el crucifijo que Duvalier había puesto en su cuello durante la larga noche había doblado el drenaje de su decreciente fuerza. Aunque Duvalier había venido a quitarlo al amanecer, su huella estaba todavía en la carne chamuscada de su pecho. La depravación absoluta de Duvalier había convertido un símbolo de esperanza en una arma de destrucción.