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Un frío estremecimiento le atravesó, tan violento que incluso podía oír a sus huesos crujir todos a la vez. Se derrumbó contra las piedras, las cadenas se zafaron de sus dedos.

Estaba muriéndose. Pronto no estaría más entre las jerarquías no consagradas de los muertos vivientes, sólo los muertos. Sin su alma, no había promesa de redención, ninguna esperanza del paraíso. Simplemente se secaría completamente y se convertiría en polvo, dejando al polvo de las cenizas de sus huesos esparcirse en el viento.

Presionó sus ojos cerrados, la luz de la única antorcha demasiado brillante para tolerarla. Los versos de una oración que él y Adrián solían repetir a la hora de acostarse cuando eran niños se hacían eco en su mente en un estribillo burlón. Ninguna oración podía protegerle del intenso deseo de matar que devastaba su cordura y voluntad. El impulso de alimentarse fue suplantado por otros instintos, cada jirón de decencia humana, Adrián había peleado duro para conservarla.

Gimiendo, Julián volvió la cara hacia el suelo. Incluso si Adrián llegaba a tiempo, no sabía si toleraría que su hermano lo viera así otra vez. Casi deseó que Duvalier lo hubiera dejado encadenado en algún verde claro del bosque donde los crueles rayos del sol hubieran acabado con su miserable existencia antes que nadie se diera cuenta que había desaparecido.

De repente la cara de Portia Cabot se levantó frente a él en la oscuridad, toda encanto travieso y fresca inocencia. Se preguntaba si lloraría su muerte cuando se fuera. ¿Lloraría sobre su almohada y soñaría con lo que podría haber sido? Trató de evocar una imagen de ella sentada a su lado en el banco del piano, pero todo lo que podía ver era la luz de la vela jugando sobre la grácil curva de su cuello, el tentador latido del pulso al lado de su garganta cuando se inclinó para sonreírle. Podía verse inclinado sobre ella, rozando con su labios la piel cremosa y satinada… antes de hundir sus colmillos profundamente en su carne suculenta, tomando su inocencia y su sangre con la misma impiedad.

Aullando con negativa, Julián se abalanzó sobre sus rodillas, arrojándose contra el peso de sus cadenas una y otra vez hasta que finalmente se colapsó en un exhausto montón.

Nunca oyó el chirrido de la puerta al abrirse. No supo que ya no estaba sólo hasta que la voz melodiosa de Duvalier se vertió sobre él como veneno endulzado.

– Me has decepcionado, Jules. Esperaba mucho más de ti.

CAPÍTULO 22

Es la pequeña, quién se queda alrededor siguiéndome como si fuera alguna clase de cachorro enfermo de amor que sólo pide un bocado de mi atención. Ella es quién me mira fijamente con aquellos ojos azules encantadores como si yo fuera la respuesta a cada rezo. ¿Si yo fuera a cometer un desliz, no piensas que sería con ella?

Adrian comprobó el cargador de su pistola con enérgica eficacia antes de guardarla en el cinturón del pantalón, las palabras de su hermano lo frecuentaban tanto como la mirada fija de Caroline.

Mientras ella miraba la entrada de su recamara, miró nuevamente dentro del arcón derribado que había cruzado océanos y había viajado la mitad de camino alrededor del mundo con él y Julian, sacó una capa negra. La cual colocó alrededor de sus hombros, asegurando los pliegues voluminosos con un broche de cobre.

Hurgando en el fondo del arcón, llenó varios bolsillos interiores de la capa con media docena de estacas de madera esculpidas de álamo temblón y espino salvaje, todas afiladas a un punto letal, varios cuchillos de varias formas y tamaños, tres botellas de agua bendita, y una ballesta en miniatura.

Deslizaba una lámina de plata pequeña pero mortal en la vaina interior de su bota cuando Caroline se acercó furtivamente, mirando detenidamente en el arcón.

– ¿Vas a encontrar a mi hermana o luchar en una guerra?.

Cerrando de golpe la tapa, Adrian dio la vuelta para afrontarla. Era agudamente consciente de la cama detrás de ella. Las sábanas todavía estaban arrugadas de su amor, y no podía menos de sentir que profanaba de alguna manera este lugar sagrado con sus instrumentos de destrucción. Viendo las manchas en las sabanas, que fueron dejadas de la inocencia de Caroline, se sintió parecido a uno de los monstruos que se disponía a cazar.

– Si Duvalier está de alguna manera implicado -dijo-entonces voy a hacer ambas.

Dio media vuelta hacia la puerta, pero ella le agarró el brazo antes de que pudiera escaparse.

– ¿Y si esto no es Duvalier? ¿Qué harás entonces?

Tiró su brazo de su asimiento, encontrando su mirada fija acerada.

– Mi trabajo.

Iba a mitad de camino a través de la torre cuando se dio cuenta que iba detrás de él. Giró para afrontarla.

– ¿Dónde demonios piensas que vas?

– Contigo.

– ¡De ninguna manera!

– Desde luego que si. Es mi hermana.

– ¡Y él es mi hermano!

El uno al otro se fulminaron con la mirada, se podía oír el eco de su rugido en medio de ellos. Caroline finalmente levantó su barbilla y dijo:

– No puedes decirme que hacer. No eres mi marido.

Los ojos de Adrian se ensancharon de incredulidad.

– ¿Y suponiendo que yo fuera tu marido, obedecerías cada orden?

Caroline abrió la boca, luego volvió a cerrarla otra vez.

Él resopló.

– No pienses.

Él paso sus dedos por el pelo, luego la agarró de la mano y arrastró su espalda al pecho. Todavía murmurando imprecaciones bajo su aliento, desenterró del arcón, una capa ligeramente más corta, y la puso alrededor de sus hombros. Ella se sostuvo de pie con paciencia mientras le prendía armas de cada variedad en cada bolsillo concebible.

Cuando la equipó con dos botellas de agua bendita, dijo:

– Siempre debes recordar que no son los artículos benditos los que un vampiro teme. Es la fe en estos artículos. La fe es un enemigo que nunca pueden derrotar totalmente.

Cuando Caroline asintió con la cabeza obedientemente, él dio media vuelta y anduvo a zancadas hacia la puerta. No fue hasta que Caroline dio su primer paso para seguirlo que se percató que estaba tan pesada por las armas que apenas podía andar.

Suspirando, dio marcha atrás y comenzó a despojarla de las más pesadas. Evitando sus ojos, él bruscamente dijo:

– Cuando encontré a Eloisa ese día en el infierno de juego de azar, traté de besarla. Supongo que pensé que podría calentarla con mi carne, que podría respirar de alguna manera la vida a través de ella. Pero sus labios eran fríos, azules e inflexibles. Ya no soy capaz de resistir-pasó las yemas de los dedos a los labios de Caroline, tiernamente remontando sus contornos aterciopelados- Si tal cosa pasara a tu hermosa boca…

Ella agarró su mano con la suya, presionando su mejilla.

– Puedo llevar puesto su vestido, Adrian, pero no soy Eloisa. Si hubieras sabido que ella estaba en peligro antes de que fuera demasiado tarde, estoy convencida que la habrías salvado. Del mismo modo que vas a salvar a mi hermana. Y a tu hermano -lo miró fijamente, sus labios se torcieron en una trémula sonrisa- Lo creo con todo mi corazón porque tengo fe en ti.

Cuando la sombra de Duvalier cayó, Julian embistió, exponiendo sus dientes con un gruñido

– ¡Ah, esto es mejor! -Dijo Duvalier, con sus labios torcidos en una sonrisa-Prefiero tenerte gruñéndome como un perro loco que encogiéndote en la esquina como un perrito azotado.

Apretando los dientes contra una ronda fresca de frialdad, Julian dijo:

– El único loco por aquí, Victor, eres tu.

Duvalier hecho atrás la capucha de su capa dejando ver su lustroso pelo negro largo. Levantando sus hombros en un encogimiento galo, dijo:

– Temo que la locura, como tantas cosas, esté en el ojo del observador. -Su acento francés sólo se había hecho más profundo en sus años lejos de Inglaterra, ablandando sus consonantes a un ronroneo ronco- Unos podrían considerarlo hasta un regalo, justo como la inmortalidad.