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– Más razón para que te vayas -dijo él suavemente, elevando lentamente los ojos para encontrarse con los suyos.

Sintió las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

– Si haces esto, Adrian, entonces Duvalier ya ha ganado.

Y ella había perdido. Ese conocimiento sabía tan amargo como la ceniza en la boca de Caroline.

Decidida a demostrar que podía ser tan despiadada como él, se paró frente a Adrian.

– Si fuese una prostituta o una bailarina de ópera, me deberías al menos un último beso -Ahuecando su cara en sus manos, se puso de puntillas y presionó sus labios contra los de él, al igual que había hecho esa mágica noche en el Vauxhall donde le había ofrecido tanto su beso como su corazón sin darse cuenta.

Él estaba incluso más impotente para resistirse a lo que le ofrecía ahora. Cuando sus labios se separaron para darle la bienvenida al meloso barrido de su lengua, sus brazos la rodearon, amoldando sus curvas a los duros planos de su cuerpo. Cuando empezó a hacerla retroceder, tirando de ella hacia el biombo del vestidor del otro lado de la habitación, ella se unió de buena gana al baile.

Se hundió sobre el taburete que había tras el biombo y la sentó en su regazo, sin abandonar jamás la codiciosa reclamación de sus labios. Caroline reconocía la urgencia en su beso por que era la misma que corría por sus venas, una desesperada hambre celebraba la vida en el tierno remolino de su lengua a través de su boca, el cálido aliento de su suspiro, el irresistible pulso que golpeaba donde sus cuerpos dolían por unirse. Esto era un rechazo a la muerte y oscuridad y a toda la corte de sombríos horrores cometidos por un monstruo como Duvalier.

Mientras tiraba hacia abajo del corpiño de su vestido con una mano, la boca de ella se entretuvo en la audaz curva de su mandíbula, saboreando el salado dulzor de su piel, el sugerente roce de sus patillas contra sus sensibles labios.

Ella levantó la cabeza para encontrar las marfileñas curvas de sus pechos expuestas a su entrecerrada mirada. Sus pezones estaban ya maduros y rosados como frescas cerezas.

– Tu hermano…-jadeó, liando los dedos en su pelo.

– Estará muerto para el mundo durante horas, -le prometió, arrastrando su pezón al interior de su boca y chupándolo con una feroz y tierna hambre que la dejó jadeando con necesidad y apretando juntos sus muslos contra un presuroso líquido de deseo.

Cambiando su posición en el taburete, pasó una de sus piernas sobre las de él, de modo que ella se sentase a horcajadas sobre el crecido bulto rígido que tiraba de la suave piel de mantequilla de sus pantalones.

Caroline reprimió un quejido, solo ese exquisito placer bastaba para enviar temblores de anticipación a través de su bajo vientre. Esos temblores se convirtieron en estremecimientos cuando la mano de Adrian desapareció bajo su falda, sus hábiles dedos se deslizaron en la profunda suavidad de su muslo para buscar la estrecha abertura en sus calzones de seda. Cuando ella había espiado a los amantes en el Vauxhall, se había preguntado que podría haber estado haciendo la mano del hombre bajo la falda de la mujer para hacerla retorcerse y gemir tan desvergonzadamente. Ahora lo sabía.

Desde que ya estaba goteando de deseo por él, no había necesidad de que Adrian la preparara para lo que iba a comenzar. Todavía sus dedos se entretuvieron contra su ansiosa y temblorosa carne, obrando su habilidosa magia hasta que se vio obligado a capturar su salvaje grito de abandono en su boca. Todavía besándola como si fuese la única muestra del cielo que podría conocer jamás, se abrió la solapa frontal de sus pantalones y se condujo a sí mismo a través de la abertura de los calzones de ella y a su interior.

Esta vez no se contentó con dejarla mantener el ritmo. Ahuecando su trasero en sus grandes y fuertes manos, la levantó del taburete. Ella envolvió sus piernas alrededor de su cintura, aferrándose a él, impotente, mientras la apoyaba contra la pared más cercana y se hundía en ella una y otra vez, sus largas y profundas embestidas golpeaban la misma boca de su útero mientras su lengua forzaba su boca con igual crueldad.

Justo cuando Caroline pensó que no podría aguantar otro segundo de placer sin dejar escapar un grito lo bastante alto para despertar a los muertos, Adrian se retiró para un embate final que amenazaba con partir su cuerpo y corazón en dos.

Ella se derrumbó contra su garganta, todavía empalada por su estremecedora longitud. Deseó que pudieran quedarse de esa manera para siempre con sus corazones latiendo como uno, sus cuerpos unidos y palpitando con alivió. Adrian se deslizó lentamente por la pared, todavía acunándola en sus brazos.

Ya no podría fingir indiferencia. Cuando su voz sonó en el oído de ella, estaba ronca con urgencia y pesar.

– Una vez que estés a salvo de vuelta en casa y nosotros estemos fuera de Inglaterra y volvamos sobre el olor de Duvalier, te escribiré. Te enviaré dinero, todo eso que tú y Portia posiblemente necesitéis. Nunca tendrás que depender otra vez de la caridad de nadie. Ya he empleado a Alastair para que maneje algunos de mis asuntos en Londres así Vivienne nunca tendrá que preocuparse de donde vendrá su próxima comida.

Caroline sintió que cada gota de calor en su alma se helaba. Cuidadosamente se levantó de su regazo, poniéndose en pie. Con toda la dignidad que pudo reunir, se subió el corpiño y se ajustó la falda. Estaba bastante perdida sobre como proceder desde allí hasta que Adrian alcanzó uno de los estantes cercanos y le tendió uno de sus pañuelos. Dándole la espalda, realizó las abluciones necesarias.

Cuando se volvió hacia él, su cara estaba compuesta como si hubiese sido ella la que había estado en el umbral del gran recibidor y pretendiese ser Vivienne.

– Si crees que voy a esperarte, entonces estás equivocado.-Le informó ella.-Me temo que no seré capaz de fingir que esos pasados quince días nunca sucedieron. Ahora que me has dado una muestra de los placeres que una mujer puede encontrar en los brazos de un hombre, dudo que me contente con pasar el resto de mi vida en una fría y vacía cama. No necesitas preocuparte en mandar dinero. Si no puedo encontrar un marido, entonces quizás pueda encontrar algún hombre bueno y generoso que estaría dispuesto en convertirme en su amante.

Adrian se abotonó el frente de sus pantalones, sus ojos tan tempestuosos y peligrosos como los había visto siempre.

– ¿Exactamente quién va a ir al infierno por mentir ahora?

Caroline alisó la arrugada falda del vestido de Eloisa, continuando como si él no hubiese hablado.

– No quiero más que lanzar este vestido al cubo de la basura, pero haré que los sirvientes lo laven y lo planchen y te lo devuelvan. Quizás te consuele cuando solo tengas a tus fantasmas para mantenerte caliente por las noches.

Con eso, se volvió y lo dejó. Con Julian durmiendo, no tuvo siquiera la satisfacción de cerrar de golpe las puertas francesas tras de ella.

Caroline se apresuró a bajar los peldaños de piedra y empezó a cruzar el puente, arrojando calientes y furiosas lágrimas que caían por sus mejillas cuando caminaba. Las estrellas se estaban desvaneciendo y la lluvia se había detenido, dejando el mundo reluciente con la promesa de un nuevo amanecer. Pero sin Adrian, sabía que estaría atrapada por siempre en alguna deprimente noche de las almas.

Aminoró el paso cuando alcanzó la cima del puente. No tenía ninguna prisa por volver a su solitario dormitorio. Allí no había nada que pudiera hacer excepto lavarse el aroma de Adrian de su piel por última vez y empezar a empacar.

– Estúpido, hombre imposible-murmuró, dándose la vuelta para reclinar sus manos sobre el parapeto del puente. Clavó sus uñas en la áspera piedra, dándole la bienvenida al potente picor. El viento mesó su pelo, intentando secar sus lágrimas antes que pudieran caer.- Debería haberle atravesado el corazón con una estaca cuando tuve ocasión.