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Pero dijo simplemente.

– Al contrario de lo que la mayor parte de la sociedad cree, hay muchas recompensas para ser encontradas en una tranquila vida campestre dedicada a los placeres del hogar y la familia.

Aunque medio esperaba que su anfitrión se mofara de sus palabras, su voz se suavizó en una nota que podría haber sido deseo.

– Puedo imaginarlo.

– Entonces dígame, mi querida Señorita Cabot -dijo Julian, poniendo la fuerza llena de su encanto sobre ella- ¿es verdad que en el campo se espera tanto que duermas como que te levantes «con las gallinas», por así decirlo?

– Si estuviésemos en Edgeleaf, yo habría estado en la cama hace horas -reconoció.

– Por supuesto -murmuró Kane.

Caroline repentinamente se encontró incapaz de encontrarse con su mirada. ¿Cómo era eso que la mera mención de la cama delante de este hombre le podría hacer sonrojar como una novicia?

Su hermano se estremeció.

– Entonces temo que yo no sobreviviría allí durante más de dos semanas.

Kane se rió entre dientes.

– Más de una noche, yo debería decir. Usted tendrá que perdonar a mi hermano pequeño, señorita Cabot -dijo, la caricia ronca de su voz la hizo sentir como si ellos dos estuvieran solos en el cuarto-. Aquí, el pobre Julian teme ya nuestra vuelta al campo la próxima semana. Si yo no hubiera prometido un baile para mantenerlo divertido, dudo que hubiera sido capaz de arrastrarlo lejos de su infernal juego favorito. Temo que los placeres de la vida del campo no sean para él. Prefiere mucho más, una nube sofocante de humo de puro polvo de carbón, a un soplo de aire fresco. Y ha rechazado mucho tiempo el sol por miedo a que esto arruinaría su palidez de moda.

Julian se reclinó en su silla, emitiendo una amplia sonrisa bonachona.

– Tú sabes tan bien como yo, estimado hermano, que nada interesante ha ocurrido nunca antes de la medianoche.

Como para probar su punto, allí estaba el sonido de voces levantadas y una riña repentina fuera del comedor.

Aunque el vizconde no hizo mucho más que contraer un músculo, el peligro repentinamente condimentó el aire alrededor de él, su tácita amenaza lo suficiente fuerte como para agitar los imperceptibles cabellos en los antebrazos de Caroline.

Las puertas del comedor se abrieron repentinamente y un hombre apareció en la entrada, librándose de un lacayo jadeante. Su peluca empolvada estaba oblicuamente sentada sobre su cabeza, revelando un tupido pelo rojo cobrizo.

Los invitados alarmados jadearon, los tenedores y las copas estaban suspendidos a medio camino hacia sus bocas.

Sacudiendo con fuerza su chaleco recto, el joven lacayo le disparó al intruso una negra mirada.

– Lo siento, Su Señoría -dijo, todavía respirando pesadamente-. Traté de decir al caballero que no recibía a visitantes, pero no tomó amablemente la negativa.

A pesar de la postura lacónica de Kane y la mirada fija bajo sus pesados párpados, Caroline sospechó que la aparición del desconocido era definitivamente una sorpresa. Y una no bienvenida.

– Buenas noches, Alguacil -dijo, elevándose de su silla sólo el tiempo suficiente para trazar una reverencia burlona-. Si hubiéramos sabido que usted iba a honrarnos con su presencia esta noche, habríamos retrasado la cena. Sus respetos deben haber sido perdidos en el correo.

– Oh, vamos, Trevelyan -dijo el hombre, haciendo alarde de cepillar su manga donde la mano del lacayo había descansado-. Me gusta pensar que los viejos conocidos como nosotros están por encima de tales delicadezas sociales absurdas. Nunca las reconocimos cuando estábamos en Oxford juntos.

Con su larga, larguirucha complexión, mal ajustada y arrugada levita, y el desaliñado tupido pelo marrón claro, Caroline sospechó que el forastero parecería pretencioso hasta una tarde sin aire. Lo que su cara carecía en el encanto era más que compensado en el carácter. Él podría no ser de labios finos y de nariz aguileña, pero tanto el humor como la inteligencia brillaba en sus ojos marrones de caramelo.

Aquellos ojos escudriñaron la mesa hasta que encontraron lo que estaban buscando.

– Señorita Vivienne -dijo, su tono dulcificándose mientras inclinaba la cabeza hacia la hermana de Caroline.

– Alguacil Larkin -murmuró, formando remolinos con su cuchara alrededor de su tazón de sopa de langosta sin ni siquiera echarle una mirada.

Caroline saltó mientras Portia la pateaba bajo la mesa. Ninguna de ellas alguna vez había visto a su hermana de naturaleza dulce dar a alguien el corte directo.

El intercambio no fue perdido por su anfitrión, tampoco. La diversión ondeó a través de su voz mientras barría fuera una mano.

– No creo que hayas conocido a las hermanas de la señorita Vivienne… la señorita Cabot y la señorita Portia. Deberías estar familiarizado con el resto de mis invitados. Estoy seguro que los has acosado o interrogado a todos ellos en un momento u otro.

Los invitados del vizconde continuaron mirando al intruso, un poco curiosamente, otros con apenas hostilidad velada. Una sonrisa de desprecio retorció los labios esculpidos de Julian Kane, y por una vez incluso la Tía Marietta pareció confundida.

Impávido por su aprecio, o su falta de ello, Larkin se ubicó en un asiento vacío en medio de la mesa y le lanzó al joven lacayo una mirada expectante sobre su hombro.

El lacayo clavó la mirada hacia el frente, su mandíbula pecosa determinada, hasta que el vizconde resopló un suspiro ruidoso.

– Ofrece al alguacil un poco de cena, Timothy. Si no alimentamos al hombre, temo que nunca podamos librarnos de él. Lo único que ama más que entrar de sopetón sin ser invitado es comer.

Bajo el ceñudo escrutinio del lacayo, el alguacil probó las palabras de Kane sirviéndose a sí mismo abundantes porciones de codorniz estofada y pudín vegetal. Caroline sospechó que tomaría más que una comida semejante para llenar sus mejillas flacas y sus hombros estrechos. Ella no podía menos que preguntarse lo que podría haber conducido a un graduado de Oxford buscar una carrera en la fuerza policial en lugar de un puesto más provechoso en el clero o las fuerzas armadas.

Larkin despachó la codorniz en media docena de mordiscos, después del último bocado tomo un avaro trago de vino y emitió un suspiro entusiasta.

– Independientemente de tus defectos, Trevelyan, tengo que confesar que realmente pones una de las mesas más finas de Londres. Supongo que no debería sorprenderme ya que se rumorea que eres un hombre de tal enorme y variedad… de apetitos.

La palabra inocua envió un curioso temblor a la columna vertebral de Caroline.

– ¿Es por eso qué has venido aquí esta noche? -preguntó Kane. – ¿Para insultarme y apilar alabanzas sobre mi cocinero?

El alguacil se reclinó en su silla, dando un golpe a su boca con su servilleta.

– Vine aquí porque pensé que te interesaría saber que hubo otra desaparición en Charing Cross.

Adrian Kane ni se inmutó. Si acaso, su mirada se hizo hasta más soñolienta.

– ¿Y por qué me concerniría esa información? Considerando la desafortunada pobreza del terreno, los deudores que procuran evitar a sus acreedores probablemente desaparecen cada día. Y noche.

Larkin tendió su vaso con lo que el lacayo vertió otro chorro poco generoso de oporto en ella.

– Eso muy bien puede ser cierto, pero como sabes, ha habido más que media docena de desapariciones misteriosas desde que tú y tu hermano regresasteis de vuestros viajes al extranjero. -le dio a Kane una mirada inequívocamente afilada.- En la mayor parte de esos casos, convenientemente no ha habido testigos. Pero ayer por la mañana una joven vino a nosotros con una historia sumamente extraordinaria.