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—Detallando sus planes para el futuro.

—Sí..., sí..., pero no debo molestarle con todo esto. Lo que me dolió... y mucho... fueron los términos del testamento de Ricardo.

—¿De veras? —el abogado le miró fijamente—. ¿No eran lo que usted esperaba?

—¡Claro que no! Después de la muerte de Mortimer, me figuré que Ricardo me lo dejaría todo a mí.

—¡Ah...! ¿Se lo dejó entrever alguna vez?

—Nunca me lo dijo... con esas precisas palabras. Ricardo era algo reservado. Pero estuvo aquí poco después de la muerte de Mortimer. Quería hablarme de asuntos familiares. Discutimos acerca de Jorge... las chicas y sus maridos. Quiso conocer mi opinión... aunque no pude decirle gran cosa. Soy un inválido y no voy por ahí. Maude y yo vivimos fuera del mundo. ¡Valientes bodas hicieron esas jovencitas! Bueno, pues como le digo, era que me consultaba como a cabeza de familia, después de él, claro, y naturalmente, me imaginé que sería yo quien controlase el dinero. Ricardo podía confiar en mí para dirigir a la joven generación y cuidar de la pobre Cora. En resumen, Entwhistle, soy un Abernethie... el último Abernethie... y él debiera haberlo dejado todo en mis manos.

En su excitación, Timoteo se había puesto en pie apartando la manta que cubría sus piernas. No daba señales de debilidad o fragilidad, sino de gozar de un perfecto estado de salud, a pesar de su carácter excitable. El abogado se dio cuenta con toda claridad de que Timoteo Abernethie había estado secretamente celoso de su hermano Ricardo. Era muy propio de Timoteo el envidiar la entereza de carácter y clara inteligencia de su hermano, y a su muerte soñó con la idea de heredar el poder de controlar todo lo destinado a los demás.

Pero Ricardo Abernethie no le había otorgado ese poder. ¿Habría pensado hacerlo, y más tarde decidió lo contrario?

El repentino maullar de unos gatos en el jardín hizo que Timoteo se apartara de su silla para acercarse a la ventana. Tras abrirla y gritar: «¡Callaos!», les arrojó un voluminoso libro.

—Endiablados gatos —gruñó—. Destrozan los parterres y no dejan de maullar en todo el día.

Y volviendo a sentarse le preguntó a su visitante:

—¿Quiere beber algo, Entwhistle?

—Ahora no. Maude acaba de darme un té excelente.

—Maude es una mujer muy capaz. Pero hace demasiado. Incluso tiene que bregar continuamente con ese viejo automóvil, ¿sabe? Es bastante buena mecánica.

—He oído decir que tuvo una avería cuando regresaba de los funerales.

—Sí. Se le paró el coche. Telefoneó para que yo no pasara cuidado, pero esa estúpida mujer que viene a limpiar tomó el recado de un modo que no tenía sentido. Yo había salido a respirar un poco de aire fresco... el médico me ha recomendado que haga todo el ejercicio que pueda, cuando me apetezca... y cuando volví de mi paseo encontré escrito en un pedazo de papeclass="underline" «La señora siente tener que quedarse fuera a pasar la noche. El coche se ha estropeado.» Naturalmente, pensé que todavía estaba en Enderby. Puse una conferencia y me dijeron que Maude se había marchado por la mañana. ¡Podía haber tenido la avería en cualquier otra parte! Esa tonta que nos hace la limpieza sólo me dejó para cenar unos macarrones apelmazados. Tuve que bajar a la cocina y calentármelos, yo mismo... y hacerme una taza de té... hervir agua... en fin, ¿para qué hablar?, pude haber tenido un ataque al corazón... ¿pero a esa clase de mujeres qué les importa? Si fuera como Dios manda, hubiera vuelto por la noche para cuidarme como es debido. Ya no existe lealtad en las clases bajas.

Se interrumpió apesadumbrado.

—Ignoro lo que Maude le habrá contado de los funerales y la familia —dijo el señor Entwhistle—. Cora produjo una verdadera expectación al decir que Ricardo había muerto asesinado. Tal vez Maude ya se lo había dicho.

—¡Oh, sí, ya lo sabía! Todos la miraron perplejos. ¡Es algo verdaderamente digno de Cora! ¿Recuerda cómo se las arreglaba siempre para meter la pata cuando era niña? En nuestra boda dijo algo que molestó a Maude, que nunca la apreció gran cosa. Sí, mi esposa me llamó aquella tarde después del funeral para saber cómo me encontraba y si la señora Jones me había preparado la cena. Luego se dijo que había ido todo muy bien y yo le pregunté: «¿Qué hay del testamento?», quiso eludir la respuesta, pero logré sonsacarle la verdad. No podía creerlo y le dije que debía estar equivocada, pero no fue así. Me dolió, Entwhistle... me dolió de verdad, no sé si me comprende. Si quiere creerme, ha sido mala voluntad por parte de Ricardo. Ya sé que no se debe hablar mal de los muertos, pero le doy mi palabra.

Timoteo continuó con el mismo tema durante un buen rato.

Cuando Maude volvió a entrar en la habitación le dijo con energía:

—Me parece, querido, que el señor Entwhistle ha estado contigo bastante rato. Necesitas descanso. Si ya lo tenéis todo hablado...

—¡Oh!, hemos arreglado algunas cosas. Lo dejo todo en sus manos, Entwhistle. Comuníqueme cuando cojan a ese individuo... si es que lo logran. No tengo fe en la policía de ahora... Los jefes no son lo que eran. Usted se cuidará del en... entierro... ¿no? Me temo que no podremos ir, pero encargue una corona espléndida... también habrá que colocar una lápida adecuada a su debido tiempo... Me figuro que la enterrarán en el cementerio de la localidad. No es caso de traerla al Norte y, además, no tengo la menor idea de dónde fue enterrado Lansquenet; creo que en Francia. Ignoro lo que debe ponerse en la lápida de quien muere asesinado. No se puede decir: «Entró en el eterno descanso», ni nada parecido. Habrá que escoger algo más apropiado, ¿R. I. P.? No, eso sólo lo usan los católicos.

—¡Oh, Dios! Tú que has visto mis errores, júzgame —murmuró el señor Entwhistle.

La mirada sorprendida que le dirigió Timoteo hizo que el abogado sonriera ligeramente.

—Es de las Lamentaciones —le dijo—. Parece bastante apropiado, aunque algo melodramático. Sin embargo, pasará algún tiempo antes de llegar a la cuestión del epitafio. La tierra... tiene que asentarse, ya sabe. Ahora no se preocupe usted de nada. Nosotros cuidaremos de todo y le informaremos debidamente.

El señor Entwhistle regresó a Londres a la mañana siguiente en el primer tren.

Una vez en su casa, y tras ligera vacilación, telefoneó a un amigo suyo.

Capítulo VII

—No sabe cuánto aprecio su invitación —dijo el señor Entwhistle, estrechando con calor la mano de su anfitrión.

Hércules Poirot le indicó una butaca junto al fuego.

El señor Entwhistle exhaló un suspiro mientras tomaba asiento.

A un lado de la habitación había una mesa dispuesta con dos cubiertos.

—Esta mañana he vuelto del campo —dijo el abogado.

—¿Y tiene algún asunto sobre el que desee consultarme?

—Sí. Me temo que es una historia bastante ambigua y extensa.

—Entonces esperaremos a haber comido. ¿Jorge?

El eficiente Jorge acudió diligente y sirvió Pate de Foie gras y tostadas calentitas envueltas en una servilleta.

—Lo tomaremos junto al fuego —dijo Poirot—. Luego pasaremos a la mesa.

Una hora y media después, el señor Entwhistle volvía a arrellanarse en su butaca con un suspiro de satisfacción.

—Desde luego, usted sabe vivir, Poirot. Hace honor a los franceses.

—Soy belga, pero en lo demás ha acertado. A mi edad, el mayor placer, casi el único que todavía queda, es el de la buena mesa. Afortunadamente, tengo un estómago excelente.

—¡Ah! —murmuró el abogado.

Habían cenado Lenguado Verónica, seguido de Escalopas de ternera a la Milanesa, que precedieron a Poire Flambée.