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—Muy poco. Creo que mi propósito fue principalmente el de las eliminatorias. Me resulta desagradable pensar que un miembro de la familia Abernethie pueda ser un asesino. Todavía no puedo creerlo. Me pareció que con unas cuantas preguntas aparentemente sin importancia podría eliminar de sospechas a ciertos miembros de la familia. ¿Quién sabe, si tal vez a todos ellos? En cuyo caso Cora debería haberse equivocado en sus suposiciones y su muerte pudiera atribuirse a cualquier vagabundo que entrara a robar. El procedimiento es bien sencillo. ¿Dónde estuvieron los Abernethie durante la tarde en que Cora Lansquenet fue asesinada?

Eh bien —replicó Poirot—. ¿Dónde estaban?

—Jorge Crossfield en Hurst Park, en las carreras. Rosamunda Shane en Londres, de compras. Su esposo..., ¿debo incluir a los maridos?

—Desde luego.

—Su esposo estaba en tratos para poner una obra en escena. Susana y Gregorio Banks estuvieron en casa todo el día. Timoteo Abernethie, que está inválido, se hallaba en su casa de Yorkshire y su esposa regresaba allí en su automóvil, de Enderby.

Se detuvo.

Hércules Poirot le miró, asintiendo comprensivamente.

—Sí, eso es lo que ellos dicen. ¿Pero es todo verdad?

—No lo sé, Poirot. Algunas de sus declaraciones pueden ser comprobadas... pero resultaría difícil actuar sin dar a conocer nuestras intenciones. En resumen, el hacerlo equivaldría a formular una acusación. Le expondré con sencillez ciertas conclusiones mías. Jorge pudo haber estado en Hurst Park, pero no lo creo. Fue lo bastante atolondrado para decir que había acertado un par de ganadores. Sé por experiencia que muchos fuera de la ley labran su propia ruina por hablar demasiado. Le pregunté el nombre de los caballos y me dio dos sin titubeo aparente. Hice averiguaciones, descubriendo que ambos tuvieron fuertes apuestas aquel día, y que uno de ellos ganó. El otro, a pesar de ser uno de los favoritos, ni siquiera consiguió colocarse.

—Muy interesante. Ese Jorge, ¿tenía necesidad de dinero cuando murió su tío?

—Tengo la impresión de que su necesidad era muy apremiante. Carezco de pruebas para asegurarlo, pero sospecho que estuvo especulando con los fondos de sus clientes y corría peligro de ser descubierto. Sólo es una impresión mía, pero tengo cierta experiencia en estos asuntos. Los agentes poco escrupulosos, lamento confesar que son cosa bastante corriente. Sólo puedo decirle que yo no le hubiera confiado mi dinero, y sospecho que Ricardo Abernethie, que sabía juzgar muy bien a los hombres, también debió desconfiar de su sobrino y por eso no le dejaría un puesto de confianza. Su madre —continuó el abogado tras breve pausa— fue una muchacha atractiva y bastante tonta que se casó con un hombre que calificaría de «carácter dudoso» —Suspiró—. Las jóvenes Abernethie no supieron escoger. Y en cuanto a Rosamunda —prosiguió—, es encantadora. ¡No me la imagino golpeando la cabeza de Cora con un hacha! Su esposo, Miguel Shane, es algo misterioso... Un hombre con ambición y voluntad excesiva; pero, la verdad, sé muy poco de él. No tengo razón para considerarle un criminal sin escrúpulos o un envenenador, pero hasta que sepa lo que hacía realmente no puedo con seguridad eliminarle.

—Pero no siente dudas acerca de su esposa.

—No... no... no puedo imaginarla con el hacha. Es una criatura de aspecto frágil.

—¡Y bonita! —dijo Poirot con una sonrisa irónica—. ¿Y la otra sobrina?

—¿Susana? Es un tipo muy diferente del de Rosamunda... Yo diría que es una muchacha de mucho talento. Estuvo en casa todo el día con su esposo. Yo les dije, mintiendo, que intenté telefonearla la tarde en cuestión, y Greg repuso apresuradamente que el teléfono estuvo todo el día estropeado, que quiso hablar con no sé quién, y no lo consiguió.

—Esto tampoco es concluyente... No es posible eliminar a todos como esperábamos... ¿Qué tal ese Greg?

—Es difícil de describir. Tiene una personalidad desagradable, aunque no sé con exactitud por qué produce esa impresión. Y en cuanto a Susana...

—¿Sí?

—Susana me recuerda a su tío. Tiene el vigor, la energía y la inteligencia de Ricardo Abernethie, pero me parece que le falta su amabilidad y su entusiasmo.

—Las mujeres nunca son amables —le hizo observar Poirot—. Aunque algunas veces se pongan tiernas. ¿Está enamorada de su esposo?

—Afirmaría que locamente, pero la verdad, Poirot, no puedo creer... ni por un momento que Susana...

—¿Prefiere sospechar de Jorge? ¡Es natural! En cuanto a mí, no soy tan sentimental con respecto a las mujeres bonitas. Ahora cuénteme su visita a la vieja generación.

El señor Entwhistle le relató su conversación con Maude y Timoteo, y Poirot resumió:

—¿Así que la señora Abernethie es un buen mecánico? Conoce bien los secretos del motor, y el señor Abernethie no está tan inválido como quiere dar a entender. Sale de paseo y, según usted, es capaz de cualquier acción violenta. También es algo ególatra y envidiaba el éxito y el carácter superior de su hermano.

—Habló de Cora con mucho afecto.

—Y ridiculizó su estúpido comentario, hecho después del funeral. ¿Qué me dice del sexto beneficiario?

—¿Elena? ¿La viuda de Leo? No sospecho de ella lo más mínimo. De todos modos, su inocencia puede probarse fácilmente. Estaba en Enderby con los tres criados de la casa.

Eh bien, amigo mío —dijo Poirot—. Seamos prácticos. ¿Qué es lo que quiere que yo haga?

—Quiero saber la verdad, Poirot.

—Sí, sí. Yo en su lugar obraría igual.

—Y usted es el hombre indicado para descubrirla. Sé que ya no se dedica a esto, pero le pido que se encargue de este caso. Éste es un asunto de negocios. Yo responderé de sus honorarios. Decídase, el dinero siempre resulta útil.

—¡No mucho, si todo se va en impuestos! Pero acepto, su problema me interesa porque no es fácil... Está todo tan confuso... Hay una cosa, amigo mío, que será mejor que la haga usted. Luego yo me ocuparé de todo, pero creo preferible que sea usted quien averigüe cuál fue el médico que atendió a Ricardo Abernethie. ¿Le conoce?

—Algo.

—¿Qué tal es?

—De mediana edad. Muy competente, y muy amigo de Ricardo.

—Entonces búsquele. Le hablará más libremente a usted que a mí. Pregúntele por la enfermedad de Abernethie. Averigüe qué medicinas tomaba cuando murió, o antes. Si le dijo que creía que le estaban envenenando. A propósito, ¿esa señorita Gilchrist está segura de que empleó ese término él día aquel cuando le oyó hablar con su hermana?

El señor Entwhistle reflexionó.

—Empleó esa palabra. Pero es de ese tipo de testigos que a menudo cambian las palabras, porque está convencida de que conoce su significado. Si Ricardo hubiera dicho que temía que alguien estuviera intentando matarle, la señorita Gilchrist pudo dar por hecho que se trataba de veneno, porque relacionó sus temores con los de una tía suya que sospechaba que le ponían veneno en la comida. Puedo volver a hablar con ella de este asunto.

—Sí. O tal vez lo haga yo. —Hizo una pausa y agregó en otro tono de voz—: ¿Se le ha ocurrido pensar que esa señorita puede correr peligro?

—Pues no —Entwhistle miróle sorprendido.

—Pues sí. Cora expuso sus sospechas el día de los funerales. La pregunta que debió hacerse el asesino es ésta: ¿Las comunicaría a alguien cuando supo que Ricardo había muerto? Y la persona más apropiada para ello es la señorita Gilchrist. Opino, mon cher, que hubiera sido mejor no dejarla sola en aquella casa.

—Creo que Susana piensa Ir.

—¡Ah! ¿La señora Banks?

—Desea recoger las cosas de Cora.

—Ya... ya... Bueno, amigo mío, haga lo que le he dicho. También puede preparar a la señora Abernethie... la viuda, de Leo, por si se me ocurriera hacerle una visita. Veremos. Desde ahora yo me ocuparé de todo.

Y Poirot se retorció el bigote con inusitada energía.