—Mi querido amigo. ¡Yo no le prestaría atención! La explicación es bien sencilla. En cierto período de su vida las mujeres se sienten ávidas de sensaciones, desequilibradas, informales, y son capaces de decir cualquier cosa. ¡Y ya sabe lo que hacen!
El señor Entwhistle se ofendió por sus ligeras suposiciones. El mismo había tenido que tratar a muchas mujeres histéricas y ansiosas de sensaciones un tanto extravagantes.
—Puede que tenga usted razón —dijo poniéndose en pie—. Por desgracia, no podemos discutirlo con ella... puesto que ha sido asesinada.
—¿Qué me dice usted...? ¿Asesinada? —el doctor Larraby parecía tener sus dudas sobre el equilibrio mental del señor Entwhistle.
—¿No lo ha leído en los periódicos? Se trata de la señora Lansquenet, que vivía en Lychett Saint Mary, de Berkshire.
—Claro... Pero no tenía idea de que fuera pariente de Ricardo Abernethie —el médico parecía sobresaltado.
Mas considerando que se había vengado de la superioridad profesional del doctor, y consciente de que desgraciadamente sus sospechas no se habían disipado con aquella visita, Entwhistle se despidió del mismo.
2
De nuevo en Enderby, el señor Entwhistle decidió hablar con Lanscombe.
Comenzó por preguntar al viejo mayordomo cuáles eran sus planes.
—La esposa del señorito Leo me ha pedido que me quede hasta que se venda la casa, y me complacerá darle ese gusto. Todos queremos mucho a la señorita —suspiró—. Si me lo permite el señor, le diré que siento que tengan que vender la casa. He estado en ella muchos años y he visto crecer a todas las señoritas y señoritos. Siempre creí que el señorito Mortimer sucedería a su padre, y que tal vez también trajera aquí una nueva familia. Estaba dispuesto que yo fuese a North Lodge cuando me jubilase. Es un lugar muy bonito, aunque pequeño... yo soñaba con tenerlo siempre limpio y ordenado, pero me imagino que ahora ya no hay que pensar en ello.
—Eso me temo, Lanscombe. Todas las posesiones deberán ser vendidas, pero con lo que ha heredado...
—¡Oh, no es que me queje, señor, y estoy muy agradecido a la generosidad del señor Abernethie! Estoy bien pagado, pero no es fácil encontrar un lugar reducido que esté en venta hoy en día, y aunque mi sobrina casada me ha pedido que vaya a vivir con ellos, bueno... no sería lo mismo que vivir dentro de esta mansión.
—Lo sé —repuso el abogado—. El mundo actual resulta algo duro para todos. Quisiera haber visto más a menudo a mi viejo amigo. ¿Cómo estuvo estos últimos meses?
—Pues no era el mismo de antes, señor, desde que murió el señorito Mortimer.
—Sí, eso le destrozó. Y como era un hombre de salud débil... Los seres delicados tienen algunas veces ocurrencias extravagantes. Me figuro que el señor Abernethie sufriría esas anomalías en sus últimas horas. ¿Hablaba de enemigos, o tal vez de que alguien quisiera hacerle daño...? Incluso pudo llegar a pensar que le ponían veneno en la comida.
El viejo Lanscombe pareció sorprendido... y disgustado.
—No recuerdo nada de eso, señor.
—Es usted un criado fiel Lanscombe —dijo Entwhistle mirándole fijamente—. Lo sé. Pero tales imaginaciones por parte del señor Abernethie serían... er... nada... un síntoma natural de algunas... er... enfermedades.
—¿Cierto señor? Sólo puedo decirle que el señor Abernethie nunca dijo nada parecido, que yo sepa.
El abogado pasó a tratar de otra cuestión.
—El señor invitó a varios miembros de su familia a permanecer unos días aquí poco antes de su fallecimiento, ¿verdad? A su sobrino, sus sobrinas y sus respectivos esposos.
—Sí, señor.
—¿Quedó satisfecho de su compañía? ¿O más bien decepcionado?
—La verdad, no sabría qué decirle, señor.
—Yo creo que sí, que lo sabe —dijo Entwhistle con amabilidad—. Lo que ocurre es que no le parece bien decirlo, pero hay veces en que uno debe violentar su propia opinión sobre lo que debe hacerse. Yo fui uno de los amigos más antiguos de su amo. Le apreciaba muchísimo. Y usted también. Lo que le pido es su opinión como hombre, no como mayordomo.
Lanscombe guardó silencio unos momentos y luego dijo sin expresión alguna:
—¿Ocurre algo anormal, señor?
—No lo sé. Espero que no. Quisiera estar seguro. ¿Es que usted ha notado algo anormal?
—Sólo desde el día del funeral, señor. Y no podría decir con exactitud lo que es. Pero la esposa del señorito Leo y la del señor Timoteo no parecían las mismas aquella noche cuando se hubieron marchado los demás.
—¿Conoce el testamento?
—Si, señor. La esposa del señorito Leo pensó que me agradarla conocerlo. A mí me parece, si me permite el comentario, un testamento muy justo.
—Sí, lo es. Partes iguales. Pero no es, según creo, el que el señor Abernethie tuvo intención de hacer después de la muerte de su hijo. ¿Querrá contestar ahora a la pregunta que le hice antes?
—Si lo considera usted solamente como una opinión personal...
—Sí, sí, ya lo he dicho.
—Mi amo, señor, quedó muy decepcionado después de la estancia del señorito Jorge... Creo que esperaba que se pareciera al señorito Mortimer. El señorito Jorge no es precisamente un dechado de perfecciones, si me permite la expresión. El esposo de la señorita Laura nunca fue del agrado de la familia y me temo que el señorito Jorge haya salido a él —Lanscombe hizo una pausa y prosiguió—: Luego las señoritas vinieron con sus esposos. La señorita Susana le cautivó enseguida... es una joven inteligente y bonita, pero según mi opinión no pudo soportar a su marido. Las jóvenes de hoy en día hacen unas elecciones muy curiosas, señor.
—¿Y la otra pareja?
—No puedo decirle gran cosa de ellos. Son un par de jóvenes agradables y bien parecidos. Creo que mi amo disfrutó teniéndolos aquí... pero no me parece... —el viejo Lanscombe vacilaba.
—¿Qué, Lanscombe?
—Pues... mi amo no tuvo nunca mucha afición a las cosas de la escena. Un día me dijo: «No puedo comprender cómo hay quien pueda dedicarse al teatro. Es una vida tonta. Parece que quita a las personas el poco sentido que tienen. Y no sé lo que hace con la moralidad de cada uno. Se pierde el sentido de la proporción.» Claro que no se refería directamente a...
—No, no. Ya comprendo. Después de esas visitas, el señor Abernethie fue a ver... primero a su hermano, y luego a su hermana, la señora Lansquenet.
—Eso no lo sé, señor. Sólo me dijo que iba a ver a su hermano y que después iría a un pueblecito llamado No-Sé-Qué-Saint Mary.
—Eso es. ¿Recuerda algo que dijera a su vuelta sobre estas visitas?
—La verdad, no recuerdo nada... directo sobre el particular. Estaba contento de haber vuelto. El viajar y permanecer en casas extrañas le fatigaba mucho... Eso fue lo que me dijo.
—¿Nada más? ¿No habló de ninguno de ellos? ¿No recuerda nada?
Lanscombe frunció el ceño.
—El señor solía... bueno... murmurar, ya me comprende usted... hablaba conmigo, y no obstante se dirigía más a sí mismo... y apenas se daba cuenta de que yo estaba allí... porque me conocía muy bien...
—Le conocía y confiaba en usted.
—Pero mis recuerdos son muy vagos en cuanto a lo que dijo... Algo acerca de que no podía imaginar lo que había hecho con su dinero... me figuré que se refería al señor Timoteo. Y luego: «Las mujeres pueden darnos noventa y nueve pruebas distintas de su estupidez y una entre cien de su inteligencia.» Oh, sí, y además: «Sólo puede decirse lo que pensamos realmente a los de nuestra generación. Ellos no piensan que imaginamos cosas como los jóvenes.» Y más tarde dijo... pero no sé a qué se refería: «No es muy agradable tener que preparar trampas a la gente, pero un veo qué otra cosa puedo hacer.» Es posible que estuviera pensando en el segundo jardinero... debido a que habían desaparecido algunos melocotones.