Выбрать главу

La señora viuda del señorito Leo, no... ella era distinta. Desde que se casó con él habían estado algunas veces en la casa. Era muy agradable y una verdadera señora. Vestía adecuadamente, sabía peinarse y daba la impresión de lo que era en realidad. Su amo siempre la quiso. Lástima que no hubieran tenido hijos...

Lanscombe dio un respingo; ¿qué estaba haciendo allí parado, soñando en tiempos pasados, con tanto como había por hacer? Ya estaban levantadas todas las persianas de la planta baja y ordenó a Juanita que subiera a disponer los dormitorios. Juanita, la cocinera y él, habían asistido ya a los funerales, pero en vez de ir al cementerio habían regresado a la casa para disponer la comida. Naturalmente, tendría que ser un lunch frío. Jamón, pollo, lengua y ensalada, y como postres tarta de manzana y limonada. Primero, sopa caliente... Sería mejor que fuese a ver lo que Marjorie había preparado, porque no tardarían más de uno o dos minutos en llegar.

Lanscombe emprendió un trotecillo arrastrando los pies. Su mirada abstraída se detuvo unos instantes en el retrato que estaba sobre la chimenea... el compañero del de la salita verde, Era una bella pintura reproduciendo raso y perlas, pero el ser humano que recubrían no era muy impresionante. Facciones suaves, boca de niña y el cabello partido sobre la frente. Una mujer modesta y sencilla. La única cosa digna de mención respecto a la esposa de Cornelio Abernethie había sido su nombre: Coralia.

Después de sesenta años de existencia, los parches para callos y otros preparados para los pies «Coral» seguían manteniendo su prestigio. Nadie podía decir que los parches «Coral» tuvieran nada de extraordinario... pero habían conseguido ganar el favor del público. Y gracias a ellos había surgido aquel palacio neogótico, sus jardines, y el dinero para pagar la renta de siete hijos e hijas y que permitió a Ricardo Abernethie morir rico tres días atrás.

2

Husmeó en la cocina dando consejos a Marjorie, la cocinera, que le replicó de mal talante. Marjorie era joven, sólo contaba veintisiete años, y constituía una constante irritación para Lanscombe por estar tan lejos del concepto que él tenía de las cocineras. Carecía de dignidad y no apreciaba la posición de Lanscombe en la mansión. Con frecuencia hablaba de la casa llamándola «viejo mausoleo» y se quejaba de la gran extensión de la cocina y despensa, diciendo que se «necesitaba caminar todo un día para recorrerla». Llevaba dos años en Enderby y no se había despedido porque, en primer lugar, ganaba un buen sueldo, y en segundo, porque el señor Abernethie apreció siempre sus dotes culinarias. Cocinaba muy bien. Juanita, que estaba de pie junto a la mesa de la cocina tomando una taza de té, era una anciana doncella, que a pesar de que disfrutaba discutiendo agriamente con Lanscombe, siempre estaba de su parte y en contra de la joven generación representada por Marjorie. La cuarta persona que se hallaba en la cocina era la señora Jenks, quien «acudía» a prestar ayuda cuando la necesitaban y que había disfrutado mucho en el funeral.

—Ha resultado precioso —dijo mientras volvía a llenarse la taza—. Noventa coches, la iglesia estaba completamente llena, y el rector ha leído muy bien el oficio. Además ha hecho un tiempo magnífico. Ah, pobre señor Abernethie, no quedan muchas personas como él en el mundo. Todos le respetaban.

Se oyó sonar una bocina y el ruido de un coche que avanzaba por la avenida. La señora Jenks, dejando su taza, exclamó:

—Ya están aquí.

Marjorie encendió el mechero de gas bajo la gran olla llena de caldo de pollo. El gran horno de los días de grandeza victoriana permanecía frío e inútil como un yerto símbolo del pasado.

Los automóviles se fueron deteniendo uno tras otro, y las personas vestidas de negro que se apeaban iban entrando en el vestíbulo y en el salón verde. En la chimenea ardía un buen fuego, como tributo a los primeros fríos otoñales y al que proporciona el permanecer inmóvil largo rato en una iglesia.

Lanscombe entró en la estancia con una bandeja de plata con copas de jerez, que fue ofrecido a los allí reunidos.

El señor Entwhistle, el socio más antiguo de la renombrada firma Bollard, Entwhistle, Entwhistle y Bollard, estaba calentándose de espaldas a la chimenea. Aceptó la copa de jerez y contempló a la asamblea con su astuta mirada de abogado. No los conocía a todos, y viose en la necesidad de ir clasificándolos, por así decir. Las presentaciones hechas antes de salir para la iglesia, fueron superficiales y apresuradas.

Fijándose primero en Lanscombe, el señor Entwhistle díjose para sus adentros:

«¡Cómo le tiembla el pulso, pobre viejo! No me extrañaría que estuviera cerca de los noventa. Bueno, ahora entrará en posesión de esa pequeña renta. No tendrá que preocuparse de nada. Es un alma sencilla. Hoy en día no hay nada como el servicio antiguo. ¡Interinas y niñeras por horas, Dios nos ayude! ¡Qué mundo éste! Tal vez el pobre Ricardo no haya perdido gran cosa. No tenía muchas cosas por las que vivir.»

El señor Entwhistle, con sus setenta y dos años, consideraba que Ricardo Abernethie, al morir a los sesenta y ocho, lo hizo antes de tiempo. Se había retirado de los negocios hacía dos años, pero como ejecutor de la última voluntad de Ricardo Abernethie y en atención a uno de sus más antiguos clientes, que a su vez era amigo personal, hizo el viaje al Norte para asistir a los funerales.

Considerando en su mente las disposiciones del testamento, fue haciendo un repaso de los miembros de la familia.

A Elena, la viuda de Leo, la conocía muy bien, claro está. Una mujer encantadora, por la que sentía aprecio y respeto. Sus ojos la contemplaban aprobadoramente. Se hallaba de pie junto a una de las ventanas. El luto le sentaba muy bien y hacía resaltar su bonita figura. Le agradaban su impecable corte de cara, sus cabellos plateados en las sienes y sus ojos, que en otros tiempos tuvieron el color de las azulinas y que todavía seguían siendo muy azules.

¿Cuántos años tendría Elena? Unos cincuenta y uno o cincuenta y dos. Era extraño que no hubiera vuelto a casarse después de la muerte de Leo. Era un mujer atractiva. Ah, pero habían estado muy enamorados.

Sus ojos pasaron a contemplar a la esposa de Timoteo. No la conocía muy bien. El negro no la favorecía... Era una mujer muy sensata y capaz. Siempre fue una buena esposa para Timoteo. Preocupándose por su salud, probablemente algo más de lo debido. ¿Es que en realidad le ocurría algo a Timoteo? Sólo era un hipocondríaco, según sospechaba el señor Entwhistle. También lo sospechó Ricardo Abernethie.

—De pequeño tuvo el pecho delicado —había dicho—. Pero apuesto a que ahora está perfectamente. Oh, claro que todos tenemos nuestras aficiones, y Timoteo se absorbe y se preocupa sólo por su salud. ¿Lo habrá comprendido su esposa? Es probable que sí, pero las mujeres nunca admiten esta clase de cosas. Timoteo debe sentirse muy a gusto. Nunca ha sido un derrochador. No obstante, lo que tenga de más no le irá mal en estos días de restricciones. Es probable que haya tenido que reducir bastante su tren de vida después de la guerra.

El señor Entwhistle dedicó seguidamente su atención a Jorge Crossfield, el hijo de Laura. Laura se había casado con un sujeto de quien nadie sabía gran cosa. Un corredor de Bolsa, según él mismo se llamaba. El joven Jorge estaba empleado en la oficina de un procurador... de no muy buena fama. Era bien parecido... pero había cierto artificio en su persona. No debía contar con mucho para vivir. Laura había sido muy tonta al hacer sus inversiones, y casi no dejó nada a su muerte, acaecida cinco años atrás. Fue una joven bonita y romántica, pero sin ningún sentido práctico.