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Mas el señor Entwhistle no creía que Ricardo Abernethie hubiera hablado pensando en el jardinero.

Luego de hacerle algunas preguntas más, dejó marchar a Lanscombe, y reflexionó sobre lo que acababa de decir. Nada en realidad... es decir, nada que no hubiera deducido antes. No obstante, había ciertos puntos sugestivos. No era a su cuñada Maude sino a Cora a quien se refirió cuando hizo un comentarlo sobre la estupidez y la inteligencia de las mujeres. Y fue a ella quien confió sus «imaginaciones». Y habló de preparar una trampa. ¿Para quién?

3

El señor Entwhistle había meditado mucho sobre lo que debía decirle a Elena. Al fin resolvió contárselo todo.

Primero le dio las gracias por haber cuidado de recoger las cosas de Ricardo y de disponer ciertos arreglos de orden doméstico. La casa había sido puesta en venta y había ya uno o dos posibles compradores.

—¿Son compradores particulares?

—Me temo que no. La Y.W.C.A.[1] quiere verla. Se trata de un club de gente joven. Y los socios del Trust Jefferson andan buscando un lugar donde instalarse.

—Es una lástima que no sea para habitarla, pero, naturalmente, hoy día no es una cosa muy factible.

—Voy a pedirle a usted que si le es posible se quede aquí hasta que sea vendida la casa. ¿O le supondrá mucha molestia?

—No... De momento me viene muy bien. No quiero ir a Chipre hasta mayo, y prefiero quedarme aquí a ir a Londres, como tenía planeado. Adoro esta casa; ya lo sabe usted. Leo también la apreciaba mucho y aquí siempre fuimos felices.

—Existe otra razón para que le quede agradecido si decide quedarse. Hay un amigo mío, un hombre llamado Hércules Poirot...

Elena dijo extrañada:

—¿Hércules Poirot? Pero entonces..., ¿usted cree?

—¿Le conoce usted?

—Sí. Algunos amigos míos... Pero suponía que había muerto hace ya tiempo.

—Pues está tan vivo. No es que sea joven, claro que no lo es.

—No, no puede serlo mucho —habló mecánicamente; su rostro estaba pálido y tenso. Haciendo un esfuerzo agregó con voz meliflua:

—¿Usted cree... que Cora tuvo razón? ¿Que Ricardo fue... asesinado?

Entwhistle se desahogó con ella. Era un placer confiarse a Elena, tan inteligente y reposada.

Cuando hubo concluido, ella dijo:

—Parece fantástico... pero no lo es. Maude y yo, aquella noche, después del funeral, no pensábamos en otra cosa, estoy segura. Diciéndonos interiormente lo tonta que era Cora... y, sin embargo, seguíamos intranquilas. Y luego... Cora fue asesinada... y me dije que era mera coincidencia... Y claro que puede serlo... Pero si pudiéramos estar seguros... Es todo tan difícil...

—Sí, es difícil; pero Poirot es un hombre de gran originalidad y posee una fuerza intelectual extraordinaria. Comprende perfectamente lo que necesitamos: convencernos de que todo es una pesadilla.

—¿Y si no lo fuera?

—¿Por qué lo dice? —quiso saber el abogado.

—No lo sé. He estado intranquila... No sólo por lo que dijo Cora aquel día... sino por algo más. Algo que encontré extraño en aquella ocasión.

—¿Extraño? ¿Qué fue?

—Eso es precisamente lo que no sé.

—¿Se refiere a alguna de las personas que estuvieron presentes?

—Sí..., sí..., algo así. Mas no sé ni quién ni el qué... Oh, parece tan absurdo...

—En absoluto. Es Interesante..., muy interesante. Usted no es tonta, Elena. Si usted notó algo, ese algo interesa.

—Sí, pero no recuerdo lo que fue. Cuando más lo pienso, más...

- No se esfuerce. Es un error hacerlo para tratar de recordar. Déjelo. Más pronto o más tarde acudirá a su mente. Y cuando esto ocurra... comuníquemelo... en seguida.

Capítulo IX

La señorita Gilchrist se puso un sombrero de fieltro que recogía sus cabellos grises. La vista de la causa estaba señalada para las doce, y apenas si eran las once y veinte. Su traje de chaqueta gris era muy lindo, pensó. Se había comprado una blusa negra. Hubiera querido vestir enteramente de negro, pero ello estaba más allá de sus posibilidades. Su pequeño dormitorio tenía las paredes cubiertas de reproducciones del puerto de Brixham, la herrería de Cockington, las ensenadas de Anstey y Kyance, el puerto de Polflexan, la bahía de Babbacombe, etc., todas firmadas por Cora Lansquenet. Sus ojos se posaron con particular afecto en el puerto de Polflexan. Sobre la cómoda una fotografía descolorida cuidadosamente enmarcada representaba su antiguo salón de té «El Sauce». La señorita Gilchrist suspiró contemplándolo con arrobo.

El sonido del timbre de la puerta la sacó de su abstracción.

—¡Dios mío!—murmuró—. ¿Quién será ahora?

Salió de su habitación y se dispuso a bajar la escalera. El timbre volvió a sonar y además golpearon la puerta.

Por alguna extraña razón, la señorita Gilchrist se puso nerviosa. Sus pasos se hicieron más lentos, pero al fin se dirigió a la puerta de mala gana, reprendiéndose interiormente por ser tan tonta.

Una joven vestida elegantemente de negro y con un maletín en la mano, estaba en el porche. Al notar la expresión asustada, de la señorita Gilchrist apresuróse a decir:

—¿Es usted la señorita Gilchrist? Soy la sobrina de la señora Lansquenet... Susana Banks.

—Oh, sí, claro. No lo sabía. Entre, señora Banks. Cuidado; aquí el suelo queda un poquito más alto... Sí, pase por aquí. Ignoraba que pensase venir para el juicio. Hubiera tenido algo preparado... un poco de café... o alguna otra cosa.

Susana Banks repuso rápidamente:

—No quiero tomar nada. Lamento haberla asustado.

—Sí que me asustó en cierto modo. Soy muy tonta. No acostumbro a dejarme llevar de los nervios. A decir verdad, le dije al abogado que no era miedosa, y que no me importaba quedarme aquí sola; y la verdad, no lo soy. Sólo que... tal vez sea por el juicio y... por pensar tantas cosas... pero el caso es que he estado saltando toda la mañana. Hará una media hora que llamaron y apenas podía decidirme a abrir... lo cual es una estupidez, porque no es probable que un asesino vuelva al mismo sitio donde cometió el crimen... ¿y para qué iba a volver...? Y era una monja pidiendo limosna para un orfelinato. Me sentí tan aliviada que le di dos chelines, aunque yo no soy muy caritativa. Pero siéntese, por favor, señora..., señora...

—Banks.

—Sí, claro, Banks. ¿Ha venido en tren?

—No, en automóvil. El camino era tan estrecho que dejé el coche en una cantera que encontré. No me atreví a seguir adelante.

—Sí, el camino es muy estrecho. Apenas pasan coches por aquí. Es una carretera bastante solitaria.

La señorita Gilchrist estremecióse un tanto al decir las últimas palabras.

Susana Banks estaba contemplando la habitación.

—¡Pobre tía Cora! —dijo—. ¿Sabe? Me ha dejado todo lo que tenía.

—Sí, ya lo sé. Me lo dijo el señor Entwhistle. Espero que le guste el mobiliario. Tengo entendido que es usted recién casada, y ahora están muy caros los muebles.

—No necesitó ningún mueble —dijo—. Ya tengo los míos. Los llevaré a una subasta... a menos que..., ¿hay alguno que quiera usted? Tendré mucho gusto...

Se detuvo con cierto reparo, pero la señorita Gilchrist estaba radiante.

—Oh, señora Banks, es usted muy amable..., sí, muy amable. No sabe cómo aprecio su delicadeza, pero yo también tengo mis cosas. Las dejé en un guardamuebles por si algún día pudiera necesitarlas. También tengo algunas pinturas que me dejó mi padre. Tuve un saloncito de té, ¿sabe...?, pero cuando vino la guerra... fue una verdadera desgracia. Mas no lo vendí todo, porque esperaba volver a tener algún día mi casita y por eso puse lo mejor en un almacén con los cuadros de mi padre y algunas reliquias de nuestra casa. Pero me gustaría mucho, si de verdad no le importa, tener la mesita de té de la querida señora Lansquenet. ¡Es tan bonita...!