Susana contemplando con un estremecimiento la mesita pintada de verde con grandes crisantemos rojos, dijo que estaba encantada de poder cedérsela.
—Muchísimas gracias, señora Banks. Me siento avergonzada. Me ha dejado todas sus hermosas pinturas y un broche de amatistas; pero creo que debiera devolvérselo a usted.
—No, no; de ninguna manera.
—¿Quiere ver sus cosas? ¿Tal vez después de que se celebre el juicio?
—Creo que me quedaré aquí un par de días. Así podré verlo todo tranquilamente y recogerlo.
—¿Quiere decir que se quedará usted en esta casa a dormir?
—Sí. ¿Hay algún inconveniente?
—Oh, no, señora Banks, desde luego que no. Pondré sábanas limpias en mi cama, y yo puedo dormir muy bien aquí, en el sofá.
—Pero..., ¿y la habitación de tía Cora? ¿No puedo dormir allí?
—¿No... no le importará?
—¿Lo dice porque murió allí? Oh, no, no me importa. Soy muy valiente. ¿Está... quiero decir... la han arreglado?
—Oh, sí, señora Banks. Enviaron todas las mantas a lavar y la señora Panter y yo limpiamos toda la habitación escrupulosamente. Hay mantas de sobra. Pero venga a verla usted misma.
La acompañó al piso de arriba.
El dormitorio donde Cora Lansquenet había muerto asesinada era una habitación clara, alegre y nada siniestra. Al igual que la salita, contenía una mezcla de muebles útiles y modernos, y antiguos y recargados, y era una muestra de la despreocupada personalidad de Cora. Sobre la chimenea había un cuadro al óleo representando una joven en el momento de entrar en el baño.
Susana la contemplaba con gesto de desagrado mientras la señorita Gilchrist decía:
—Lo pintó el esposo dé la señora Lansquenet. Hay muchos más abajo, en el comedor.
—¡Qué horrible!
—Bueno, a mí no me interesa mucho ese estilo de pintura... pero la señora Lansquenet estaba muy orgullosa de su marido como artista y pensaba que no sabían apreciar su trabajo.
—¿Dónde están las pinturas de tía Cora?
—En mi habitación. ¿Le gustaría verlas?
Y la señorita Gilchrist le enseñó sus tesoros con orgullo.
Susana le hizo observar que tía Cora parecía haber sentido predilección por los temas marítimos.
—¡Oh, sí! Vivió muchos años con su esposo en un pueblecito pesquero de Bretaña.
—Evidentemente —murmuró Susana mientras pensaba que de las pinturas de Cora Lansquenet pudiera hacerse tal vez una serie completa de postales, pues eran muy detallistas y de alegre colorido. Y tuvo la sospecha de que pudieran haber sido sacadas de... postales.
Pero cuando expuso esta opinión provocó el enojo de la señorita Gilchrist. ¡La señora Lansquenet siempre pintaba del natural!
Miró su reloj y Susana apresuróse a decir:
—Si, tenemos que ir al Juzgado. ¿Queda lejos...? ¿Quiere que vaya a buscar el coche?
La señorita Gilchrist le aseguró que andando sólo tardarían cinco minutos. Salieron juntas. El señor Entwhistle, que acababa de llegar en tren, las encontró y se dispuso a acompañarlas.
Al parecer había muchos extraños. La vista no fue sensacional. Verificóse la prueba de identificación del cadáver, y fue leído el informe médico sobre la naturaleza de las heridas que causaron la muerte a la señora Lansquenet. No había señales de lucha. Probablemente Cora se hallaba bajo los efectos de un narcótico cuando fue atacada y debieron sorprenderla cuando estaba sin conocimiento. La muerte no debió producirse después de las cuatro y media. La hora más aproximada era entre las dos y las cuatro y media. La señorita Gilchrist declaró haber descubierto el cadáver. Un policía y el inspector Morton declararon a su vez. El Jurado no vaciló en cuanto al veredicto: Asesinato cometido por persona o personas desconocidas.
Había terminado. Volvieron a salir a la luz del sol. Varias cámaras fotográficas hicieron funcionar su flash. El señor Entwhistle acompañó a Susana y a la señorita Gilchrist a «Las Armas del Rey», donde había tenido la precaución de encargar que les preparasen una comida, que fue servida en un reservado que dicho establecimiento tenía detrás del bar.
—Me temo que no sea una gran cosa —dijo disculpándose.
Pero resultó excelente. La señorita Gilchrist lloriqueó un poco, murmurando: «¡Fue tan horrible!», pero luego se animó y se dispuso a despachar con gran apetito su plato de estofado a la irlandesa, después de que el señor Entwhistle le hizo ingerir una copa de jerez.
—No sabia que pensaba venir hoy, Susana —dijo el abogado a la joven—. Hubiéramos podido venir juntos.
—Ya sé que le dije que no, pero me pareció mal que no estuviera presente alguien de la familia. Telefoneé a Jorge y me dijo que estaba muy ocupado y que no le era posible venir. Rosamunda tenía que ensayar y tío Timoteo está inválido; así que no tuve más remedio que venir yo.
—¿No la ha acompañado su esposo?
—Greg fue a la tienda.
Y al ver la sorpresa reflejada en los ojos de la señorita Gilchrist, Susana explicó:
—Mi esposo trabaja en una droguería.
Un esposo que se dedicara a la venta al por menor no cuadraba, según opinión de la solterona, con la elegancia de Susana, pero dijo valientemente:
—¡Oh, sí!, como Keats.
—Greg no es poeta —replicó Susana—. Hemos hecho grandes planes para el futuro... Pensamos poner un doble establecimiento. Salón de belleza y perfumería, y un laboratorio para los preparados especiales.
—Eso será mucho mejor—dijo la señorita Gilchrist—, Algo como lo de Elizabeth Arden, que en realidad es una condesa, según me han dicho... o ¿es Elena Rubinstein? De todos modos —agregó con amabilidad—, un laboratorio no es una tienda vulgar..., como por ejemplo un colmado o una pescadería.
—Usted tuvo un salón de té, ¿verdad que fue eso lo que me dijo?
—Sí, desde luego.
El rostro de la solterona se iluminó. Nunca había pensado que «El Sauce» también era un comercio. Para ella el tener un salón de té era la esencia de la distinción, y comenzó a contarle a Susana cosas de «El Sauce».
El señor Entwhistle, que ya había oído aquello en otra ocasión, dejó que sus pensamientos siguieran otro curso. Cuando Susana le hubo interpelado dos veces sin obtener respuesta se apresuró a disculparse.
—Perdóneme, querida. A decir verdad, estaba pensando en su tío Timoteo. Estoy algo preocupado.
—¿Por tío Timoteo? Yo, de usted, no lo estaría. No creo que le ocurra nada de cuidado. Sólo es un hipocondríaco.
—Sí..., sí, es posible que tenga usted razón. Pero confieso que no es su salud lo que me preocupa. Es su esposa. Al parecer se cayó por la escalera y se ha torcido un tobillo. Tiene que permanecer echada y su tío está de un humor terrible.
—¿Porque ahora tendrá que cuidarla? Esto le hará bien —dijo la joven.
—Sí..., sí. Pero, y su pobre tía, ¿conseguirá que la cuiden? Esa es la cuestión. Y como no tiene servicio...
—La vida es un verdadero infierno para las personas mayores —dijo Susana—. Viven en una especie de casa solariega estilo georgiano, ¿verdad?
El señor Entwhistle asintió con la cabeza.
Salieron con algo de temor de «Las Armas del Rey», pero los fotógrafos ya se habían ido.
Un par de periodistas aguardaban a Susana junto a la puerta de la casita. Con ayuda del señor Entwhistle les dijo algunas palabras que no la comprometían, y luego entró en la casa con la señorita Gilchrist, mientras el abogado regresaba a «Las Armas del Rey», donde había reservado una habitación. Los funerales iban a tener lugar al día siguiente.
—Mi coche todavía está en la cantera —dijo Susana—. Lo había olvidado. Más tarde lo llevaré al pueblo.
La señorita Gilchrist comentó con ansiedad.
—No demasiado tarde. No irá a salir después de anochecido, ¿verdad?