Susana se echó a reír.
—¿No creerá que todavía anda por aquí el asesino?
—No... no, me figuro que no —la solterona pareció avergonzada.
«Pero eso es exactamente lo que cree», pensó Susana.
La señorita Gilchrist había desaparecido en dirección a la cocina.
—Estoy segura de que querrá tomar el té. ¿Le parece bien dentro de media, hora, señora Banks?
—Cuando usted quiera, señorita Gilchrist.
Comenzó a dejarse oír el tintinear de los útiles de cocina y Susana se dirigió a la salita. Sólo habían transcurrido unos pocos minutos cuando sonó el timbre de la puerta, seguido de unos golpecitos sobre la madera.
Susana salió al vestíbulo y la señorita Gilchrist hizo aparición en la puerta de la cocina, secándose las manos en el delantal.
—¡Oh, Dios mío! ¿Quién cree usted que puede ser?
—Me figuro que más periodistas —replicó Susana.
—|0h, válgame Dios! Qué molesto para usted, señora Banks.
—Bueno, no importa. Los atenderé.
—Estaba haciendo unos bollitos para el té.
Susana dirigióse a la puerta principal, y la señorita Gilchrist quedó sin saber que hacer. Susana se preguntaba si no creería que iba a encontrar a un hombre armado con un hacha al otro lado de la puerta.
El visitante resultó ser un anciano que se quitó el sombrero cuando vio a Susana, a la que saludó mirándola con aire paternal.
—¿La señora Banks?
—Sí, soy yo.
—Mi nombre es Guthrie... Alejandro Guthrie. Era amigo... un viejo amigo de la señora Lansquenet. Usted, según creo, es su sobrina, de soltera la señorita Susana Abernethie.
—Exacto.
—Entonces, puesto que ya sabemos quiénes somos, ¿puedo pasar?
—Claro que sí.
El señor Guthrie restregó las suelas de sus zapatos en el felpudo, y una vez en el vestíbulo, se quitó el abrigo, que dejó con el sombrero sobre un arcón de madera de roble y siguió a Susana a la salita.
—Esta es una ocasión triste —dijo aquel caballero, que más bien parecía predispuesto a la risa—. Sí, muy triste. Me encontraba casualmente viajando por esta parte del país, y pensé que lo menos que podía hacer era asistir a la vista... y al funeral, naturalmente. Pobre Cora... la pobre y tonta Cora. Yo la conocía, mi querida señora Banks, desde los primeros días de su matrimonio. Una muchacha muy alegre... que tomaba el arte muy en serio... y también a Pedro Lansquenet..., quiero decir, como artista. Considerando todas las cosas, no fue tan mal marido. Era un pobre perdido, no sé si me comprende usted, un perdido... Pero por fortuna, Cora lo tomaba como parte de su temperamento artístico. ¡Era un artista y además un inmoral! En resumen, no estoy seguro de que ella averiguara más: era un inmoral y por eso tenía que ser un artista. La pobre Cora carecía de sentido artístico... aunque en otros aspectos, puedo asegurarles que tenía mucho sentido común... Sí... era muy inteligente.
—Eso es lo que dice todo el mundo —expresó Susana—. Yo no la conocía.
—¿No? Se separó de su familia porque no apreciaban a su precioso Pedro. Nunca fue bonita..., pero tenía algo. ¡Era una buena compañera! Nunca se sabía lo que iba a decir ni si su ingenuidad era auténtica o fingida. Nos hacía reír de lo lindo. La niña eterna... Y la verdad, la última vez que la vi, pues seguía viéndola de vez en cuando desde la muerte de Pedro, me sorprendió que todavía se comportara como una chiquilla con sus genialidades y travesuras.
Susana le ofreció un cigarrillo, pero el anciano movió la cabeza.
—No, gracias, querida. No fumo. Debe usted preguntarse a qué habré venido. A decir verdad, sentí remordimientos. Prometí a Cora venir a verla semanas atrás. Solía visitarla una vez al año, y últimamente había tomado la costumbre de comprar cuadros en las subastas, quería que yo los viera. Soy crítico de arte. Claro que la mayoría de sus adquisiciones eran horribles, pero en conjunto no es mal negocio. Las pinturas apenas cuestan nada en las subastas de los pueblos y los marcos ya valen más de lo que se paga por el cuadro completo. Claro que toda compra importante la hacen los expertos, y no es probable adquirir obras maestras, pero el otro día un pequeño Cuyp fue adjudicado por unas pocas libras en una subasta de una aldea. La historia es muy interesante. Fue entregado a una anciana niñera por la familia a quien sirviera fielmente muchos años... y que no tenía ni idea de su valor. La niñera se lo dio al sobrino de un granjero, a quien le gustaba el caballo allí representado. Sí, sí, algunas veces suceden estas cosas. Cora estaba convencida de que tenía ojo para la pintura. Y claro, no era verdad. Quiso que viniera a ver ¡un Rembrandt! que había adquirido el año pasado. ¡Un Rembrandt! ¡Ni siquiera era una copia aceptable! Pero pudo conseguir un grabado de Bartolozzi..., desgraciadamente manchado por la humedad: Lo vendí por treinta libras y eso la animó. Me escribió con gran entusiasmo sobre un cuadro de la Escuela Primitiva Italiana, que había comprado en alguna subasta, y prometí venir a verlo.
—Me figuro que debe estar ahí —dijo Susana, señalando con un gesto la pared que había a su espalda.
El señor Guthrie se levantó, se puso los lentes y fue a estudiar la pintura.
—¡Pobrecilla Cora! —dijo al fin.
—Hay muchos más —informó la joven.
El señor Guthrie procedió al lento examen de los tesoros artísticos adquiridos por la ilusionada señora Lansquenet. De vez en cuando hacía chasquear la lengua y suspiraba. Finalmente se quitó los lentes.
—El polvo es algo maravilloso, señora Banks. Da cierta pátina de romanticismo a las más horribles muestras del arte pictórico. Me temo que aquel Bartolozzi fue adquirido gracias a la suerte que acompañaba a los novatos. ¡Pobre Cora! No obstante, esto le daba un interés por la vida. Me alegra no haber tenido que desilusionarla,
—Hay algunos cuadros más en el comedor —dijo Susana—, pero creo que son todos obras de su esposo.
El señor Guthrie, estremecióse ligeramente, y alzó una mano en señal de protesta.
—No me obligue a verlos otra vez. Siempre procuré que Cora no sufriera. Era una esposa fiel... y muy enamorada. Bien, querida señora Banks, no debo entretenerla más.
—Oh, quédese a tomar el té. Creo que debe estar casi a punto.
—Es usted muy amable —El señor Guthrie volvió a sentarse en seguida.
—Iré a ver.
En la cocina, la señorita Gilchrist estaba sacando del horno la bandeja de bollitos. La tetera dejaba escapar un chorro de vapor.
—Está aquí un tal señor Guthrie y le he invitado a tomar el té.
—¿El señor Guthrie? Oh, sí, era un gran amigo de la querida señora Lansquenet. Es un celebrado crítico de arte. Qué suerte. He hecho bastantes bollitos y hay también mermelada de fresa y unos pasteles. Ahora haré el té... ya he calentado el agua. Oh, por favor, señora Banks, no lleve esa bandeja, que pesa mucho. Yo puedo llevarlo todo.
No obstante, Susana llevó la bandeja y la señorita Gilchrist la siguió con la tetera y el agua caliente, saludó al señor Guthrie y todos se sentaron.
—Bollitos calientes —dijo el señor Guthrie—. ¡Qué estupendos y qué mermelada tan deliciosa! ¡Qué diferencia hay con lo que uno compra por ahí hoy día!
La señorita Gilchrist enrojeció de placer. Los pastelillos eran excelentes, lo mismo que los bollitos, y todos hicieron honor a la merienda. El espectro de «El Sauce» los acompañó. Era evidente que la señorita Gilchrist se hallaba en su elemento.
—Bueno, muchas gracias —dijo Guthrie, aceptando el último pastel que le ofrecía la solterona—. Aunque me siento algo culpable... disfrutando de un té tan excelente donde la pobre Cora fue tan brutalmente asesinada.
—¡Oh!, pero la señora Lansquenet también hubiera querido que tomara usted un buen té —replicó la señorita Gilchrist—. Hay que conservar las fuerzas.