—Sí, sí, tal vez tenga razón. El caso es que, ya saben, uno no puede hacerse a la idea de que una de sus amigas pueda haber sido asesinada.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Susana—. Parece... fantástico.
—Y menos todavía por un maleante cualquiera que entra de improviso para atacarla. Yo puedo imaginar ciertas razones por las que la pobre Cora pudo haber sido asesinada...
Susana intervino rápidamente.
—¿Es posible? ¿Qué razones?
—Pues Cora no era discreta. Nunca lo fue, y disfrutaba... ¿cómo diría yo...? demostrando lo aguda que era. Como una niña que conoce un secreto. Si Cora lograba enterarse de un secreto deseaba hablar de él, aunque hubiera prometido no hacerlo. No era capaz de contenerse.
Susana no dijo nada, ni tampoco la señorita Gilchrist, que parecía más preocupada. El crítico de arte continuó:
—Sí, un poco de arsénico en uña taza de té... eso no me hubiera sorprendido, o una caja de bombones recibida por correo... Pero un crimen tan brutal... me resulta altamente incongruente. Puede que esté equivocado, pero yo hubiera dicho que tenía bien poco para robarle. No tenía mucho dinero en la casa, ¿verdad?
—Muy poco —repuso la solterona.
—¡Ah! Andan sueltos muchos malhechores. Desde la guerra los tiempos han cambiado.
Y dándoles las más efusivas gracias por el té, se Despidió cortésmente de las dos mujeres. La señorita Gilchrist le acompañó hasta la puerta y le ayudó a ponerse el abrigo. Desde la ventana de la salita, Susana contemplaba cómo se iba alejando por el jardincillo hasta la verja.
La señorita Gilchrist volvió a entrar en la habitación con un cartelito en la mano.
—El cartero debió dejarlo mientras estábamos en el Juzgado. Lo ha echado en el buzón y había caído detrás de la puerta. Y me extraña esto..., porque, claro, esto debe ser un trozo de pastel de boda.
Y alegremente desenvolvió el paquete, apareciendo una cajita blanca atada con una cinta plateada.
—¡Y lo es! —Desató el lazo y en el interior de la caja apareció un pedazo de rico pastel con pasta de almendras y azúcar cande—. ¡Qué bueno! pero ¿quién? —Consultó la tarjeta adjunta—. Juan y María. ¿Quiénes pueden ser? ¡Qué tontería no poner los apellidos!
Susana, saliendo de su abstracción, dijo:
—A veces resulta difícil identificar a las personas que sólo utilizan su nombre de pila. El otro día recibí una postal que firmaba una tal Juana. Conozco a más de ocho Juanas... y ahora que casi siempre se utiliza el teléfono, a menudo se desconoce la letra de nuestras amistades.
La solterona iba repasando todas las Marías y Juanes que contaba entre sus amigas.
—Podría ser la hija de Dorotea... se llama María, pero no he oído decir que tuviera novio, y menos que se casara. Tal vez sea Juanita Banfield... Supongo que ya estará en edad de casarse... O la niña de Enfield... No, se llama Margarita. Ni siquiera viene la dirección. ¡Oh!, ya me acordaré...
Cogió la bandeja y se dirigió a la cocina.
Susana se puso en pie y dijo:
—Bueno, será mejor que vaya a meter el coche en alguna parte.
Y, tras decir eso, salió de la casa.
Capítulo X
Susana sacó el automóvil de la cantera donde lo dejara para llevarlo al pueblo. Había un poste de gasolina, pero ningún garaje, y le aconsejaron que fuese a «Las Armas del Rey». Allí tenían sitio para él y lo puso junto a un gran Daimler que estaba a punto de salir conducido por un chófer, y en cuyo ulterior, arrellanado en el asiento posterior, iba un anciano extranjero de grandes bigotes.
El muchacho con quien Susana estaba hablando acerca de su coche la miraba con tal atención que apenas entendía ni la mitad de lo que le decía.
Al fin le preguntó con voz atemorizada:
—Usted es su sobrina, ¿verdad?
—¿Qué?
—Es usted la sobrina de la víctima —repitió el muchacho con embeleso.
—Oh... sí... sí...
—¡Oh! Me preguntaba dónde la había visto antes.
«Es un vampiro», pensó Susana mientras regresaba a la casita.
La señorita Gilchrist la recibió con estas palabras:
—Ya está usted de vuelta, sana y salva —dichas con tal alivio, que todavía la molestaron más. La solterona agregó con ansiedad—: ¿Le gustan los spaguetti? He pensado que para mañana...
—Oh, sí, cualquier cosa. No como mucho.
—La verdad es que me enorgullezco de saber hacer unos macarrones au gratin estupendos.
Su alabanza no era vana. La señorita Gilchrist era una excelente cocinera. Susana se ofreció para lavar los platos, pero la solterona, aunque complacida por su oferta, se negó, alegando que habla poco que hacer.
Al poco rato volvió a entrar en la salita con unas tazas de café. El café era menos bueno que el té, y muy flojo. La señorita Gilchrist le ofreció un pedazo de pastel de boda, que Susana rechazó.
—Es riquísimo —insistió, probándolo después de asegurarse que debía habérselo enviado «la hija de la querida Elena; ya sabía que estaba prometida para casarse, pero no pudo recordar su apellido».
Susana dejó que la señorita Gilchrist se cansase de hablar antes de iniciar el tema que le interesaba.
—Mi tío Ricardo vino aquí antes de morir, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cuándo exactamente?
—Déjeme pensar... Debió ser una, dos... casi tres semanas antes de que nos anunciaran su muerte.
—¿Parecía... enfermo?
—Pues no. Yo no diría eso precisamente. Tenía unos ademanes muy enérgicos. La señora Lansquenet se sorprendió mucho al verle. Dijo: «¡Vaya, Ricardo, después de todos estos años!» Y él repuso: «Vine a ver por mí mismo cómo te van las cosas.» La señora respondió: «Estoy muy bien.» ¿Sabe?, yo creo que estaba un poquitín ofendida porque hubiera aparecido tan de repente... después de tanto tiempo. De todas formas, el señor Abernethie le dijo: «De nada sirve el guardar antiguos rencores. Timoteo, tú y yo somos los únicos que quedamos... y con Timoteo no se puede hablar, como no sea sobre su salud. Parece que Pedro te hizo feliz, así es que yo estaba equivocado. Vamos, ¿te satisface esto?» Lo dijo de un modo muy agradable.
—¿Cuánto tiempo permaneció aquí?
—Se quedó a comer. Le hice unas cuantas chuletas de ternera.
—¿Parecían llevarse bien?
—Oh, sí.
—¿Se sorprendió tía Cora cuando... cuando murió tío Ricardo?
—Oh, sí, fue muy de repente, ¿verdad?
—Sí... de repente... Me refería a que si le sorprendió. ¿No le había comunicado lo enfermo que estaba?
—Oh... ya comprendo a lo que se refiere —La señorita Gilchrist hizo una pausa—. No, no; creo que tal vez tenga usted razón. Dijo que estaba muy envejecido... que chocheaba.
—Pero usted no lo cree.
—Bueno, no lo parecía, aunque no hablé mucho con él, naturalmente. Los dejé solos en seguida.
Susana la miró fijamente mientras pensaba: ¿Será de esas mujeres que escuchan detrás de las puertas? Honrada, sí, de eso estaba segura; no sisaría, ni abriría las cartas; pero la curiosidad puede darse aun en las personas más rectas. La señorita Gilchrist pudo considerar necesario el cortar unas flores cerca de una ventana abierta, o barrer el vestíbulo... Eso está permitido... y luego, claro, tal vez le fuera imposible evitar oír algo.
—¿No oiría usted algo de lo que hablaron? —le preguntó Susana.
Demasiada brusquedad. La señorita Gilchrist sintióse ofendida.
—¡Desde luego que no, señora Banks! ¡Nunca tuve la costumbre de escuchar detrás de las puertas!
Eso quiere decir que lo hace, pensó la joven, de otro modo se hubiera limitado a contestar: «No».
—Lo siento, señorita Gilchrist. No quise decir eso. Pero algunas veces, en estas casas tan pequeñas es inevitable oír todo lo que se habla, y ahora que ambos han muerto, es de suma importancia para la familia conocer lo que hablaron en aquella entrevista.