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—No lo creo... Pasteles, bollitos, mermelada, té... y luego la cena. No, no recuerdo nada más.

El médico comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación.

—¿Es que tiene que haber sido algo que comió? ¿Algo que estaba envenenado?

El doctor le dirigió una inquisitiva mirada y luego tomó una decisión.

—Era arsénico —le dijo.

—¿Arsénico? ¿Quiere decir que alguien le dio arsénico?

—Eso es lo que parece?

—¿No podría haberlo tomado ella? Quiero decir, deliberadamente.

—¿Suicidio? Ella dice que no. Además, si hubiera querido suicidarse no es probable que hubiera escogido ese medio. Tenía píldoras para dormir. Pudo haber tomado una dosis extra de ellas.

—¿Y no podría ser que hubiera caído arsénico por accidente en alguna cosa?

—Eso es lo que me estaba preguntando. Pero si las dos comieron las mismas cosas...

—Parece imposible... —de pronto exclamó—; ¡Pues claro, el pastel de boda!

—¿Qué es eso? ¿Pastel de boda?

Susana se lo explicó, mientras el doctor la escuchaba con suma atención.

—Qué extraño. ¿Y dice usted que no estaba segura de quién lo enviaba? ¿No ha quedado nada? ¿O por lo menos la caja en que venía?

—No lo sé. Miraré.

Buscaron juntos y por fin encontraron sobre la mesa de la cocina la cajita blanca de cartón en la que quedaban algunas migajas de pastel. El doctor las recogió con gran cuidado.

—Yo me haré cargo de esto. ¿Tiene usted idea en dónde puede estar el papel que envolvía la caja?

En eso no tuvieron suerte y Susana dijo que debía haberlo quemado en el horno.

—Usted no se marchará todavía, ¿verdad, señora Banks?

Su tono era jovial, pero hizo que Susana se sintiera intranquila.

—No, tengo que recoger las cosas de mi tía. Estaré aquí unos días.

—Bien. Comprenda. Es probable que la policía quiera hacerle algunas preguntas. ¿No conoce a nadie que... bueno... que pudiera haberle enviado esto a la señorita Gilchrist?

—La verdad, apenas la conozco desde ayer. Estuvo varios años con mi tía... Eso es todo lo que sé.

—Bien, bien. Siempre me había parecido una mujer sin importancia... completamente corriente. No de esas que tienen enemigos, por así decir..., ni nada parecido. Un pedazo de pastel de boda enviado por correo. Parece como si alguna mujer celosa... Pero ¿quién iba a sentir celos de la señorita Gilchrist? No encaja.

—No.

—Bueno, tengo que marcharme. No sé lo que le ha pasado a nuestro tranquilo Lychett Saint Mary. Primero un crimen brutal y ahora un intento de envenenamiento por correo. Es extraño que hayan sido tan seguidos.

El doctor cruzó el patio en dirección a su automóvil. La casa tenía el aire enrarecido y Susana dejó la puerta abierta, y se dispuso a volver al piso superior.

Cora Lansquenet no había sido una mujer cuidadosa o metódica. Sus cajones eran un revoltijo de las más diversas cosas: productos de belleza, cartas y pañuelos viejos, y pinceles para pintar. En uno de los cajones de ropa blanca había además algunas cartas antiguas y facturas. En otro, debajo de algunos jerseys de lana, una caja de tarjetas conteniendo dos flequillos postizos. Y otra llena de fotografías y libretas con apuntes. Susana contempló una de aquellas fotos, en la que aparecía un grupo, y que al parecer fue tomada en algún lugar de Francia varios años atrás y en la que Cora, mucho más joven y delgada, daba el brazo a un hombre larguirucho de enmarañada barba y vestido con una especie de chaqueta de pana, y que Susana tomó por Pedro Lansquenet.

Las fotografías interesaron a la joven, que las puso aparte. Luego, reuniendo todos los papeles que había encontrado, hizo con ellos un montón y comenzó a repasarlos cuidadosamente. Al cabo de un cuarto de hora tropezó con una carta. Volvía a leerla por segunda vez cuando una voz a sus espaldas le hizo proferir un grito de alarma.

—¿Qué estás haciendo aquí, Susana? Hola, ¿qué te ocurre?

Susana enrojeció, contrariada. Su grito había sido completamente involuntario y sentíase avergonzada y ansiosa de explicarse.

—¡Jorge! ¡Cómo me has asustado!

Su primo sonrió.

—Eso parece.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Pues la puerta estaba abierta y entré. Al parecer no había nadie en la planta baja, así que vine aquí. Si te refieres a cómo he venido a esta parte del mundo, te diré que llegué esta mañana para asistir al funeral.

—No te vi.

—Ese viejo autobús me jugó una mala pasada. Se le obturó el conducto de gasolina. Estuvimos luchando un rato con él, y al final pareció arreglarse solo. Entonces era ya demasiado tarde para el funeral, pero quise llegarme lo mismo. Sabía que tú estabas aquí.

Hizo una pausa y prosiguió:

—A decir verdad, te llamé por teléfono y Greg me dijo que habíais venido a tomar posesión. Pensé que tal vez pudiera echarte una mano.

—¿Es que no te necesitan en la oficina? ¿O puedes faltar siempre que quieras?

—Un funeral siempre ha sido una excusa para faltar al trabajo, y éste es auténtico. Además, un asesinato siempre fascina a la gente. De todas maneras, no voy a ir mucho por la oficina en lo sucesivo... Ahora soy un hombre de recursos. Tendré otras cosas mejores que hacer.

Se detuvo y sonrió.

—Lo mismo que Greg —concluyó.

Susana le miraba pensativa. No había tratado mucho con su primo, y cuando se encontraban siempre le pareció muy difícil de manejar.

—¿Para qué has venido en realidad, Jorge? —le preguntó.

—Tal vez para hacer un poco el detective. He estado pensando mucho acerca del último funeral al que asistimos. Ciertamente, tía Cora aquel día nos sorprendió a todos. Me he estado preguntando si fue su irreflexión y joie de vivre lo que le impulsó a hablar de aquella forma o si tenía algo en qué basarse. ¿Qué es eso que leías cuando entré?

—Es una carta que tío Ricardo escribió a Cora después de haber venido a verla.

Qué negros eran los ojos de Jorge. Creía que los tenía castaños, pero no eran pardos... y había algo impenetrable y extraño en los ojos negros... No dejaban adivinar los pensamientos que se esconden tras ellos.

—¿Dice algo interesante? —preguntó Jorge, despacio.

—No..., no es eso exactamente.

—¿Puedo leerla?

Vaciló unos momentos, pero al fin depositó la carta en su mano extendida.

Celebro haberte visto después de tantos años... Estás muy bien... Tuve un buen viaje de regreso y no llegué demasiado cansado...

Su voz cambió de pronto, se hizo más aguda:

Por favor, no digas nada a nadie de lo que te dije. Puede ser un error. Tu hermano que te quiere, Ricardo.

—¿Qué significa esto? —dijo, mirando a Susana.

—Puede significar cualquier cosa... Puede que se refiera a su salud, o tal vez a cualquier chisme sobre un amigo común.

—Sí; puede querer decir muchas cosas. No es definitivo... pero sí sugestivo... ¿Qué le dijo a Cora? ¿Lo sabe alguien?

—La señorita Gilchrist puede que lo sepa —repuso Susana pensativa—. Creo que les escuchó.

—¡Oh, sí!, su compañera. A propósito, ¿dónde está?

—En el hospital. Sufre envenenamiento producido por haber ingerido arsénico.

—¿Hablas en serio?

—Sí. Alguien le envió un trozo de pastel de boda envenenado.

Jorge se sentó en una de las butacas del dormitorio.

—Parece —dijo— que tío Ricardo no andaba, por lo visto, equivocado.

3

A la mañana siguiente el inspector Morton se presentó en la casita.

Era un hombre de mediana edad, con ligero acento pueblerino. Sus ademanes eran lentos y apacibles, pero en sus ojos brillaba la astucia.

—¿Comprende de lo que se trata, señora Banks? —le dijo—. El doctor Proctor me ha contado lo de la señorita Gilchrist. Las migas del pastel de boda que se llevó para analizar contenían arsénico.