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—¿De modo que alguien quiso envenenarla intencionadamente?

—Eso parece. La propia señorita Gilchrist no nos ha ayudado mucho. No cesa de repetir que es imposible... que nadie haría una cosa semejante. Pero alguien lo hizo. ¿Usted no podría darnos alguna luz sobre este asunto?

—No. Estoy completamente asombrada —dijo Susana—. ¿No se ha podido averiguar algo por el matasellos o la caligrafía?

—Olvida usted que el papel que envolvía la caja debió ser quemado. Y dudamos de que hubiera llegado por correo. El joven Andrés, el conductor de la camioneta de Correos, no recuerda haberlo llevado. Tiene un largo trayecto, y no puede asegurarlo...

—¿Cómo pudo ser?

—Lo más seguro, señora Banks, es que utilizaran un pedazo de papel viejo, color rojizo, que ya estuviera el nombre y la dirección de la señorita Gilchrist, y pusieran un sello usado. Luego lo depositarían en el buzón de las cartas, o detrás de la puerta para dar la impresión de que había llegado por correo. Ha sido muy buena idea la de escoger el pastel de boda. Las solteronas son sentimentales y les gusta que las recuerden. Una caja de bombones o algo parecido pudiera haber despertado sospechas.

—La señorita Gilchrist estuvo un buen rato tratando de adivinar quién se lo enviaba, pero no con recelo... como usted dice, estaba satisfecha y sí... halagada.

Agregó:

—¿Había suficiente veneno para... matarla?

—Es difícil de precisar hasta que reconozcamos el análisis definitivo. Eso depende bastante de si se lo comió todo. Parece ser que no. ¿Lo recuerda usted?

—No... no, no estoy segura. Me ofreció, pero yo no acepté. Comió algo y me dijo qué era muy bueno, pero no recuerdo si llegaría a terminarlo.

—Si no le importa, señora Banks, quisiera inspeccionar arriba.

—Suba usted.

Le siguió hasta la habitación de la señorita Gilchrist, diciendo a modo de disculpa:

—Me temo que esté todo revuelto, pero no tuve tiempo de hacer nada, con el funeral de mi tía, y luego cuando vino el doctor Proctor pensé que tal vez fuera mejor dejarlo como estaba.

—Ha hecho usted muy bien, señora Banks. No todo el mundo hubiera sido tan inteligente.

Se aproximó a la cama y metió una mano bajo la almohada. Una expresiva y triunfal sonrisa apareció en su rostro.

—Aquí está —dijo.

Un pedazo de pastel de boda apareció debajo de la almohada.

—¡Qué extraordinario! —exclamó Susana.

—¡Oh, no! No lo es. Tal vez las jóvenes de su generación no lo hagan ya. Ahora no necesitan hacer tantas cosas para casarse, pero es una antigua costumbre. Se pone un pedazo de pastel de boda debajo de la almohada y se sueña con el futuro esposo...

—Pero seguramente la señorita Gilchrist...

—No habrá querido decírnoslo, porque le dará vergüenza que se sepa que a su edad hace estas cosas; pero yo tenía el presentimiento de que lo había hecho —su rostro se ensombreció—. Y si no hubiera sido por su tontería sentimental, la señorita Gilchrist ahora no estaría con vida.

—¿Pero quién pudo haber querido matarla?

Sus ojos se encontraron con los de la joven con una mirada que la llenó de inquietud.

—¿Usted no lo sabe? —le preguntó.

—No... claro que no.

—Entonces tendremos que averiguarlo —repuso el inspector Morton.

Capítulo XII

Dos hombres de avanzada edad hallábanse sentados en una habitación cuyos muebles eran del más moderno estilo. No había ni una sola curva en aquella estancia; todo era rectilíneo. La única excepción era Hércules Poirot, que estaba lleno de ellas. Su vientre estaba suavemente redondeado, su cabeza recordaba un huevo por su forma, y las guías de su bigote curvábanse hacia arriba con extravagancia.

Mientras tomaba su vaso de jarabe, contempló pensativo al señor Goby.

Mister Goby era menudo, enjuto y encogido. Siempre fue un ser insignificante, pero en aquellos momentos parecía como si ni siquiera estuviera allí. No miraba a Poirot, porque mister Goby nunca miraba a nadie.

Las observaciones que hizo en aquellos momentos parecían dirigidas a la esquina izquierda de la chimenea.

Mister Goby era famoso por su habilidad para conseguir informes. Muy pocas personas le conocían y poquísimas utilizaban sus servicios, pero éstas eran extremadamente ricas. Tenían que serlo, puesto que mister Goby cobraba muy caro. Su especialidad era el adquirir informaciones con gran rapidez. Ahora estaba prácticamente retirado de los negocios, pero de vez en cuando «atendía» a algunos clientes antiguos. Hércules Poirot era uno de éstos.

—Tengo lo que usted deseaba —dijo mister Goby dirigiéndose a la chimenea en un susurro casi confidencial—. Envié a los muchachos. Hacen lo que pueden... pobres chicos... pero no son como los de antes. Ahora han cambiado mucho. No tienen deseos de aprender, eso es lo que les pasa. Cuando llevan un par de años en el oficio, se creen que ya han visto y hecho cuanto tenían que realizar y que ya lo saben todo.

Meneó la cabeza tristemente y dirigió su mirada a una bombilla eléctrica.

—Tiene la culpa el Gobierno —agregó—, y toda esa educación revolucionaria. Les meten ideas en la cabeza. Se atreven a darnos sus opiniones y la mayoría de ellos no piensan. Sacan todas esas cosas de los libros. Eso no va bien para nuestro negocio. Hay que traer respuestas... que es lo que necesitamos... no pensar.

Mister Goby se recostó en la butaca haciendo un guiño a la pantalla.

—¡No obstante, no debemos hablar mal del Gobierno! La verdad, no sé que haríamos sin él. Le digo que hoy día se puede entrar en todas partes con un bloc y un lápiz con tal de vestir correctamente y hablar como un locutor de radio, para preguntar a la gente los detalles más íntimos de sus vidas cotidianas, su pasado y lo que comieron el veintitrés de noviembre pasado, sólo con decir que se está haciendo una encuesta sobre los gastos de la clase media... o lo que sea; eso sí, dándoles más categoría de la que tienen, para que se sientan halagados, y nueve veces de cada diez les atenderán encantados, e incluso cuando le echen con cajas destempladas, no dudarán ni por un minuto de que no sea lo que dice que es... y que el Gobierno quiere saber realmente la vida de los ciudadanos por alguna oculta razón. Le aseguro, señor Poirot, que es el mejor medio que hemos tenido siempre; mucho mejor que fingir que hay que arreglar el contador de la luz... o el teléfono... sí, o visitarlos con unas monjitas, boy-scouts, o representantes de alguna sociedad piadosa para pedirles suscripciones... aunque también empleamos estos recursos. Sí, ¡la curiosidad del Gobierno es un don del cielo para los investigadores, y ojalá continúe!

Poirot no dijo nada. Mister Goby se había vuelto muy locuaz con los años, pero ya llegaría al grano a su debido tiempo.

—¡Ah! —dijo el hombrecillo sacando un librito de notas muy ajado, y tras humedecer su pulgar comenzó a pasar las páginas—. Aquí está. Jorge Crossfield. Empezaremos por él. Sólo los hechos concretos. Usted no desea saber cómo los he obtenido. Hace bastante tiempo que se halla bastante comprometido. Carreras de caballos, apuestas... no tiene mucho éxito con las mujeres. Va de vez en cuando a Francia y también a Montecarlo. Pasa buenas temporadas en el casino. No ha ingresado ningún cheque allí, pero tiene más dinero que el que le proporciona su empleo de corredor. No he profundizado más porque no es eso lo que le interesa, pero no tiene escrúpulos en cuanto a evadir la ley... y siendo abogado sabe cómo hacerlo. Existen algunas razones para creer que ha estado utilizando fondos que le habían sido confiados para hacer inversiones. Últimamente ha hecho algunas jugadas fuertes de bolsa bastante arriesgadas. Tuvo mala suerte. Durante tres meses ha ido mal alimentado. En la oficina se mostró preocupado e irritable. Pero desde la muerte de su tío todo ha cambiado. Está como los huevos del desayuno, si es que aún los tomamos: ¡Tostaditos de arriba!