—Mon ami —le dijo Hércules Poirot—. Realmente me sorprende cómo puede conseguir tales informes.
Los ojillos de mister Goby recorrieron toda la habitación y murmuró mirando expectante a la puerta:
—Existen ciertos medios... —y siguió consultando su libretita—: Ahora llegamos al campo. El señor Timoteo Abernethie y su esposa. Su casa está situada en un lugar muy bonito, pero necesita muchas reparaciones. Parece que viven muy estrechamente, mucho. Los impuestos, inversiones desgraciadas... El señor Abernethie disfruta estando enfermo y exagerando sus dolencias. Se queja de lo lindo y tiene a todo el mundo en vilo de un lado a otro buscándole y trayéndole cosas. Sólo toma alimentos sustanciosos, y al parecer está muy fuerte físicamente. No tienen más que una interina, y el señor Abernethie no consiente que nadie entre en sus habitaciones a menos que él haya llamado. El día anterior al funeral estuvo de muy mal humor. Le soltó unas cuantas palabrotas a la señora Jones. Apenas se desayunó, y dijo que no iba a comer nada... pues había pasado mala noche... que la cena que le dejaron preparada estaba incomible y muchas cosas más. Permaneció solo en la casa y sin ser visto por nadie desde las nueve y media de la mañana hasta el día siguiente.
—¿Y la señora Abernethie?
—Salió de Enderby en automóvil a la hora que usted dijo. Llegó a pie a un pequeño garaje de un pueblecito llamado Catchtone, explicando que su coche había sufrido una avería a un par de millas de distancia. Volvió junto al coche con un mecánico, quien tras examinarlo, dijo que había que remolcarlo y no quiso asegurarle que lo terminaría de arreglar aquel día. La dama se disgustó mucho, pero se fue a una pequeña posada, donde pidió habitación para pasar la noche, y unos bocadillos, mientras agregaba que le gustaría ver algo de los alrededores... Está cerca de los eriales... y no regresó hasta muy tarde. Mi informador dice que no le extraña: ¡Es un mesón repelente!
—¿Y las horas?
—Se tomó los bocadillos a las once. Si anduvo hasta la carretera principal que dista una milla, es posible que alcanzara el expreso de la costa sur de Wealcaster, que se detiene en Reading West. No he entrado en detalles sobre autobuses, etc. Podría haberlo hecho si usted pudiera situar el... ataque a última hora de la tarde.
—Tengo entendido que el doctor ha fijado la hora límite a las cuatro y media.
—Yo no creo que fuese ella. Parece una mujer agradable y apreciada por todos. Está muy enamorada de su marido, y le trata como a un chiquillo.
—Sí, sí, el complejo maternal.
—Es fuerte y maciza, corta leña en el bosque y a menudo acarrea grandes haces de troncos. También es bastante buena mecánica.
—Ahora iba a eso. ¿Qué es lo que le pasaba exactamente al coche?
—¿Quiere saber los detalles exactos, señor Poirot?
—Cielos, no. No entiendo de mecánica.
—Era algo difícil de localizar, y que pudo haberlo preparado alguien, con mala intención, alguien que estuviera familiarizado con la mecánica del coche.
—C'est magnifique! —dijo Poirot con amargo entusiasmo—. Todo tan a propósito, tan posible. Bon Dieu, ¿es que no podemos eliminar a nadie? ¿Y la esposa de Leo Abernethie?
—También es una señora muy agradable. El difunto Abernethie la tenía en gran estima. Fue a pasar unos quince días en su compañía antes de su fallecimiento.
—¿Después de que él fuera a Lychett Saint Mary a ver a su hermana?
—No, antes. Su renta ha mermado mucho desde la guerra. Dejó su casa por un pisito en Londres. Tiene una villa en Chipre, donde pasa parte del año. Ayuda a educar a un sobrino suyo, y también, de vez en cuando, ayuda económicamente a un par de artistas jóvenes.
—¡Ave María Purísima! —dijo Poirot cerrando los ojos—. ¿Y es completamente imposible que hubiera salido de Enderby sin que se enteraran los criados? Dígame que sí, ¡se lo suplico!
Mister Goby posó los ojos en uno de los relucientes zapatos de Poirot, murmurando:
—Lamento no poder decírselo. La señora Abernethie fue a Londres para buscar algunos trajes más y objetos personales, puesto que había acordado con el señor Entwhistle quedarse para recoger las cosas.
—Il ne manquait que ça![2] —exclamó Poirot.
Capítulo XIII
Las cejas de Hércules Poirot se alzaron cuando le presentaron la tarjeta del inspector Morton, de Berkshire.
—Hazle pasar, Jorge, hazle pasar, y trae... ¿qué es lo que prefieren los policías?
—Creo que cerveza, señor.
—¡Qué horrible! Pero muy británico. Trae cerveza.
El inspector Morton fue derecho al asunto.
—Tuve que venir a Londres —dijo—- y he conseguido hacerme con su dirección, señor Poirot. Tenía interés en hablar con usted sobre la vista del jueves.
—Entonces, ¿me vio usted allí?
—Sí. Me sorprendió, y como le digo, me sentí interesado. Usted no se acordará de mí, pero yo le recuerdo muy bien... El caso Pangbourne...
—¿Tuvo alguna relación con ese caso?
—Muy poca. Hace ya mucho tiempo de eso, pero no le he olvidado.
—¿Y me reconoció en seguida el otro día?
—No era difícil, señor —el inspector Morton reprimió una sonrisa—. Su aspecto resulta... poco corriente.
Sus ojos consideraron la perfecta pulcritud de Poirot y finalmente se detuvieron en las guías de su bigote.
—Usted estaba en una población campesina —dijo.
—Es posible, es posible —repuso Poirot, complacido.
—Me interesó saber por qué estaba usted allí. Esta clase de crímenes... robo y asalto... no suelen interesarle.
—Eso es lo que me he estado preguntando desde el principio. ¿Es que este crimen pertenece al tipo corriente?
—Sí, señor Poirot. Hay algunos factores desacostumbrados. Desde entonces hemos trabajado siguiendo la rutina. Interrogando a un par de personas, pero todo el mundo ha podido probar satisfactoriamente dónde se encontraba aquella tarde. No se trata de lo que llamamos «un crimen corriente», señor Poirot. Estamos seguros de ello. El inspector jefe está de acuerdo conmigo. Fue cometido por alguien que quiso darle esa apariencia. Pudo haber sido esa mujer llamada Gilchrist, pero no parece que existan motivos... ni razones sentimentales —Hizo una pausa.
—Así que parece que hay que mirar algo más lejos. He venido a pedirle que si puede ayudarnos. Algo debió llevarle a usted allí, señor Poirot.
—Sí, desde luego: un magnífico automóvil «Daimler», pero no fue eso sólo.
—¿Le hicieron alguna... denuncia?
—No fue precisamente eso, ni nada que pudiera considerar como prueba.
—¿Pero sí algo que pudiera constituir un indicio?
—Sí.
—Ha habido algunas revelaciones, señor Poirot.
Y con todo detalle, le contó el hallazgo del veneno en las migajas del pastel de boda.
—Ingenioso... sí, muy ingenioso —dijo Poirot tras un suspiro—. Ya le advertí al señor Entwhistle que vigilara a la señorita Gilchrist. Siempre existía la posibilidad de que la atacaran, pero debo confesar que no esperaba que utilizaran veneno; había anticipado una repetición del tema hacha. Y creí peligroso el que paseara sola por caminos poco frecuentados después de anochecido.