Los ojos del señor Entwhistle dejaron de mirar a Jorge Crossfield. ¿Cuál de las dos muchachas era aquélla? Ah, sí, Rosamunda, la hija de Geraldina, contemplando las flores de cera que estaban sobre la mesa de malaquita. Una joven bonita, más aún, hermosa... pero con un rostro bastante insulso. Se dedicaba a la escena, y estaba casada con un actor. Un muchacho de buen aspecto.
»Y lo sabe —pensó el señor Entwhistle, que no aprobaba la profesión de artista teatral—. Quisiera saber de dónde procede y cuál es su pasado.»
Y miró desaprobadoramente a Miguel Shane, de cabellos rubios y con un atractivo un tanto trasnochado.
En cambio, Susana, la hija de Gordon, hubiera tenido más éxito en la escena que Rosamunda. Tenía más personalidad. Hallábase bastante cerca de él, y pudo observarla a su gusto. Cabellos oscuros, ojos castaños, casi dorados, y una boca joven y atractiva. Junto a ella estaba su esposo, con quien acababa de casarse, ¡ayudante de laboratorio! El señor Entwhistle opinaba que las chicas no debían casarse con jóvenes que despachaban detrás de un mostrador. Pero ahora, naturalmente, se casaban con cualquiera. El químico tenía el rostro pálido y el pelo rubio, y parecía enfermo, de tan nervioso. El señor Entwhistle lo achacó a la tensión producida por tener que enfrentarse con tantos parientes de su esposa.
Siguiendo su examen le tocó por último el turno a Cora Lansquenet. Lo cual le correspondía en justicia, pues ésta fue la última hermana de Ricardo. Nació cuando su madre contaba los cincuenta y aquella débil mujer no sobrevivió a su décimo embarazo (tres niños murieron a poco de nacer). ¡Pobrecilla Cora! Durante toda su vida fue un estorbo. Se hizo alta y desgarbada, y siempre tuvo la virtud de formular observaciones que mejor hubiera hecho en reservarse. Todos sus hermanos y hermanas mayores fueron amables con ella, procurando disimular sus defectos y errores. A nadie se le ocurrió que pudiera casarse. No fue una muchacha muy atractiva, y su tendencia a dirigirse a los jóvenes, siempre daba como resultado que éstos se retirasen alarmados. Y entonces, el señor Entwhistle lo recordó con regocijo, apareció Pedro Lansquenet, medio francés, a quien conoció en una academia de Arte donde iba a aprender a pintar flores a la acuarela, cosa que hacía con bastante corrección, y anunció a su familia su intención de casarse con él. Ricardo Abernethie se opuso. No le agradó el aspecto de Pedro Lansquenet, sospechando que el joven buscaba una mujer rica. Pero mientras hacía las oportunas averiguaciones para conocer sus antecedentes, Cora se escapó con él, casándose inmediatamente. Pasaron la mayor parte de su vida matrimonial en Bretaña, Cornwall y otros lugares concurridos por los pintores. Lansquenet fue un mal pintor, y un hombre poco agradable en todos los aspectos; pero Cora le fue siempre fiel y nunca perdonó a sus familiares su actitud hacia él. Ricardo le había señalado una renta generosa, y de eso habían vivido, según opinión del señor Entwhistle. Dudaba de que Lansquenet hubiera ganado algún dinero en toda su vida. Ya hacía unos doce años o más que había fallecido. Y ahora Cora, convertida en una viuda, vestida de negro con adornos de abalorios, había regresado a la casa donde transcurrió su niñez, e iba de un lado a otro tocándolo todo y lanzando exclamaciones de placer cada vez que algún objeto le recordaba su infancia. No había dado muestras de sentir mucha pena por la muerte de su hermano, aunque no era de extrañar: Cora nunca supo fingir.
Volviendo a entrar en la habitación, Lanscombe anunció en tono apagado propio de la ocasión:
—La comida está servida.
Capítulo II
Después del delicioso caldo de pollo y de multitud de viandas frías, acompañado de un excelente chablis, el ambiente animóse un tanto. Nadie había sentido realmente el fallecimiento de Ricardo Abernethie, puesto que no les unía con él parentesco cercano. El comportamiento de todos había sido decoroso y discreto (si se exceptúa a Cora, que evidentemente se estaba divirtiendo), pero en aquel momento se dieron cuenta de que ya habían cubierto las apariencias y era hora de volver a entablar una conversación normal. El señor Entwhistle contribuyó con ello. Tenía mucha experiencia en estos casos y sabía exactamente cómo disipar la frialdad del ambiente después de un funeral.
Una vez terminada la comida, Lanscombe los invitó a pasar a la biblioteca, para tomar el café. Había llegado el momento en que los negocios... en otras palabras, el testamento... iban a ser discutidos. La biblioteca era el lugar más adecuado, con sus estanterías llenas de libros y las pesadas cortinas de terciopelo rojo. Cuando hubo servido el café, Lanscombe salió de la estancia cerrando la puerta.
Después de intercambiar algunas frases triviales, todos dirigieron sus miradas hacia el señor Entwhistle, quien miró su reloj.
—Tengo que coger el tren de las tres y media —comenzó.
Al parecer también alguien más iba a coger el mismo tren.
—Como ustedes ya saben —añadió el señor Entwhistle, soy el albacea testamentario de la voluntad de Ricardo Abernethie...
—Yo no lo sabía —le interrumpió Cora Lansquenet—. ¿De veras lo es usted? ¿Me deja algo a mí?
No era la primera vez que el señor Entwhistle observaba que Cora solía hablar viniera o no a cuento el hacerlo.
Tras dirigirle una mirada de reproche, continuó:
—Hasta hará cosa de un año el testamento de Ricardo dejaba todo a su hijo Mortimer.
—Pobre Mortimer —repuso Cora—. Eso de la parálisis infantil es horrible.
—La muerte de Mortimer, trágica e inesperada, fue un gran golpe para Ricardo. Le costó varios meses el reponerse. Yo le hice observar que era conveniente redactar un nuevo testamento.
Maude Abernethie preguntó con voz profunda:
—¿Qué hubiera sucedido de no haberlo hecho? ¿Hubiera ido todo... hubiera ido todo a manos de Timoteo... quiero decir como pariente más próximo?
El señor Entwhistle abrió la boca como para discutir la calidad del parentesco, pero pensándolo mejor, dijo crispado:
—Bajo mi consejo, Ricardo decidió hacer un nuevo testamento. No obstante, primero decidió conocer mejor a la joven generación.
—Y nos probó a todos —dijo Susana con una franca carcajada—. Primero Jorge, luego Greg y yo, después Rosamunda y Miguel.
Gregorio Banks dijo con acritud, mientras enrojecía:
—No creo que debas hablar así, Susana. ¡Probarnos!
—¿Me ha dejado algo? —repitió Cora.
El señor Entwhistle carraspeó y se expresó con frialdad manifiesta.
—Tengo intención de enviarles a todos ustedes una copia del testamento. Ahora puedo leérselo todo, si lo desean; pero la fraseología legal puede que les resultara poco comprensible. Resumiendo, viene a ser esto: aparte de cierto legado que hace a Lanscombe, que le proporcionará una renta vitalicia, el total de los bienes... muy considerable... debe ser dividido en seis partes iguales. Cuatro de las cuales una vez pagados los derechos irán a manos del hermano de Ricardo, Timoteo, de su sobrino Jorge Crossfield y de sus sobrinas Susana Banks y Rosamunda Shane. Las otras dos partes quedarán en depósito y las rentas deberán pagarse a la señora Elena Abernethie, la viuda de su hermano Leo, y a su hermana la señora Cora Lansquenet, durante toda su vida. El capital, después de su muerte, deberá ser repartido entre los cuatro beneficiarios de sus bienes.
—¡Qué bien! —dijo Cora Lansquenet con verdadera alegría—. ¡Una fortuna! ¿Y a cuánto asciende?
—Pues... ahora no puedo precisarlo con exactitud. Los gastos del entierro subirán bastante y...
—¿No puede usted darme alguna idea aproximada?
El señor Entwhistle comprendió que debía tranquilizarla.