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—¿Pero por qué supuso usted que iban a atacarla?

—El señor Entwhistle no se lo dirá, porque es abogado, y los abogados no gustan de hablar de suposiciones o deducciones construidas sobre el modo de ser de una mujer, ya muerta, o unas palabras irresponsables. Pero no le molestará que yo se lo diga... no, sino más bien se sentirá aliviado. No quiere parecer un tonto fantasioso, pero desea que usted sepa lo que pudieran, sólo pudieran, ser los hechos.

Poirot hizo una pausa mientras Jorge entraba portando un gran vaso de cerveza.

—Un refresco, inspector.

—¿No me acompaña?

—Yo no bebo cerveza, pero tomaré un vaso de jarabe cassis. Los ingleses no lo aprecian mucho, ya lo sé.

El inspector Morton miró su cerveza agradecido.

Poirot sorbió delicadamente el oscuro líquido purpurino de su copa y dijo:

—Todo esto comenzó en un funeral, o mejor dicho, para ser exacto, después del funeral.

Y gráficamente, con muchos ademanes, comenzó a relatarle la historia tal como se la contara el señor Entwhistle con todos los adornos que le sugería su naturaleza exuberante. Casi podía creerse que Hércules Poirot había sido testigo presencial de aquella escena.

El inspector Morton poseía una clara inteligencia y en seguida se hizo cargo de los detalles sobresalientes.

—¿Entonces el señor Abernethie pudo haber sido envenenado?

—Cabe esa posibilidad.

—Y el cuerpo ha sido incinerado y no existen pruebas.

—-Exacto.

—Interesante. Nosotros no podemos hacer nada. Nada, es decir, para abrir una investigación sobre la muerte de Ricardo Abernethie. Sería perder el tiempo.

—Sí.

—Pero queda esa gente, los que estaban allí... los que oyeron las palabras de Cora Lansquenet, uno de los cuales pudo haber pensado que era posible que las repitiera y con más detalles.

—Como sin duda lo hubiera hecho. Como usted dice, inspector, quedan esas personas. Y ahora, ya sabe por qué estaba yo presenciando el juicio, y por qué me intereso por este caso... Porque siempre son las personas quienes me interesan.

—Entonces el ataque a la señorita Gilchrist...

—Era de esperar. Ricardo Abernethie estuvo en la casita, habló con Cora y tal vez le indicó algún nombre. La única persona que pudo enterarse, u oír algo, fue la señorita Gilchrist. Una vez muerta Cora, el asesino es posible que volviera a sentir inquietud. ¿La otra mujer sabría algo... o todo? Claro que si el asesino es inteligente lo deja así; pero los criminales, inspector, afortunadamente para nosotros, rara vez lo son. Empiezan a pensar, se sienten intranquilos y quieren asegurarse... del todo. Están convencidos de su clarividencia, Y por eso, al final, ellos mismos se ahorcan, como usted dice.

El inspector Morton sonrió mientras Poirot proseguía:

—Este intento de hacer callar para siempre a la señorita Gilchrist es una equivocación. Porque ahora tenemos dos cosas sobre las que poder investigar. Y además la escritura de la tarjeta que acompañaba el pastel. Es una lástima que quemarán el papel.

—Sí. Pues estaríamos seguros de si llegó o no por correo.

—¿Usted tiene razones para inclinarse por esto último?

—Es sólo la opinión del cartero... que no está muy seguro. Si el paquete hubiera pasado por la estafeta de Correos del pueblo, es casi seguro de que la encargada lo hubiera visto, pero actualmente el correo llega directamente en una camioneta desde Market Keymes y el muchacho hace un gran recorrido y entrega montones de cosas. Cree que sólo llevó una carta a la casita y ningún paquete... pero no está seguro. A decir verdad, tiene algunos conflictos sentimentales y no puede pensar en otra cosa. Le he sometido a un test para comprobar su memoria, y no es de fiar. Si de verdad lo llevó él, me parece muy extraño que no lo encentrasen hasta después de la visita del señor... cómo se llama...?

—Guthrie,

—¡Ah!, el señor Guthrie —el inspector sonrió—. Sí, señor Poirot. Estamos haciendo las averiguaciones pertinentes. Después de todo sería muy sencillo llegar con el cuento de haber sido amigo de la señora Lansquenet. La señora Banks no podía saber si lo era o no, y pudo haber dejado el paquetito. No es difícil simular que un paquete ha sido enviado por correo. Con un corcho quemado puede conseguirse un buen matasellos. Se detuvo antes de agregar—: Y existen otras posibilidades.

Poirot asentía.

—¿Usted cree...?

—Jorge Crossfield estuvo por esta parte del país... pero al día siguiente. Dijo que quiso asistir al funeral, pero que tuvieron una avería por el camino. ¿Sabe usted algo de él, señor Poirot?

—Un poco. Pero no tanto como usted supone.

—Como todos, ¿verdad? Interesado por el testamento del señor Abernethie, según tengo entendido. Espero que eso no signifique tenerlos que perseguir a todos.

—Tengo recogidos algunos informes. Están a su disposición. Naturalmente, yo carezco de autoridad para interrogar a esas personas. En resumen, no daría muestras de inteligencia si lo hiciera.

—Yo también iré despacio. No quiero confundir a su pájaro tan pronto; para cuando lo haga, hacerlo bien.

—Una técnica muy eficaz. Para usted entonces la rutina... con toda la maquinaria que tiene a su disposición. Es lenta... pero segura. En cuanto a mí...

—¿Qué, señor Poirot?

—Pienso ir al Norte. Como le dije, son las personas lo que me interesa. Sí... un pequeño camouflage preparatorio... y al Norte a mi gestión. Fingiré que voy a comprar una casa en el campo para refugiados extranjeros. Seré un representante de la A.N.U.O.C.R.

—¿Y qué es la A.N.U.O.C.R.?

—La ayuda de Naciones para la Organización de Centros para Refugiados. ¿Qué le parece? No está mal, ¿verdad?

El inspector Morton sonrió.

Capítulo XIV

Hércules Poirot le decía a la malcarada Juanita:

—Muchísimas gracias. Ha sido muy amable.

Juanita, todavía con los labios crispados, abandonó la estancia. ¡Aquellos extranjeros! ¡Valientes preguntas hacían! ¡Qué impertinentes! Muy bien que fuera un especialista en estudiar las enfermedades del corazón, tales como la del señor Abernethie... Su amo había muerto tan de repente... el médico se sorprendió mucho; pero, ¿por qué tenía que meter las narices en lo que no le importaba aquel doctor extranjero?

A la viuda del señorito Leo le bastó decir:

—Haga el favor de responder a las preguntas de monsieur Pontarlier. Tiene sus buenas razones para hacerlas.

Preguntas. Siempre preguntas. Algunas veces hay que rellenar páginas enteras lo mejor que se puede... ¿Y para qué quiere el Gobierno o quienquiera que sea conocer todos los asuntos privados? Preguntan la edad, para el censo... ¡Vaya una impertinencia! Y ella tampoco la dijo. Se quitó cinco años. ¿Por qué no? Si no se sentía mayor de cincuenta y cuatro, confesaba cincuenta y cuatro.

De todas formas, monsieur Pontarlier no quiso saber su edad. Tenía cierta decencia. Sólo le preguntó sobre las medicinas que había tomado el señor, dónde las guardaban y si era posible que hubiera tomado demasiada cantidad, puesto que no estaba bien... o si se había vuelto olvidadizo. Por lo que ella recordaba, el amo supo siempre lo que hacía. También quiso saber si quedaban medicamentos en la casa. Claro que no. Luego habló de insuficiencia cardíaca... y otra palabra mucho más larga. Los médicos siempre están inventando cosas nuevas.

El sedicente médico suspiró y fue a la planta baja en busca de Lanscombe. No había sacado gran cosa de Juanita, pero ya se lo supuso. Sólo habla querido comprobar su declaración con la que dio previamente a Elena Abernethie con mucha más facilidad, ya que Juanita estaba dispuesta a admitir que la viuda de Leo tenía perfecto derecho a hacerle tales preguntas. La propia Juanita había pensado en las últimas semanas de la vida de su amo.