Sí, pensaba Poirot, podría haber confiado en la información dada por Elena, y lo hizo; pero por hábito y por naturaleza no confiaba en nadie hasta haberles probado personalmente.
De todas formas, las pruebas eran poco satisfactorias. Todo conducía al hecho de que Ricardo Abernethie estuvo tomando unas cápsulas con vitaminas que se guardaban en un frasco que estaba casi vacío en el momento del fallecimiento. Cualquiera pudo haber operado en aquellas cápsulas con una aguja hipodérmica volviéndolas a colocar en el frasco de modo que la dosis fatal fuera ingerida semanas después de que ese cualquiera hubiese abandonado la casa. O también pudo haber penetrado en la mansión el día anterior a la muerte de Ricardo Abernethie y haber sustituido una de las tabletas para dormir. O envenenar los alimentos, o las bebidas.
Hércules Poirot hizo sus propios experimentos. La puerta principal estaba cerrada, pero la lateral que daba al jardín permanecía abierta hasta la noche. A eso de la una y cuarto, cuando los jardineros habían ido a comer y el servicio estaba en el comedor, Poirot entró por la puerta del jardín y subiendo la escalera fue derecho a la habitación de Ricardo Abernethie sin tropezarse con nadie. Luego, para variar un poco, empujó una puerta y se escondió en la despensa. Pudo oír algunas voces que llegaban de la cocina, al otro extremo del pasillo; pero nadie le había visto.
Sí, era posible hacerlo. ¿Pero lo hicieron? No había nada que lo indicara. No es que Poirot estuviera buscando pruebas... sólo deseaba asegurarse de las posibilidades. El asesinato de Ricardo Abernethie podía resultar tan sólo una hipótesis. Lo que necesitaba eran pruebas para coger al culpable del crimen cometido en la persona de Cora Lansquenet. Deseaba estudiar a las personas que estuvieron reunidas el día del funeral, y formular sus propias conclusiones sobre ellas. Ya tenía su plan, pero primero quiso cruzar algunas palabras más con el viejo mayordomo.
Lanscombe mostróse cortés, pero discreto; menos resentido que Juanita, pero, sin embargo, tratando al intruso forastero con gran reserva.
Dejando a un lado la gamuza con la que limpiaba una tetera georgiana, se enderezó.
—¿Diga, señor? —dijo amablemente.
—El señor Abernethie me ha dicho que esperaba usted residir en el cobertizo que hay junto a la empalizada norte cuando se retire de su trabajo.
—Es cierto, señor. Claro que ahora todo ha cambiado. Cuando vendan la finca...
Poirot le interrumpió:
—Puede seguir siendo posible. Ya hay casitas para los jardineros. El cobertizo no es necesario ni para los inquilinos ni sus ayudantes. Pudiera hacerse algún arreglo...
—Bien, gracias por su sugerencia, señor. Pero creo que difícilmente... La mayoría de los inquilinos serán extranjeros, me figuro.
—Sí, extranjeros. Entre los que han huido del Continente para venir a este país hay algunos viejos y poco fuertes. De regresar a su patria es posible que fallecieran, compréndalo. Muchos de ellos perdieron a sus familiares. No pueden ganarse la vida aquí, como podría hacer cualquier hombre o mujer joven y fuerte. Para ayudarlos, la organización que yo represento ha ido recogiendo fondos para instalar residencias en el campo, donde albergarlos. Este lugar, según opinión, es muy adecuado. Él asunto está prácticamente resuelto.
Lanscombe suspiró.
—Compréndalo, señor. Me resulta doloroso pensar que esta casa ya no será una vivienda privada. Pero ya sé lo que ocurre hoy en día. Ninguna familia puede permitirse el lujo de vivir aquí... y no creo que las señoritas y señoritos quisieran seguir en esta casa. ¡Es tan difícil encontrar servicio! Y aun hallándolo, resulta caro y malo... Me doy perfecta cuenta de que estas magníficas mansiones han pasado a la historia —volvió a suspirar—. Si es que debe convertirse en... en una institución de alguna clase, celebro que sea para lo que usted dice. Nosotros nos libramos gracias a nuestra marina, a nuestra aviación y valientes soldados y a que nuestro país es una isla. Si Hitler llega a desembarcar aquí, no hubiera durado mucho. Mi vista ya no me permite disparar, pero hubiera utilizado una guadaña de haber sido necesario. Los desgraciados siempre han sido bien recibidos en este país, señor; éste ha sido nuestro orgullo, y continuará siéndolo.
—Gracias, Lanscombe. La muerte de su amo debe haber sido un rudo golpe para usted.
—Lo fue, señor. Había estado con el señor desde que era joven. He tenido mucha suerte en esta vida, señor. Nadie ha tenido un amo mejor.
—He estado conversando con mi amigo y... er... colega, doctor Larraby. Nos preguntábamos si su amo no pudo haber tenido algunas preocupaciones extraordinarias... o alguna entrevista desagradable... el día antes de su muerte. ¿Recuerda si recibió alguna visita aquel día?
—Creo que no, señor. No recuerdo que hubiese recibido ninguna.
—¿Nadie vino a verle por aquellas fechas?
—El vicario estuvo a tomar el té el día anterior... unas monjitas vinieron pidiendo una suscripción... y una joven llegó por la puerta de atrás con la pretensión de vender a Marjorie algunos cepillos y estropajos para limpiar cacerolas. Insistió mucho. No vino nadie más.
Una expresión preocupada había aparecido en el rostro de Lanscombe. Ya se había desahogado con el señor Entwhistle, y no iba a hacerlo también en aquella ocasión con Hércules Poirot.
Con Marjorie, en cambio, Poirot tuvo en seguida éxito. Marjorie carecía de los convencionalismos del «buen servicio». Era una cocinera de primera clase y para llegar a su corazón bastaba alabar su modo de guisar. Poirot la visitó en la cocina, y supo apreciar algunos platos con gran pericia, y Marjorie, viendo que hablaba con alguien que entendía en la materia, le recibió en el acto como si se tratara de una alma gemela a la suya. No le fue difícil averiguar exactamente lo que se ha servido la noche anterior a la muerte de Ricardo Abernethie. Marjorie, desde luego, recordaba lo ocurrido como: «La noche que hice un soufflé de chocolate falleció el señor Abernethie. Puse seis huevos que había estado ahorrando. El lechero es amigo mío. También conseguí algo de crema. Será mejor que no me pregunte cómo. Le gustó mucho al señor Abernethie.» El resto de la comida fue detalladamente relatada. Lo que sobró de la mesa fue consumido en la cocina. Con lo dispuesta a hablar que estuvo Marjorie, fue poco lo que Poirot averiguó en su entrevista.
Marchó a buscar su abrigo y un par de bufandas para protegerse del frío aire del Norte, y salió a la terraza reuniéndose con Elena Abernethie, que se hallaba cortando unas rosas tardías.
—¿Ha averiguado algo nuevo? —le preguntó.
—Nada, pero era de esperar.
—Lo sé. Desde que el señor Entwhistle me dijo que iba usted a venir, estuve haciendo averiguaciones; pero, la verdad, sin descubrir nada.
Hizo una pausa y agregó esperanzada:
—Tal vez todo sea una pesadilla.
—¿El ser atacado a hachazos?
—No, pensaba en Cora.
—Pero es en Cora en quien yo pienso. ¿Por qué tuvo alguien que matarla? El señor Entwhistle me dijo que aquel día, en el momento en que soltó su comentario, usted misma sintió que había algo extraño. ¿Qué fue?
—Bien... sí; pero no sé...
—¿Extraño, en qué sentido? ¿Inesperado, sorprendente o cómo diríamos... violento, siniestro?
—¡Oh, no, siniestro, no! Sólo algo que no era... ¡Oh, no lo sé! No lo recuerdo y no era importante.
—Pero, ¿por qué no puede recordarlo? ¿Porque otras cosas la alejaron de su mente?
—Sí..., sí, creo que tiene razón. Me figuro que fue el hecho de que mencionara un asesinato. Eso borró todo lo demás.
—¿Fue, tal vez, la reacción de alguna persona en particular ante la palabra «asesinato»?
—Tal vez... Pero no recuerdo haber mirado a nadie en particular. Todos mirábamos a Cora.
—Pudo ser algo que oyera... algo que cayó en aquellos momentos... que se rompió...
Elena frunció el ceño en su esfuerzo por concentrarse.