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—No... no lo creo...

—¡Ah!, bueno, algún día lo recordará. Y tal vez no tenga importancia. Ahora, dígame: de todos los de aquí, ¿quién conocía mejor a Cora Lansquenet?

—Supongo que Lanscombe. La recordaba de niña. La doncella, Juanita, entró cuando se acababa de marchar para casarse.

—¿Y después de Lanscombe?

—Me figuro que yo —repuso Elena pensativa—. Maude apenas la conocía.

—Entonces, considerándola como a la persona que mejor la conocía, ¿por qué cree usted que hizo semejante pregunta?

—¡Eso era muy característico en ella! —contestó.

—Lo que quiero decir es que si fue simple comentario. ¿Dejó escapar sinceramente lo que tenía en su pensamiento? ¿O trató de ser maliciosa... divirtiéndose con el asombro de todos?

—No puede estarse muy seguro de las intenciones del prójimo. Nunca supe si era una ingenua... o si se trataba de causar impresión. Eso es lo que usted quiere decir, ¿verdad?

—Sí. Estaba pensando: «Supongamos que Cora se hubiera dicho: «¡Qué divertido sería preguntar si Ricardo Abernethie murió asesinado y ver la cara que ponen todos!» Eso sería característico en ella, ¿verdad?

—Es posible. Ciertamente, poseía un sentido del humor algo infantil. ¿Pero qué diferencia habría?

—Subrayaría el hecho de que no es muy inteligente quien hace chistes sobre un asesinato —repuso Poirot con sequedad.

—¡Pobre Cora!

Poirot cambió de tema.

—¿La esposa de Timoteo Abernethie se quedó a pasar la noche después del funeral?

—Sí.

—¿Hablaron de lo que Cora había dicho?

—Sí; dijo que fue una gran atrocidad muy propia de Cora.

—¿No lo tomó en serio?

—¡Oh, no! Estoy segura de ello.

—Y usted, madame, ¿lo tomó en serio?

—Sí, señor Poirot; creo que sí.

—¿Debido a su impresión de que allí hubo algo extraño?

—Tal vez.

Aguardó... Pero al ver que no decía nada más, prosiguió :

—Hubo una constante separación durante muchos años entre la señora Lansquenet y su familia, ¿verdad?

—Sí. A ninguno nos gustaba su marido; ella se ofendió y así fuimos distanciándonos más y más.

—Y entonces, de improviso, su hermano fue a verla; ¿por qué?

—Lo ignoro... Supongo que sabría, o adivinaría, que no le quedaba mucho tiempo de vida y quiso reconciliarse... aunque en realidad no lo sé.

—¿No se lo dijo?

—¿A mí?

—Sí. Usted estaba aquí, viviendo con él, antes de que fuera a ver a Cora. ¿Ni siquiera le indicó su intención de visitarla?

—Me dijo que iba a ver a su hermano Timoteo... lo cual era cierto. No mencionó para nada a Cora. ¿Quiere que entremos? Debe ser ya hora de comer.

Caminó a su lado, llevando las flores que acababa de cortar. Cuando entraban por la puerta lateral, Poirot le dijo:

—¿Está usted segura, completamente segura, de que durante su permanencia aquí el señor Abernethie no le dijo algo sobre algún miembro de la familia que pudiera resultar revelador?

—Habla usted como un policía.

—Antes lo fui. No tengo potestad... ni derecho a interrogarla. Pero usted desea conocer la verdad. O, por lo menos, es lo que se me ha hecho creer.

Entraron en el saloncito verde; Elena dijo, con un suspiro:

—Ricardo estaba desengañado de la joven generación. Es lo que suele pasarles a los viejos. Los desacreditaba de varias maneras... pero no había nada... nada, ¿comprende?, que pudiera constituir un motivo de asesinato.

—¡Ah! —repuso Poirot.

Elena cogió un jarrón chino y se dispuso a colocar las rosas. Cuando estuvieron a su gusto buscó con la mirada un lugar donde colocarlas.

—Sabe usted arreglar las flores admirablemente, madame. Creo que todo lo que se proponga debe hacerlo a la perfección.

—Muchas gracias. Me encantan las flores. Supongo que éstas estarán bien sobre esa mesa verde de malaquita.

Encima de aquella mesa había ya un ramo de flores de cera cubiertas por una urna de cristal, y al ir a quitarlas Elena, Poirot dijo casualmente:

—¿Le dijo alguien al señor Abernethie que el esposo de su sobrina Susana había estado a punto de envenenar a un cliente al equivocarse en la expedición de una receta? ¡Ah, pardon!

Y se inclinó hacia delante.

El adorno victoriano había resbalado de entre los dedos de Elena. El gesto de Poirot no fue lo bastante rápido y cayó al suelo, haciéndose añicos la campana de cristal. Elena expresó su contrariedad.

—¡Qué torpe soy! Menos mal que las flores no se han estropeado. Puedo hacer que pongan una nueva urna. Las guardaré en el armario que hay debajo de la escalera.

Una vez la hubo ayudado a colocar las flores donde dijo y cuando hubieron vuelto al saloncito, Poirot se excusó:

—Ha sido culpa mía. No debiera haberla sobresaltado.

—¿Qué es lo que me preguntó usted? No lo recuerdo.

—¡Oh!, no hay necesidad de repetir la pregunta. Además también he olvidado de qué se trataba.

Elena se le acercó, y le puso una mano sobre el brazo.

—Señor Poirot, ¿hay alguien cuya vida deba investigarse íntimamente? ¿Deben ser mezcladas en esto las vidas de personas que no tienen nada que ver con... con...?

—¿Con la muerte de Cora Lansquenet? Sí. Porque hay que examinarlo todo. ¡Oh! Es un antiguo refrán... todos tienen algo que esconder. Eso es verdad en todos nosotros... y tal vez lo sea también en usted, madame; pero como le digo, no hay que ignorar nada. Por eso vino a mí su amigo, el señor Entwhistle, porque no pertenezco a la policía. Soy discreto y las cosas que averiguo no me atañen, pero tengo que saber. Y puesto que en este asunto no hay tantas pruebas como personas... será de las personas de quienes voy a ocuparme. Necesito entrevistarme con todo el mundo que estuvo aquí el día del funeral. Y resultaría muy conveniente... sí, de lo más conveniente estratégicamente... que pudiera verlos aquí.

—Me temo —repuso Elena despacio—-que eso sería muy difícil.

—No tanto como usted cree. Ya he ideado un medio. La casa está en venta. El señor Entwhistle puede atestiguarlo (Entendu, algunas veces estas cosas fracasan). Invitará a varios miembros de la familia a reunirse aquí para que escojan los muebles que deseen conservar, antes de sacarlos a subasta. Puede llevarse a la práctica un fin de semana que les vaya bien a todos.

Hizo una pausa y agregó:

—Ya lo ve, es sencillo, ¿verdad?

Elena le miraba. Sus ojos azules eran en aquel momento fríos, casi crueles.

—¿Está tendiendo una trampa a alguien, señor Poirot?

—¡Cielos! Ojalá supiera lo bastante para hacerlo. No, todavía conservo una mentalidad amplia. Pero puede que haya... ciertos cuestionarios...

—¿Cuestionarios? ¿Qué clase de cuestionarios?

—Todavía no me los he formulado a mí mismo. Y de todos modos, madame, será mejor que no los conozca.

—¿Así que yo también tendré que someterme a ello?

—Usted, madame, ha sido sorprendida entre bastidores. Ahora hay una cosa de la que no estoy seguro. La gente joven creo que acudirá en seguida, pero es posible que no sea fácil asegurar la presencia de Timoteo Abernethie. He oído decir que nunca abandona su casa.

—Me parece que en esto tiene suerte, señor Poirot —expresó Elena sonriendo de pronto—. Les están pintando la casa, y a Timoteo le molesta extraordinariamente el olor a pintura. Dice que afecta a la salud. Creo que él y Maude celebrarán poder venir... tal vez para quedarse una o dos semanas. Maude todavía no puede valerse..., ¿ya sabe usted que se rompió un tobillo?

—No lo sabía. ¡Qué mala suerte!

—Por fortuna, ahora tienen a la compañera de Cora, la señorita Gilchrist. Al parecer ha resultado ser un valioso tesoro.

—¿Qué dice usted? —Poirot volvióse bruscamente hacia Elena—. ¿Le pidieron ellos que fuera a su casa? ¿De quién fue la idea?