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—¿Quién llama por teléfono?

—La esposa del señorito Leo Abernethie.

—Oh, ya tienen conversación para rato. Las mujeres pierden la noción del tiempo cuando cogen el teléfono. Nunca piensan en el dinero que gastan.

La señorita Gilchrist dijo que sería la esposa del señorito Leo la que tendría que pagar la conferencia, y Timoteo refunfuñó.

—¿Quiere correr esa cortina? No, ésa no; la otra. No quiero que me dé la luz en los ojos. Así está mejor. Aunque esté inválido no hay razón para tener que estar a oscuras todo el día —Y agregó—: Podría buscarme en esa librería un libro de color verde... ¿Qué pasa ahora? ¿Por qué corre?

—Llaman a la puerta, señor Abernethie,

—Yo no he oído nada. ¿No está abajo esa mujer? Pues deje que vaya a abrir.

—Sí, señor. ¿Qué libro quiere que le busque, tiene preferencia por alguno?

El inválido cerró los ojos.

—Ahora no puedo acordarme. Me lo ha quitado de la cabeza; será mejor que se marche.

La señorita Gilchrist recogió la bandeja y salió a toda prisa. Luego de dejarla sobre la mesa de la despensa corrió al vestíbulo pasando junto a la señora Abernethie que seguía al teléfono.

—Siento interrumpirla. Es una monja. Viene a pedir. Del Corazón de María, creo que ha dicho que era. Trae un libro. Parece ser que le suelen dar media corona o cinco chelines.

—Espera un momento, Elena —dijo al teléfono, y luego a miss Gilchrist—. No me suscribo a Asociaciones Católicas. Nosotros también tenemos nuestras secciones de caridad.

La señorita Gilchrist volvió a salir corriendo.

Maude terminaba su conversación momentos después con esta frase:

—Hablaré de ello con Timoteo.

Volvió a colocar el auricular en su soporte y salió al vestíbulo. La señorita Gilchrist estaba de pie, completamente inmóvil, junto a la puerta del saloncito. Tenía el ceño fruncido y pegó un respingo cuando le habló Maude.

—¿Ocurre algo, señorita Gilchrist?

—Oh, no, señora. Me temo que sólo estaba pensando. Es una tontería por mi parte cuando hay tanto quehacer.

La señorita Gilchrist volvió a su papel de hormiga laboriosa, y Maude Abernethie subió lentamente la escalera para dirigirse a la habitación de su esposo.

—Era Elena. Parece que la casa ya está vendida... a no sé qué Institución pro Refugiados Extranjeros...

Hizo una pausa mientras Timoteo expresaba su sentimiento por la pérdida de la casa donde había nacido y fue educado.

—Ya no quedan tipos decentes en este país. ¡Mi vieja casa! Apenas puedo soportar la idea de verla vendida.

Maude continuó:

—Elena comprende lo que tú... nosotros... sentimos. Y sugiere que tal vez nos gustase pasar allí unos días antes de que se cierre el trato. Está preocupada por tu salud y por lo mucho que te afecta el olor a pintura. Y ha pensado que bien pudieras preferir pasar una temporada allí que en un hotel. Los criados todavía siguen allí, de modo que estarías bien atendido.

Timoteo, que había abierto la boca varias veces dispuesto a protestar de mala manera, volvió a cerrarla. Sus ojos se tornaron astutos, y movió la cabeza aprobadoramente.

—Elena ha estado muy acertada —dijo—, muy acertada... No hay duda de que ese olor me está envenenando. Claro que aún no estoy decidido, tendré que pensarlo... Creo que la pintura tiene arsénico. Me parece que he oído algo de eso. Por otra parte, el traslado puede ser un esfuerzo demasiado grande para mí. Es difícil saber qué sería mejor.

—Tal vez prefieras un hotel, querido. Un buen hotel resulta muy caro, pero cuando se trata de tu salud no importa el dinero...

Timoteo la interrumpió.

—Quisiera hacerte comprender que no somos millonarios, Maude. ¿Para qué vamos a ir a un hotel cuando Elena ha sido tan amable al invitarnos a ir a Enderby? ¡No es que sea ella quién para invitarnos! La casa no es suya. No entiendo de sutilezas legales, pero me figuro que nos pertenece a todos por igual hasta que sea vendida y se proceda al reparto de su importe. ¡Refugiados extranjeros! Esto debe haber estremecido al viejo Cornelio en su tumba. Sí —suspiró—. Me gustaría volver allí antes de morir.

Maude jugó su última carta con habilidad.

—Según parece el señor Entwhistle ha sugerido que cada miembro de la familia escoja algún mueble, o porcelana, o algo que le guste... antes de que lo saquen a subasta.

—Debemos ir. Tiene que hacerse una valoración exacta de lo que escoja cada persona. Esos hombres... que se han casado con las chicas... no confiaría en ninguno de ellos, por lo que he oído decir, Elena es demasiado amable. ¡Como cabeza de familia es mi deber hallarme presente!

Y levantándose paseó de un lado a otro de la habitación con pasos rápidos.

—Sí, es un plan excelente. Escribe a Elena diciéndole que aceptamos. Pero en quien pienso realmente es en ti, querida. Has estado trabajando demasiado. Los decoradores pueden seguir mientras estamos fuera y esa mujer Gillespie puede quedarse y cuidar de la casa.

—Gilchrist —apuntó Maude.

Timoteo dio a entender con un gesto que le daba lo mismo.

2

—No puedo —dijo la señorita Gilchrist.

Maude la miró sorprendida.

La señorita Gilchrist temblaba, y sus ojos miraron a Maude suplicantes.

—Soy una estúpida, lo sé... pero no puedo quedarme sola en la casa. Si hubiera alguien que quisiera venir... y... dormir aquí también...

Miró esperanzada a la otra mujer, pero Maude movió la cabeza. Sabía muy bien las dificultades que había para encontrar en la vecindad a alguien que quisiera «vivir allí».

La señorita Gilchrist proseguía en tono desesperado:

—Sé que me juzgará tonta e histérica... Yo nunca me hubiera imaginado que iba a sentirme así. Nunca fui nerviosa... ni fantasiosa. Pero ahora todo parece distinto. Estaría aterrorizada... sí, literalmente aterrorizada... si me quedara aquí sola.

—Claro —dijo Maude—. Soy muy tonta. Después de lo que pasó en Lychett Saint Mary...

—Supongo que debe ser por eso... No es lógico, lo sé. Y al principio no me sentía así. No me importó quedarme sola en la casita, después... después de lo que había ocurrido. Esos sentimientos van saliendo poco a poco. No me juzgue mal, señora Abernethie; pero desde que vine aquí me he sentido... asustada, ¿sabe? No por nada en particular, sólo atemorizada... Es una tontería y me avergüenzo de ello. Es como si siempre estuviera esperando que ocurriese algo terrible... Hasta esa monja que llamó a la puerta me sobresaltó. ¡Oh, Dios mío, qué mal estoy!

—Supongo que debe ser eso que llaman un shock retardado —dijo Maude.

—¿Sí? No lo sé. Oh, Dios mío, lamento tanto parecer... tan desagradecida, después de todas sus atenciones. ¿Qué pensará usted?

Maude la tranquilizó:

—Debemos buscar otro arreglo —dijo.

Capítulo XVI

Jorge Crossfield se detuvo vacilante unos momentos, mientras observaba una figura femenina que desaparecía por una puerta. Tomando una decisión, siguió tras ella. La puerta en cuestión era la de una tienda, una tienda cerrada al público. Los cristales de los escaparates dejaban ver el interior vacío y desolado. La puerta estaba cerrada, mas Jorge llamó con energía y le abrió un joven con lentes que se le quedó mirando.

—Perdóneme —dijo Jorge—. Pero me parece que mi prima acaba de entrar aquí.

El joven se hizo a un lado y Jorge penetró.

—¡Hola, Susana! —saludó.

La muchacha que se hallaba junto a una caja de embalaje con una cinta métrica en la mano, volvió sorprendida la cabeza.

—Hola, Jorge. ¿De dónde sales?

—Te vi de espaldas. Estaba seguro de que eras tú.

—¡Qué inteligente eres! Me figuro que todas las espaldas son distintas.