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—Rosamunda, ¿quién crees tú que asesinó a Cora... y al viejo Ricardo?

Una vez más le miraron los límpidos ojos:

—Querido... no seas absurdo... Lo sabes tan bien como yo. Pero es mejor... mucho mejor, no mencionarlo nunca...

Capítulo XVIII

Desde su asiento, junto a la chimenea de la biblioteca, Hércules Poirot contempló a los allí reunidos.

Sus ojos pensativos pasaron a Susana, sentada muy erguida y con aspecto de gran animación, a su esposo, sentado a su lado con expresión ausente y cuyos dedos retorcían un pedazo de cordel, luego a Jorge Crossfield, que satisfecho de sí mismo hablaba de los caballeros de industria que actúan en los grandes transatlánticos, a Susana, que decía mecánicamente:

—¡Qué extraordinario, querido! Pero, ¿por qué?

Y luego a Miguel, con su atractivo físico y su aparente encanto; Elena, ligeramente distraída; Timoteo, cómodamente arrellanado en la mejor butaca y con un almohadón colocado a su espalda; Maude, atenta, y por fin a la figura sentada un poco aparte, como temerosa de mezclarse en el círculo familiar... la figura de la señorita Gilchrist, luciendo una bata bastante vistosa. No tardaría en levantarse con cualquier pretexto para ir a su habitación. Sabía cuál era su lugar y lo apreció del modo más duro.

Hércules Poirot tomó un sorbo de su café, y con los párpados entornados fue haciendo apreciaciones.

Quiso verles allí... a todos juntos, y ya los tenía reunidos. ¿Y ahora qué iba a hacer con ellos? Sintió un repentino disgusto por tener que continuar aquel asunto. ¿Por qué? ¿Sería acaso por la influencia de Elena Abernethie? En ella encontró una resistencia pasiva... mucho más fuerte de lo que debía suponer. Es que con su aparente gracia y desenfado había logrado comunicarle su propia desgana. Ella era contraria a que se volviera sobre los detalles de la muerte de Ricardo, lo sabía. Hubiera querido que se dejase correr aquel asunto... hasta que fuera olvidado. A Poirot no era eso lo que le extrañaba, sino su propia disposición a estar de acuerdo con sus propósitos.

Se daba cuenta de que la descripción que el señor Entwhistle hiciera de la familia había sido admirable. A pesar de ello, Poirot quiso verlos por sí mismo, imaginando que al conocerlos íntimamente tendría la idea... no de cómo o cuándo... ésas eran preguntas que no le concernían. El crimen era posible... eso era todo lo que necesitaba saber, sino de quién. Pues Hércules Poirot tenía toda una vida de experiencia, y como el entendido en pintura puede reconocer el artista por sus obras, así Poirot creía poder reconocer al tipo de asesino amateur, quien estaría preparado para volver a matar... de surgir complicaciones.

Pero no era tan sencillo como se imaginara.

Ya se podía suponer a casi todas aquellas personas como posibles, aunque no probables, asesinos. Jorge pudo matar... como mata una rata al verse acorralada. Susana con calma... y eficiencia y siguiendo un plan. Gregorio, porque poseía aquella extraña mentalidad que invita y casi desea ser castigado. Miguel, por ser vanidoso y tener la seguridad de sí mismo propia de los asesinos. Rosamunda, por su inofensividad... aparente. Timoteo, porque había odiado a su hermano y envidiado el poder que su dinero hubiera podido darle. Maude, porque Timoteo era su niño, y por él hubiera sido capaz de todo. Incluso la señorita Gilchrist pudo haber matado, si con ello hubiera recobrado «El Sauce» y su antigua posición.

¿Y Elena? No podía imaginarla cometiendo un crimen. Era tan civilizada... tan contraria a la violencia.

Poirot suspiró. No iba a ser fácil llegar a la verdad. Tendría que adoptar un método lento, pero seguro: La conversación. Mucha conversación. Porque a la larga, bien gracias a una mentira o a una verdad, hablando todos se comprometen...

Había sido presentado por Elena a los reunidos, y tuvo que comenzar a trabajar para vencer el casi total disgusto causado a todos por su presencia... ¡Un extranjero desconocido en aquella reunión familiar! Utilizó sus ojos y oídos. Observando y escuchando... abiertamente y detrás de las puertas. Pudo notar afinidades, antagonismos y las discusiones que brotan espontáneamente siempre que se trata de dividir una propiedad. Se las ingenió para conseguir algunas entrevistas, paseos por la terraza y fue haciendo sus deducciones. Paseó con la señorita Gilchrist, hablando de las glorias pasadas de su salón de té, sobre la composición de brioches y eclairs[3] de chocolate y fue con ella hasta la huerta para discutir la utilidad de las hierbas aromáticas en los guisos. Pasó largos ratos escuchando a Timoteo disertar sobre su salud y el efecto que le producía el olor a pintura. ¿Pintura? Poirot frunció el entrecejo. Alguien más había dicho algo sobre pintura... ¿Fue el señor Entwhistle?

También hubo discusiones sobre otras clases de pinturas. De Pedro Lansquenet como pintor y los cuadros de Cora Lansquenet, tan apreciados por la señorita Gilchrist. En cambio, Susana dijo de ellos con desprecio:

—Parecen tarjetas postales. Debió copiarlos de postales.

La señorita Gilchrist, muy enfadada, había protestado diciendo que su querida señora Lansquenet siempre pintaba del natural.

—Pero apuesto a que mentía —le dijo Susana a Poirot cuando la señorita Gilchrist hubo salido de la estancia—. Estaba segura, pero entonces no quise molestarla insistiendo.

—¿Y cómo lo sabe?

Poirot observaba la línea enérgica de su barbilla. «Siempre debe estar segura —pensó—. Y alguna vez puede que demasiado.»

—Se lo diré —prosiguió Susana—; pero que no se entere la señorita Gilchrist. Uno de los cuadros representa Polflexan, la ensenada, el faro y la escollera... desde el ángulo que lo toman todos los artistas aficionados. Pero la escollera fue destruida durante la guerra, y puesto que el apunte de Cora fue hecho hace un par de años, no es posible que lo copiara del natural, ¿no le parece? Sin embargo, las postales que se venden son las mismas de antes, es decir, de cuando la escollera estaba entera. Encontré una en el dormitorio. Por lo visto, tía Cora lo empezaría allí, y luego, una vez en su casa, lo terminaría copiándolo de una postal. Es curioso lo pronto que se descubre todo.

—Sí, como usted dice, es curioso —hizo una pausa, considerando aquel detalle como un buen comienzo.

—Usted no se acuerda de mí, madame; pero yo sí la recuerdo. Ésta no es la primera vez que la veo.

Ella le miró sorprendida. Poirot asintió con satisfacción.

—Sí, sí; como le digo. Yo estaba en el interior de un automóvil, bien arropado en mi manta de viaje, y la vi por la ventanilla. Estaba hablando con uno de los mecánicos del garaje. Usted no se fijó en mí, es natural, un extranjero viejo dentro de un coche. Pero yo sí me fijé en usted, porque es joven y bonita y estaba a pleno sol. Así que cuando llegué aquí me dije: «¡Vaya! ¡Qué casualidad!»

—¿Un garaje? ¿Dónde? ¿Cuándo fue eso?

—Oh, hace poco... cosa de una semana... no, un poco más. De momento —dijo Poirot con disimulo y recordando mentalmente el garaje de «Las Armas del Rey»—, no puedo decirle dónde. Viajo tanto por esta parte del país...

—¿En busca de una casa que comprar para sus refugiados?

—Sí. Hay que considerar tantas cosas, ¿sabe usted? Precio... vecindad... posibilidad de adaptación.

—Me figuro que tendrán que hacer muchas reformas en la casa. Divisiones, tirar tabiques y otras cosas por el estilo.

—En los dormitorios, sí, desde luego; pero casi toda la planta baja se dejará como está —hizo una pausa antes de proseguir—. ¿Le resulta doloroso que esta vieja mansión familiar vaya a parar a manos de... extranjeros?

—Claro que no —Susana parecía divertida—. Creo que es una excelente idea. Es un lugar imposible para que nadie piense en vivir aquí tal como está. Y no tengo motivos de índole sentimental. No es mi viejo hogar. Mis padres vivían en Londres. Sólo veníamos algunas veces, por Navidad. Ahora la considero algo horrible... es casi un templo dedicado a la riqueza.