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—Pero ahora los altares son distintos. Observe el interior del edificio, la luz indirecta y su elegante sencillez. Pero la riqueza todavía tiene sus templos, madame. Tengo entendido, espero no ser indiscreto, que usted está preparando uno de ellos. Todo lo que signifique luxe sin reparar en el precio.

—No se trata de un templo... sólo un negocio.

—Tal vez no sea el nombre lo que importe, pero costará mucho dinero. Esto es cierto, ¿verdad?

—Hoy en día todo está carísimo, mas creo que el desembolso inicial bien valía la pena.

—Cuénteme cuáles son sus planes. Me sorprende encontrar una mujer bonita tan práctica y competente. Cuando yo era joven, de eso hace ya mucho tiempo, confieso que las mujeres hermosas sólo se preocupaban de sus diversiones, cosméticos y la toilette.

—Las mujeres siguen preocupándose mucho de sus rostros... y ahí es precisamente donde intervengo yo.

—Cuénteme.

Y se lo contó con todo lujo de detalles y sin darse cuenta de que descubría al mismo tiempo su modo de ser: su perspicacia para los negocios, su audacia constructiva y su capacidad para apreciar el menor detalle. Sus planes eran osados y barrían toda suerte de obstáculos. Tal vez con algo de rudeza, como todo aquel que se propone llegar a una meta.

—Sí, tendrá usted éxito —le dijo Poirot sin dejar de observarla—. Llegará lejos. Qué suerte el no tener que preocuparse por la falta de dinero. Hoy en día no se puede ir muy lejos sin emplear primero un capital. Tener estas ideas creadoras y no poder ponerlas en práctica por falta de medios... hubiera sido insoportable.

—¡Yo no hubiera podido resistirlo! Pero habría conseguido el dinero de un modo u otro... buscando alguien que me respaldara.

—¡Ah, claro! Su tío, el propietario de esta casa, era rico. Aunque no hubiera muerto, la hubiera respaldado, como usted dice.

—¡Oh, no qué va! Tío Ricardo era un poquito testarudo en cuanto a mujeres se refiere. Si yo hubiera sido un hombre... —un relámpago de ira cruzó por sus ojos—. Me puso furiosa.

—Ya comprendo... sí, ya comprendo...

—Los viejos no debieran interponerse en el camino de los jóvenes. Yo... ¡Oh, le ruego que me perdone!

Hércules Poirot rió espontáneamente mientras retorcía su bigote.

—Sí, soy un viejo, pero no me interpongo en el camino de la juventud. No hay nadie que necesite esperar mi muerte.

—Qué idea más terrible.

—Pero es realista, madame. Admitamos que el mundo está lleno de jóvenes... e incluso de personas de mediana edad que aguardan pacientes o impacientes la muerte de alguien, cuyo fallecimiento les proporcionará si no la opulencia... por lo menos oportunidad.

—¡Oportunidad! —exclamó Susana, exhalando un profundo suspiro—. Eso es lo que hace falta.

Poirot, mirando por encima de su hombro, dijo alegremente:

—Ahí viene su esposo para unirse a nuestra pequeña polémica. Señor Banks, estábamos hablando de oportunidad. La dorada oportunidad... la que hay que asir con ambas manos. En conciencia, ¿hasta dónde le parece que se puede llegar? Oigamos su opinión.

Pero no estaba llamado a oír las opiniones de Gregorio Banks sobre oportunidades ni sobre nada. De hecho le fue imposible hacerle hablar. Banks poseía una cualidad: era escurridizo como una anguila. Al parecer, no tenía ganas de confidencias ni amigables discusiones. El método «conversación» había fallado con Gregorio. Poirot había hablado con Maude Abernethie también sobre pintura; mejor dicho, sobre su olor, y de lo afortunado que era Timoteo al poder trasladarse a Enderby, y de lo amable que había sido Elena el extender la invitación a la señorita Gilchrist.

—Porque, la verdad, es muy útil. Timoteo a veces se pone bastante difícil... y no se puede pedir demasiado al servicio, pero hay un fogón de gas en el cuartito de la despensa, y así la señorita Gilchrist puede calentarle la Ovaltina o lo que sea sin molestar a nadie. Y siempre está dispuesta a ir a buscarle cosas, y no le importa subir y bajar la escalera una docena de veces al día. Oh, sí, creo que fue verdaderamente providencial que se negara a quedarse sola en la casa, aunque confieso que entonces me preocupó su estado de nervios.

—¿Es que acaso perdió el dominio? —Poirot estaba interesado y escuchó con toda atención el resumen que Maude le hizo de lo ocurrido.

—¿Dice usted que estaba atemorizada? ¿Y que no pudo decir exactamente por qué? Eso es interesante. Muy interesante.

—Yo lo atribuí a los efectos de un shock nervioso algo «retrasado».

—Es posible.

—Una vez, durante la guerra, recuerdo que una bomba cayó a una milla de distancia de nosotros y Timoteo...

Poirot procuró que no se apartara de la cuestión.

—¿Había sucedido algo de particular aquel día? —preguntó.

—¿Qué día?

—El día que la señorita Gilchrist estaba tan nerviosa.

—Oh, ése... no, creo que no. Parece ser que le fue entrando ese desasosiego desde que dejó Lychett Saint Mary, o por lo menos eso dijo. Cuando estuvo allí parecía que no le importaba quedarse sola.

Y el resultado, pensaba Poirot, había sido un trozo de pastel envenenado. No era de extrañar que la señorita Gilchrist se sintiera asustada; y aunque se había trasladado al tranquilo pueblecito de Stansfield Grange, el miedo persistió. Más que persistir, había aumentado. ¿Por qué? ¿Es que el atender a un hipocondríaco excitable como Timoteo debe ser tan extenuador que los temores nerviosos se acrecentaban hasta la exasperación?

Pero hubo algo en aquella casa que le dio miedo a la señorita Gilchrist. ¿Qué fue? ¿Lo sabía ella?

Al encontrarse a solas con la solterona un ratito antes de comer, Poirot trató del asunto con exagerada curiosidad de forastero.

—Comprenda que para mí resulta imposible mencionar el asesinato a cualquier miembro de la familia. Pero estoy interesado. ¿Quién no lo estaría? Un crimen brutal... una artista delicada y sensible asesinada en una casita solitaria. ¡Qué terrible para su familia! Pero terrible también, me figuro, para usted. Puesto que la esposa de Timoteo Abernethie me ha dado a entender que usted estaba entonces con ella.

—Sí. Y si usted quiere perdonarme, señor Pontarlier, preferiría no hablar de ello.

—Comprendo... oh, sí; la comprendo perfectamente.

Y una vez dicho esto, aguardó. Y como había pensado, la señorita Gilchrist inmediatamente comenzó a hablar de ello.

No le dijo nada que él no supiera, pero representó su papel de escucha con toda simpatía, murmurando exclamaciones de comprensión y demostrando su interés que la señorita Gilchrist no pudo por menos de encontrar halagador.

Una vez que hubo agotado hasta la saciedad lo que ella había sentido, lo que dijo el médico y lo amable que había sido el señor Entwhistle, Poirot pasó a tratar del tema que le interesaba.

—Creo que hizo bien en no quedarse sola en aquella casa.

—No hubiera podido, señor Pontarlier. La verdad, no me hubiera sido posible.

—No. Y también comprendo que temiera permanecer sola en la casa del señor Timoteo Abernethie mientras ellos venían aquí.

—Me siento terriblemente avergonzada. Fui muy tonta. Me invadió una especie de pánico... y no sé por qué reaccioné así.

—Pues está bien claro. Acababa usted de reponerse del atentado sufrido... Quisieron envenenarla...

La señorita Gilchrist dijo que no acababa de comprenderlo. ¿Por qué iba nadie a querer envenenarla?

—Pues es evidente, señorita, porque ese criminal, ese asesino, pensó que usted sabía algo que pudiera conducir a la policía hasta él.

—Pero, ¿qué podía saber yo? Debe tratarse de algún vagabundo o un ser medio loco.