—Si fuera un vagabundo, me parece poco probable...
—Oh, por favor, señor Pontarlier... —la señorita Gilchrist pareció trastornarse—. No sugiera tales cosas. No quiero creerlas.
—¿Qué es lo que no quiere creer?
—No quiero creer que se trate de... quiero decir... que fuera...
Se detuvo confundida.
—Y no obstante —dijo Poirot con astucia—, lo cree.
—Oh, no. ¡No!
—Pues yo creo que sí. Por eso está atemorizada... porque sigue asustada, ¿verdad?
—Oh, no, desde que vine aquí, ya no. Hay tanta gente, y un ambiente tan familiar. Oh, no. Aquí todo marcha perfectamente.
—A mí me parece... debe perdonar mi interés... soy un hombre de edad y dedico parte de mi tiempo a pensar ociosamente en asuntos que me interesan... A mí me parece que debió ocurrir algo en Stansfield Grange, por así decir, que volvió a suscitarle esos temores. Los médicos nos hablan hoy día de las cosas que ocurren en nuestro subconsciente.
—Sí,... sí... eso dicen.
—Y yo creo que sus temores subconscientes pudieron resurgir ante algún hecho concreto, algo tal vez extraño y ajeno por completo al punto inicial.
—Estoy segura de que tiene usted razón.
—Ahora, ¿no podría pensar cuál fue esta... extraña circunstancia?
La solterona meditó unos instantes y luego dijo inesperadamente:
—¿Sabe, señor Pontarlier? Me parece que fue seguramente la monja.
Antes de que Poirot pudiera replicar, Susana y su marido se unieron a ellos, seguidos de Elena.
«La monja —pensó Poirot—. Veamos, en todo esto, ¿cuándo oí algo acerca de una monja?
Y resolvió llevar la conversación hacia este tema durante el transcurso de la velada.
Capítulo XIX
La familia había recibido amablemente al señor Pontarlier, representante de la A.N.U.O.C.R. ¡Y qué bien hizo en designarla por las iniciales! Todo el mundo lo había aceptado como cosa hecha... e incluso dando a entender que sabían de lo que se trataba. ¡Qué reacios somos los seres humanos a confesar nuestra ignorancia! La única excepción fue Rosamunda.
—Pero, ¿qué es eso? —le preguntó—. Nunca lo había oído.
Por suerte, en aquellos momentos estaban solos. Poirot le explicó en qué consistía de tal manera, que debió sentirse avergonzada de no haber oído hablar de una institución mundialmente conocida. Rosamunda, sin embargo, sólo dijo con vaguedad:
—¡Oh, otra vez refugiados! Estoy harta de refugiados.
Así exteriorizaba la reacción de muchos que tenían demasiados convencionalismos para expresarse con franqueza.
Y de este modo el señor Pontarlier fue aceptado... como un estorbo y al mismo tiempo como un cero a la izquierda. Se había convertido en una pieza decorativa. La opinión general era que Elena había evitado que estuviera allí precisamente durante aquel fin de semana, pero ya que no había remedio trataron de soportarle lo mejor posible. Por fortuna, aquel extraño forastero parecía no saber mucho inglés, y cuando hablaba más de una persona se quedaba completamente In albis. Sólo se interesaba por los refugiados y la situación de postguerra, y su conversación se reducía a estos temas. Más o menos olvidado por todos, Hércules Poirot recostóse en su butaca, y mientras sorbía su café iba observando, como hacen los gatos con las idas y venidas de una bandada de pájaros, cuando aún no están preparados para saltar.
A las veinticuatro horas de deambular por la casa examinándolo todo, los herederos de Ricardo Abernethie estaban dispuestos a manifestar sus preferencias, y en caso de ser necesario, a luchar por ellas.
En primer lugar, el tema de discusión fue cierta vajilla de porcelana, en la que acababan de comer.
—Yo no creo que viviré mucho —dijo Timoteo en tono ligeramente melancólica—. Y Maude y yo no tenemos hijos. No vale la pena que nos rodeemos de objetos inútiles, pero por razones sentimentales quisiera quedarme con la vajilla de Spode. Me recuerda los viejos tiempos. Claro que está pasada de moda y no debe tener gran valor... pero ahí tenéis. Me doy por satisfecho con eso... y el pisapapeles del saloncito blanco.
—Llegas tarde, tío —repuso Jorge con talante indiferente—. Esta mañana le pedí a Elena que separase esa vajilla para mí.
—¿Separarla...? ¿Qué quieres decir? Todavía no se ha acordado nada. ¿Y para qué quieres tú una vajilla? No estás casado.
—La verdad es que colecciono porcelanas. Y ésta es una espléndida muestra en su género; pero puedes quedarte con el pisapapeles, tío. No lo quiero como recuerdo.
—Vamos, Jorge. No seas así. Soy mayor que tú... y el único hermano dé Ricardo que queda con vida. Esa vajilla es mía.
—¿Por qué no te quedas la de Dresde, tío? Es muy bonita y creo que tendrá para ti tantos recuerdos sentimentales como ésta. De todas formas, la de Spode es mía. Yo llegué primero.
—¡Tonterías... nada de eso! —Timoteo se irritaba, y Maude intervino.
—Por favor, no disgustes a tu tío, Jorge. No le conviene. ¡Claro que tendrá la de Spode, si así lo desea! Él primero en escoger debe ser él; los jóvenes, después. Es el hermano de Ricardo, como bien dice, y tú solamente un sobrino.
—Y oye bien esto, jovencito —dijo Timoteo, muy agitado—. Ricardo hubiera hecho un testamento como es debido al disponer que todo lo que contiene esta casa hubiera sido cosa mía. Así es cómo ha debido ser, y si no ha sido así, sospecho que fue debido a influencias ilícitas. Sí, lo repito... influencias ilícitas.
Echóse hacia atrás apoyando su mano en el pecho.
—Ha sido un testamento descabellado —agregó Timoteo mirando a su sobrino—. Sí. ¡Descabellado! Esto es fatal para mí —gimoteó—. Si pudiera tomar... un poco de coñac...
La señorita Gilchrist corrió a buscarlo, volviendo con una botella. Sirvió una copita.
—Aquí tiene, señor Abernethie. Por favor, no se excite. ¿Está seguro de que no estaría mejor en la cama?
—No sea tonta —Timoteo se tomó el coñac de un trago—. ¿Acostarme? Lo que intento es proteger mis intereses.
—La verdad, Jorge, me sorprendes —dijo Maude—. Lo que tu tío dice es absolutamente cierto. Sus deseos están por encima de todo. Si desea la vajilla de porcelana de Spode, la tendrá.
—De todas formas, es bastante fea —dijo Susana.
—Cállate la lengua, Susana —le ordenó Timoteo.
El muchacho delgado que se sentaba al lado de la joven alzó la cabeza, y con voz más chillona de la que empleaba normalmente, dijo:
—¡Haga el favor de no hablar así cuando se dirija a mi mujer!
Se había levantado de su asiento y Susana apresuróse a decir:
—Está bien, Greg. No me importa.
—Pero a mí, sí.
—Creo que sería una delicadeza por tu parte el dejar esa vajilla a tu tío —dijo Elena.
Timoteo exclamó indignado:
—¡Aquí, en lo que se refiere a esta cuestión, no hay delicadeza que valga!
Pero Jorge, inclinándose ligeramente ante Elena, dijo:
—Tus deseos son órdenes para mí, tía Elena. Retiro mi petición.
—¿De verdad ya no la quieres, de verdad? —preguntóle Elena.
—Lo que te ocurre, tía Elena, es que eres demasiado lista. Ves mucho más de lo que parece. No te preocupes, tío Timoteo, la vajilla es tuya. Sólo he querido divertirme un poco.
—¡Valiente manera de divertirte! —Maude Abernethie estaba indignada—. ¡Y tu tío podía haber sufrido un ataque al corazón!
—No lo creas —repuso Jorge alegremente—. Es probable que tío Timoteo nos sobreviva a todos. Le pasa lo mismo que a las puertas herrumbrosas, nunca las ve uno destruidas.
—No me extraña —dijo Timoteo inclinándose hacia delante— que decepcionaras a Ricardo.
—¿Qué quieres decir? —el buen humor de Jorge había desaparecido.
—Viniste aquí después de la muerte de Mortimer con la esperanza de convertirte en la horma de su zapato... para que te dejara único heredero, ¿verdad? Pero mi pobre hermano pronto descubrió tu modo de ser. Supo ver adonde iría a parar el dinero si eras tú quien lo fiscalizaba. Me sorprende incluso que te haya dejado parte de su fortuna, pues ya sabía dónde iría a desaparecer: en caballos, apuestas, Montecarlo, casinos extranjeros. Tal vez en cosas peores. Sospechaba que no llevaba una vida muy recta, ¿eh?