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—Posiblemente cerca de tres o cuatro mil libras al año.

Elena Abernethie comentó sosegadamente:

—Qué amable y generoso ha sido Ricardo. Ahora me doy cuenta de que me apreciaba.

—La quería mucho —repuso el señor Entwhistle—. Leo era su hermano predilecto y estimaba mucho que usted viniera a verle después de morir aquél.

—Ojalá me hubiera dado cuenta de lo enfermo que estaba —dijo Elena pesarosa—. Vine a verle poco antes de su fallecimiento, pero a pesar de saber que había estado enfermo, no creí que fuera nada grave.

—Siempre estuvo delicado —dijo el señor Entwhistle-—, pero no quería que se hablase de ello y no creo que nadie imaginase que el fin llegaría tan pronto. Sé que incluso el médico quedó sorprendido.

Murió de repente en su residencia, eso es lo que dijeron los periódicos —comentó Cora moviendo la cabeza.

—Fue un doloroso golpe para todos nosotros —la interrumpió Maude Abernethie—. El pobre Timoteo se trastornó mucho: «Tan de repente.» No dejaba de repetirlo: «Tan de repente.»

—Sin embargo, se ha guardado muy bien el secreto, ¿verdad? —dijo Cora.

Todos la miraron extrañados y pareció ruborizarse.

—Creo que habéis hecho muy bien —dijo apresuradamente—. Muy bien. Quiero decir... que no hubiera acarreado ningún bien el hacerlo público. Hubiese sido muy desagradable para todos. Debe quedar estrictamente guardado en la familia.

Los rostros que la contemplaban estaban cada vez más sorprendidos.

El señor Entwhistle inclinóse hacia delante.

—La verdad, Cora; me temo que no comprendo lo que quiere decir.

Cora Lansquenet los miró a todos con los ojos muy abiertos por la sorpresa, y ladeando la cabeza con un gesto muy peculiar parecido al de un pajarito, dejó ir:

—Pero fue asesinado, ¿verdad?

Capítulo III

1

Mientras se dirigía a Londres en un vagón de primera clase, el señor Entwhistle dio en pensar con inquietud en la extraordinaria observación formulada por Cora Lansquenet. Claro que Cora era una mujer estúpida y desequilibrada, y desde niña se había significado por su modo de decir sin empacho las verdades más desagradables, y no precisamente las verdades, había equivocado la palabra, sino comentarios sorprendentes...

Y repasó en su mente las consecuencias inmediatas de su desgraciada observación. Las desaprobadoras y asombradas miradas de muchos ojos se concentraron en Cora ante la enormidad de lo que acababa de decir.

Maude había exclamado:

—¡Por Dios, Cora!

Y Jorge:

—¡Querida tía Cora!

Alguien exclamó:

—¿Qué quieres decir?

E inmediatamente Cora Lansquenet, avergonzada y consciente de la enormidad de su aserto, comenzó a murmurar frases incoherentes.

—Oh, lo siento... no quise decir... Oh, claro; he sido una estúpida; pero yo creí, por lo que él dijo... Desde luego que todo está perfectamente. Pero su muerte fue tan repentina... Por favor, olviden lo que he dicho... No quise ser tan estúpida... Ya sé que siempre digo lo que no debo decir.

Desapareció, pues, la momentánea inquietud para dar paso a una discusión práctica sobre cómo disponer de los efectos personales del finado. La casa, y todos los enseres y mobiliario, serían vendidos.

El impolítico comentario había sido olvidado. Después de todo, Cora siempre había sido, si no anormal, por lo menos de una ingenuidad desconcertante. Nunca tuvo la menor idea de lo que no debía decir. Cuando tenía diecinueve años no le dieron a ello mucha importancia; podían ser los resabios de un enfant terrible; pero un enfant terrible de cincuenta años resulta embarazoso. Soltar las verdades más desagradables a troche y moche...

El curso de los pensamientos de mister Entwhistle sufrió una brusca detención. Era la segunda vez que acudía a su mente aquella palabra turbadora: Verdades. ¿Y por qué le turbaba? Porque, naturalmente, los ingenuos, comentarios de Cora siempre produjeron esa violencia, por ser ciertos, o por contener un granito de verdad. Por eso resultaban generalmente turbadores.

A pesar de que Cora era ya una rolliza mujer de cuarenta y nueve años, el señor Entwhistle pudo apreciar en ella cierto parecido con aquella muchacha desgarbada que fue en su infancia; y ciertas características de su persona no habían cambiado... el modo de ladear la cabeza con cierto aire de expectación cuando decía alguna inconveniencia... De ese modo había comentado una vez acerca de la cocinera:

—Mollie apenas puede arrimarse a la mesa de la cocina de lo gorda que se está poniendo. ¡Tiene una cintura! Hace uno o dos meses no estaba así. No sé por qué estará engordando tanto.

Todos se apresuraron a hacerla callar. Al día siguiente la cocinera había desaparecido, y después de las debidas averiguaciones hicieron que el jardinero se casara con ella, para lograr lo cual le regalaron una casita.

Recuerdos lejanos de cosas que ocurrieron y pasaron a la historia.

Mister Entwhistle examinó su inquietud con más detenimiento.

¿Cuál de sus absurdas observaciones fue la que le produjo aquella turbación en su subconsciente? Aquellas dos frases: «Lo creí por lo que él dijo...», y... «su muerte fue tan repentina...»

Se dispuso a estudiar primero esta última frase. Sí, la muerte de Ricardo podía considerarse, en cierto modo, repentina. Él mismo había hablado de la salud de Ricardo con éste y su médico. El cual indicó sin ambages que podía vivir aún mucho tiempo. Si se cuidaba y era razonable tal vez pudiera vivir dos o incluso tres años. Quién sabe si más... Pero en cualquiera de los casos, el doctor no había pronosticado ningún colapso en un futuro próximo.

Bien, el médico pudo equivocarse... pues los médicos, como ellos mismos son los primeros en admitir, no pueden nunca asegurar la reacción de cada paciente ante la misma enfermedad. Pacientes dados por perdidos se han curado inesperadamente, mientras que otros en vías de curación, recaen y acaban fatalmente. Depende mucho de la vitalidad del enfermo, de sus defensas y de sus ansias de vivir.

Y Ricardo Abernethie, aunque fuerte y vigoroso, no sentía grandes deseos de seguir viviendo y en cierto modo esto era comprensible.

Pues seis meses antes, Mortimer, el único hijo que le quedaba, contrajo una parálisis infantil y murió en menos de una semana. Su muerte fue un gran golpe para Ricardo, acrecentado por el hecho de haber sido siempre un joven extraordinariamente fuerte y lleno de vida. Deportista consumado, era también un buen atleta, y una de esas personas de las que se dice que no estuvieron enfermas nunca. Estaba a punto de prometerse con una muchacha encantadora, y todas las esperanzas de su padre para el futuro se centraban en aquel hijo querido que sólo le proporcionaba satisfacciones.

Y entonces ocurrió la tragedia. Además, el porvenir ya no ofrecía atractivo alguno para Ricardo Abernethie. Otro de sus hijos murió en la infancia, y el segundo sin sucesión. No tenía nietos. En resumen, el nombre de Abernethie iba a extinguirse con él, que era poseedor de una gran fortuna y amplios negocios e intereses que todavía fiscalizaba hasta cierto punto. ¿Quién iba a sucederle en la dirección de aquellos negocios y a posesionarse de su fortuna?

Entwhistle sabía que esto había preocupado mucho a Ricardo. Su único hermano era casi un inválido. Y ahí quedaba la joven generación. Era intención de Ricardo, aunque nunca lo dijo, escoger a su sucesor entre ellos, a pesar de que sus bienes los repartiera por igual. Durante los seis últimos meses invitó a pasar unos días en su compañía, uno tras otro, a su sobrino Jorge, su sobrina Susana y su esposo, Rosamunda también acompañada de su marido, y su hermana política la viuda de Leo Abernethie. Según opinión del abogado, Abernethie, había buscado a su sucesor entre los tres primeros. Elena Abernethie había sido consultada acerca de este particular, pues Ricardo siempre tuvo muy buena opinión de su buen sentido y juicio práctico. El señor Entwhistle recordaba asimismo que durante este período Ricardo hizo una corta visita a su hermano Timoteo.