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Jorge repuso con la totalidad de los músculos de su rostro tensos:

—¿No sería mejor que tuvieras más cuidado con lo que dices?

—No estuve lo bastante bien como para venir al funeral —dijo Timoteo despacio—, pero Maude me contó lo que dijo Cora. Cora siempre fue una tonta..., pero puede que tuviera alguna razón. Y de ser así, yo sé de quién sospecharía...

—¡Timoteo! —Maude se puso en pie con calma, simbolizando la torre de la fortaleza—. Has tenido un día agotador. Debes pensar en tu salud. No puedo consentir que vuelvas a empeorar. Ven conmigo. Debes tomar un calmante y acostarte en seguida. Elena, Timoteo y yo nos llevaremos la vajilla de Spode y el pisapapeles del gabinete, como recuerdos de Ricardo. Espero que no haya ningún inconveniente.

Su mirada recorrió toda la estancia. Nadie habló y se dispuso a salir de la habitación dando el brazo a Timoteo, y apartando a la señorita Gilchrist, que rondaba junto a la puerta.

Cuando hubieron salido, Jorge rompió el silencio.

Femme formidable —dijo—. Es la definición que mejor cuadra a tía Maude. No quisiera por nada del mundo impedir su progreso triunfante.

La señorita Gilchrist volvió a sentarse mientras murmuraba:

—La señorita Abernethie es muy amable.

Su observación sonó a insincera.

Miguel Shane soltó una carcajada, exclamando:

—¿Sabéis que todo esto es muy divertido? A propósito, Rosamunda y yo queremos la mesa de malaquita del salón.

—Oh, no —exclamó Susana—. Ésa la quiero yo.

—Ya empezamos otra vez —dijo Jorge, alzando los ojos al cielo.

—Bueno, no necesitamos enfadarnos por eso —Susana quiso mostrarse amable—. La quiero para mi nuevo Salón de Belleza. Será una nota de color... y pondré encima un gran ramo de flores de cera. Quedará estupendamente bien. Es fácil encontrar flores de cera, pero una mesa de malaquita verde no es tan corriente. Por eso es por lo que la necesito.

—Pero, querida —intervino Rosamunda—, por eso precisamente la queremos nosotros. Para el escenario de la nueva obra. Y como tú dices, será una nota de color... y tan adecuada a la época... Y también pondré encima flores de cera o una jaula de colibríes. Quedará perfecta con el resto de la decoración.

—Te comprendo muy bien, Rosamunda —dijo Susana—. Pero no creo que tu mesa haya de ser tan buena como la mía. Para el escenario puede pintarse cualquier mesa de ese color... y hace el mismo efecto. Pero para mi salón tiene que ser auténtica.

—Atención, señoras —dijo Jorge—. ¿Qué les parece si lo decidieran deportivamente? ¿Por qué no echarlo a cara o cruz, o que se la lleve la que saque la carta más alta? Estaría más adecuado con la época de la mesa.

—Rosamunda y yo hablaremos de esto mañana.

Como de costumbre, parecía muy segura de sí misma. Jorge observó su rostro y el de Rosamunda. Ésta tenía una expresión ausente... lejana...

—¿Por cuál de las dos apuestas, tía Elena? —le preguntó—. Una oportunidad más de ganar algún dinero. Susana tiene seguridad, pero Rosamunda es de una obstinación verdaderamente maravillosa.

—O tal vez no ponga colibríes —decía Rosamunda—, sino uno de esos grandes jarrones chinos convertidos en lámpara, con una pantalla dorada.

La señorita Gilchrist apresuróse, a apaciguar los ánimos, que estaban exaltados.

—Esta casa está llena de cosas maravillosas —dijo—. Esa mesa verde estoy segura de que quedará perfectamente en su nuevo establecimiento, señora Banks. Nunca vi nada parecido. Debe valer mucho dinero.

—Naturalmente su valor será descontado de la parte que me corresponde en la herencia —dijo Susana.

—Lo siento... no quise decir... —la señorita Gilchrist estaba confundida.

—Puede ser descontada de nuestra parte —intervino Miguel—. Con las flores de cera y todo.

—¡Quedan tan bien sobre esa mesa! —murmuró la señorita Gilchrist—. Muy artísticas y bonitas.

Pero nadie prestaba atención a las bien intencionadas trivialidades de la solterona.

Greg volvió a hablar, elevando su muy chillona y nerviosa voz.

—Susana quiere esa mesa.

Hubo unos momentos de inquietud, como si con sus palabras Greg hubiera pulsado otra nota musical.

Al fin dijo Elena:

—¿Y qué es lo que tú quieres en realidad, Jorge? Has renunciado a la vajilla de Spode.

—Ha sido bastante vergonzoso atormentar al viejo Timoteo. Pero, la verdad, resulta insoportable. Hace tanto tiempo que se sale siempre con la suya, que se ha convertido en un caso patológico.

—A un inválido hay que llevarle siempre la corriente, señor Crossfield —dijo la señorita Gilchrist.

—Es un viejo hipocondríaco; eso es lo que es —replicó Jorge.

—Claro que sí —convino Susana—. Yo no creo que le ocurra nada de particular, ¿verdad, Rosamunda?

—¿Qué?

—Que tío Timoteo no tiene nada.

—...no...; no lo creo —Rosamunda estaba distraída y se disculpó—. Lo siento. Estaba pensando en el modo más conveniente de iluminar la mesa.

—¿Lo veis? —dijo Jorge—. Es una mujer de ideas fijas. Miguel, tu esposa es una mujer peligrosa. Espero que sepas darte cuenta de ello.

—Me doy cuenta —repuso Miguel bastante serio.

Jorge continuó en tono alegre:

—¡La batalla de la mesa! Se librará mañana... cortésmente... pero con firme determinación. Cada uno que apueste por su favorita. Yo me inclinó por Rosamunda, que parece tan dócil y complaciente y no lo es. Los maridos es de presumir que estén al lado de sus esposas. ¿Y la señorita Gilchrist? Sin duda de parte de Susana.

—Oh, señor Crossfield; yo no me atrevería a...

—Tía Elena —Jorge no le prestó atención—, tu voto es el que decide. Oh, me olvidaba... ¿señor Pontarlier?

Pardon —Hércules Poirot se hizo teatralmente el sorprendido.

Jorge iba a darle toda suerte de explicaciones, pero cambió de idea. Según él, aquel pobre hombre no había entendido una sola palabra de lo que estaba hablando. Le informó brevemente.

—Sí, sí, comprendo perfectamente —Poirot sonrió con amabilidad.

—Así que tu voto es el definitivo, tía Elena. ¿De parte de quién estás?

—Tal vez yo también la quiera, Jorge —repuso Elena sonriente.

Y cambió de tema volviéndose al huésped extranjero.

—Me temo que debe resultarle esto algo aburrido, señor Pontarlier.

—En absoluto, madame. Considero un privilegio el haber sido admitido en la intimidad familiar —se inclinó—. Quisiera decirles... no puedo expresar exactamente mis sentir... mi pena de que esta casa tenga que pasar a manos extranjeras. Es, sin duda, una gran tristeza.

—No, por cierto; nosotros no lo sentimos en absoluto —le aseguró Susana.

—Son ustedes admirables, madame. Permítame decirle que éste es el lugar para mis ancianos perseguidos. ¡Qué cielo! ¡Qué paz! He oído decir que también quisieron instalar aquí un colegio... un convento... dirigido por religiosas... por monjas. ¿Lo hubieran preferido así tal vez?

—Desde luego que no —repuso Jorge.

—El Sagrado Corazón de María —continuó Poirot—. Por fortuna, debido a la amabilidad de un benefactor desconocido pudimos subir nuestra oferta —se dirigió directamente a la señorita Gilchrist—. ¿Creo que a usted no le agradan las monjas?

—Oh, la verdad, señor Pontarlier, no debe... quiero decir, que no es nada personal. Pero nunca comprendí por qué tienen que encerrarse fuera del mundo... aunque, claro, eso no reza con las que se dedican a la enseñanza, o las que cuidan de los pobres... porque estoy segura de que hacen muchísimo bien.