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—Yo no puedo imaginar que nadie quiera meterse a monja —dijo Susana.

—Pues resulta favorecedor el hábito —replicó Rosamunda—. ¿Recuerdas cuando repusieron El Milagro, el año pasado? Sonia Wells estuvo magnífica.

—Yo lo considero poco práctico y antihigiénico —dijo Jorge.

—Y hace que todas parezcan iguales, ¿verdad? —dijo la solterona—. Es una tontería, pero me llevé un buen susto cuando estaba en casa de la señora Abernethie y llamó a la puerta una monja que venía a pedir. Se me metió en la cabeza que era la misma que fue a Lychett Saint Mary el día de la vista sobre el asesinato de la pobre señora Lansquenet. Sentía como si por todas partes me estuvieran persiguiendo.

—Siempre creí que las monjas iban a pedir por parejas —dijo Jorge.

—Sólo iba una —dijo la señorita Gilchrist—. Tal vez tengan que economizar —y agregó vagamente—: Y de todas maneras, no pudo haber sido la misma, pues una pedía liara un orfelinato de San Bernabé, me parece... y la otra para algo muy distinto... algo relacionado con los pequeños.

—¿Y las dos se parecían? —quiso saber Hércules Poirot, interesado de pronto.

La solterona volvióse hacia él.

—Me figuro que sí. En el labio superior... casi parecía como si tuviera bigote. Creo que eso fue lo que me alarmó en realidad... dado mi estado nervioso, y recordando las historias que se contaban durante la guerra... que era un disfraz utilizado por los de la Quinta Columna que se arrojaban en paracaídas. Claro que, fue una tontería por mi parte. Después lo comprendí.

—Es un buen disfraz —dijo Susana pensativa—. Oculta hasta los pies.

—La verdad es que nadie produce la misma impresión a todo el mundo —explicó Jorge—. Por eso en un juicio se oyen tan distintas opiniones sobre la misma persona dadas por los testigos. Les sorprendería conocer detalles sobre esto. Un hombre, el mismo, es descrito, como alto, bajo, delgado, grueso, vestido de oscuro, de claro. Suele haber un buen observador, pero hay que averiguar cuál de entre ellos lo es.

—Otra cosa curiosa —dijo Susana— es que algunas veces uno se ve inesperadamente en un espejo y no se identifica. Le parece contemplar una cara familiar y se dice: «Es alguien a quien yo conozco mucho», y entonces se cae en la cuenta de que es uno mismo.

—Todavía resultaría más difícil si pudiéramos vernos tal como somos... y no como la imagen que refleja el espejo —dijo Jorge.

—¿Por qué? —preguntó Rosamunda intrigada.

—Porque nadie se ve a sí mismo... como le ven los demás, sino reflejado en un espejo... es decir, vemos la imagen invertida.

—¿Y hay diferencia?

—Oh, sí —repuso Susana rápidamente—. Debe haberla, puesto que el rostro de las personas no es igual en los dos lados. Las cejas son distintas, la boca puede subir en una de las comisuras, la nariz no ser muy recta... Eso puede comprobarse con un lápiz..., ¿quién tiene uno?

Alguien proporcionó lo que pedía y se entretuvieron colocando el lápiz a cada lado de la nariz y viendo con regocijo tan notable diferencia de ángulo.

Ahora la atmósfera se había aligerado ostensiblemente. Todo el mundo estaba de buen humor. Ya no eran los herederos de Ricardo Abernethie reunidos para repartir sus bienes sino un grupito alegre y normal de personas dispuestas a pasar un fin de semana en el campo.

Sólo Elena Abernethie permanecía silenciosa.

Con un suspiro, Hércules Poirot se puso en pie y deseó buenas noches a su anfitriona.

—Y tal vez sea mejor que me despida ya. Mi tren sale a las nueve de la mañana. Es muy temprano, así que le doy ahora las gracias por su hospitalidad. El día que pueda tomar posesión... bueno, eso ya lo arreglaré con el señor Entwhistle. Cuando a usted le convenga, desde luego.

—Cuando usted guste, señor Pontarlier. Ya... ya he terminado todo lo que vine a hacer aquí.

—¿Piensa regresar a su villa de Chipre?

—Sí —una ligera sonrisa curvó los labios de Elena.

—Está usted satisfecha, ya lo veo. ¿No siente una gran pena?

—¿De dejar Inglaterra o de dejar esta casa?

—Me refiero a dejar esta casa.

—No... no. ¿Es que sirve de algo vivir pensando en el pasado? Hay que irlo dejando a nuestra espalda.

—Si se puede —y parpadeando inocentemente, Poirot sonrió al grupo de rostros amables que le rodeaban—. Algunas veces el pasado no quiere ser abandonado... ¿No sufrirá al verse relegado al olvido? Se queda con uno diciendo: Todavía no he terminado.

Susana soltó una risita incrédula.

—Pues sí, hablo en serio.

—¿Quiere decir —preguntó Miguel— que cuando vengan aquí sus refugiados no serán capaces de olvidar por completo los sufrimientos pasados?

—No me refería a mis refugiados.

—Sino a nosotros, querido —intervino Rosamunda—. Se refiere a tío Ricardo, tía Cora, el hacha y todo lo demás que se relaciona con esos crímenes.

Se volvió a Poirot.

—¿No es así?

Hércules la miró sin que su rostro se alterase y le dijo:

—¿Por qué lo cree así, madame?

—Porque usted es un detective. Por eso ha venido aquí. La NOR, o como se llame, es sólo un pretexto. ¿Verdad?

Capítulo XX

1

Hubo unos instantes de enorme tensión. Poirot podía percibirla, aunque no apartó los ojos del rostro plácido y encantador de Rosamunda.

—Es usted muy perspicaz, madame —dijo con una ligera reverencia.

—No mucho —dijo Rosamunda—. Pero recuerdo que una vez me lo indicaron en un restaurante.

—¿Y cómo no lo había dicho hasta ahora?

—Pensé que sería más divertido.

—Mi querida pequeña —dijo Miguel con voz poco segura. Estaba furioso. Furioso y algo más... ¿receloso?

Poirot observó todos los rostro. Susana, contrariada y expectante; Gregorio, abstraído y silencioso; la señorita Gilchrist, boquiabierta por el asombro; Jorge, prudente; Elena, desolada y nerviosa...

Todas aquellas expresiones eran normales dadas las circunstancias. Ojalá hubiera visto aquellas caras unos segundos antes, cuando la palabra «detective» salió de labios de Rosamunda. Porque ahora inevitablemente podrían haber cambiado.

Irguió los hombros para encararse con ellos. Su lenguaje y su acento fueron menos extranjeros.

—Sí —aceptó—. Soy un detective.

Jorge Crossfield con los músculos tensos:

—¿Quién le ha enviado aquí?

—Fui encomendado para averiguar las circunstancias que contribuyeron a la muerte de Ricardo Abernethie.

—¿Por quién?

—De momento, eso no es de su incumbencia. Pero sería un descanso, ¿verdad?, poder estar seguros, sin ningún género de dudas, de que el fallecimiento de Ricardo Abernethie fue debido a causas naturales.

—¡Pues claro que lo fue! ¿Quién dice lo contrario?

—Cora Lansquenet lo dijo... y también ha muerto.

Una ola de inquietud parecía invadir la estancia.

—Lo dijo aquí... en esta habitación —dijo Susana—-. Pero la verdad, no creí...

—¿De veras, Susana? —Jorge Crossfield volvió su sarcástica mirada hacia ella—. ¿A qué seguir disimulando? No podrás engañar al señor Pontarlier.

—Todos pensamos que tenía razón —dijo Rosamunda—. Y su nombre no es Pontarlier... sino Hércules... No Sé Qué.

—Hércules Poirot... para servirles.

Se inclinó. No hubo exclamaciones de asombro ni de recelo. Al parecer su nombre no significaba nada para ellos. Se alarmaron menos entonces que al oír la palabra «detective».

—¿Puedo preguntarle a qué conclusiones ha llegado? —quiso saber Jorge.

—No va a decírtelo, querido —repuso Rosamunda—. O si te lo dijera no sería la verdad.