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—¡Mi querido Poirot! ¡No puedo convertirme en un vulgar ladrón!

—No va a parecer que se trata de un robo. Usted le dirá a la excelente señora Jones que el señor y la señora Abernethie le envían a buscar ese objeto para llevarlo a Londres. Ella no sospechará nada.

—No, no, probablemente, no; pero no me gusta. ¿Por qué no va usted mismo y coge lo que sea? También usted podrá hacerlo.

—Porque yo, amigo mío, sería un extraño con apariencia de extranjero y un carácter receloso como la señora Jones habría de poner dificultades. Con usted es totalmente distinto.

—Sí, sí, comprendo. Pero, ¿qué van a pensar Timoteo y Maude cuando lo sepan? Los conozco desde hace cuarenta años.

—¡Y también hace cuarenta años que conocía a Ricardo Abernethie! ¡Y a Cora Lansquenet desde que era una chiquilla!

Con voz de mártir, el señor Entwhistle le preguntó:

—¿Está convencido de que es absolutamente necesario, Poirot?

—Es la misma pregunta que hacían en las fronteras durante la guerra. ¿Su viaje es absolutamente necesario? Y yo le digo: es muchísimo más que necesario. ¡Es de importancia vital!

—¿Y cuál es el objeto que debo traer?

El detective se lo dijo:

—Pero, la verdad, Poirot, yo no veo...

—No es necesario que vea usted nada. Yo soy el que debe ver.

—¿Y qué es lo que quiere que haga con ese condenado chisme?

—Lo llevará a Londres, a una dirección de los Jardines de Elm Park. Si tiene un lápiz, tome nota.

Una vez le hubo obedecido, el señor Entwhistle insistió:

—Espero que sepa lo que hace, Poirot.

—Pues claro que lo sé. Nos estamos aproximando al fin.

—Si pudiéramos adivinar lo que iba a decirme Elena...

—No hay necesidad de adivinar. Lo sé.

—¿Lo sabe? Pero, mi querido señor Poirot...

—Las explicaciones pueden esperar, pero puedo asegurarle una cosa: Sé lo que Elena Abernethie vio cuando se miraba al espejo.

2

La comida había transcurrido en una atmósfera de violencia. Rosamunda y Timoteo no aparecieron, y los demás hablaron en voz baja y comieron menos de lo general.

Jorge fue el primero en recobrar su buen humor. Su temperamento era jovial y optimista.

—Espero que tía Elena se cure pronto —dijo—. Los médicos siempre gustan de poner caras largas. Al fin y al cabo, ¿qué es una contusión? A los dos días está uno perfectamente.

—Una conocida mía sufrió una conmoción cerebral durante la guerra —informó la señorita Gilchrist—. Le cayó un ladrillo encima cuando paseaba por la calle Tottenham Court; fue durante la época de bombardeos... y no sintió nada en absoluto. Siguió haciendo vida normal... y doce horas después perdió el conocimiento en un tren que iba a Liverpool. ¿Y quieren ustedes creerlo? No recordaba haber ido a la estación ni subido al tren, ni nada. No sabía cómo explicárselo al despertar en el hospital. Permaneció en él cerca de tres semanas.

—Lo que no puedo comprender —repuso Susana— es por qué Elena tuvo que hablar por teléfono a esa hora tan intempestiva y con quién.

—Se sentiría mal —intervino Maude con decisión—. Probablemente se despertaría encontrándose indispuesta y bajaría a llamar al médico. Entonces debió sufrir un desvanecimiento. Es la única explicación que puede considerarse lógica.

—¡Qué mala suerte que fuera a darse con el tope de mármol que se pone para detener la puerta! —dijo Miguel—. De haber caído sobre la alfombra, con lo gruesa que ésta es, por fuerte que fuese el golpe, no le hubiera pasado nada.

Se abrió la puerta dando paso a Rosamunda, que llegaba con el ceño fruncido.

—No puedo encontrar esas flores de cera —dijo—. Me refiero a las que estaban sobre la mesa de malaquita el día de los funerales de tío Ricardo —Miró a Susana acusadoramente—. ¿Las has cogido tú?

—¡Pues claro que no! La verdad, Rosamunda, ¿todavía estás pensando en mesas de malaquita cuando la pobre Elena está en el hospital?

—No veo por qué no. Cuando se sufre conmoción cerebral uno no se entera de lo que ocurre ni le importa. No podemos hacer nada por tía Elena, y Miguel y yo regresamos a Londres mañana a mediodía, porque queremos ver a Jackie Lygo para concretar la fecha del estreno de El progreso del Barón. Por eso quiero resolver definitivamente el asunto de la mesa; pero me gustaría echar un vistazo a esas flores. Ahora hay un jarrón chino sobre la mesa... bonito... pero no corresponde a la época. ¿Dónde deben estar...? Tal vez lo sepa Lanscombe. Tendré que preguntárselo cuando venga.

El mayordomo acababa de entrar para ver si habían terminado de comer.

—Ya estamos listos, Lanscombe —le dijo Jorge poniéndose en pie—. ¿Qué le ha ocurrido a nuestro amigo extranjero?

—Ha pedido que le sirviéramos el café en su habitación.

Petit déjeuner para A.N.U.O.R.

—Lanscombe, ¿sabe usted dónde paran aquellas flores de cera que solían estar sobre la mesa verde del salón? —le preguntó Rosamunda.

—Tengo entendido que la esposa del señorito Leo tuvo un pequeño accidente con ellas, señora. Iba a encargar que hicieran una nueva urna de cristal, pero no creo que se haya preocupado de ello todavía.

—¿Entonces dónde están?

—Seguramente en el armario que hay debajo de la escalera, señora. Ahí es donde se acostumbra guardar las cosas que hay que arreglar. ¿Quiere que vaya a mirarlo?

—Iré yo misma. Ven conmigo, Miguel, cariñito. Es un sitio muy oscuro y no quiero ir sola después de lo que le ha ocurrido a tía Elena.

Todos demostraron su asombro. Maude preguntó con voz grave:

—¿Qué ha querido decir, Rosamunda?

—Bueno, alguien le dio un golpe, ¿no?

Gregorio Banks dijo con acritud:

—Sufrió un repentino desvanecimiento y cayó.

—¿Es que te lo ha dicho ella? —rió Rosamunda—. No seas tonto, Greg; claro que la golpearon.

—No debieras decir esas cosas, Rosamunda —intervino Jorge.

—Tonterías. Tuvieron que golpearla. Quiero decir que todo concuerda. Un detective en la casa en busca de una pista, tío Ricardo muere envenenado, tía Cora es asesinada con un hacha, la señorita Gilchrist está a punto de ser envenenada con un pedazo de pastel de boda y ahora tía Elena sufre las consecuencias de un golpe propinado con un objeto contundente. Y se irán sucediendo otras cosas. Uno tras otro seremos asesinados y el único que quede será... el asesino. Pero no voy a ser yo... quien se deje asesinar así como así.

—¿Y por qué iban a querer asesinarte, hermosa, Rosamunda? —quiso saber Jorge, de buen humor.

—¡Oh! —repuso ella—, porque sé demasiado y eso siempre es peligroso.

—¿Qué es lo que sabes? —Maude Abernethie y Gregorio Banks habían hablado casi al unísono.

Rosamunda les dedicó una de sus angelicales sonrisas.

—¿Verdad que os gustaría saberlo? —dijo con intención—. Vamos, Miguel.

Capítulo XXII

1

A las once de la mañana Hércules Poirot convocó una reunión en la biblioteca. Todos estaban allí y el detective miró pensativo el semicírculo de rostros pendientes de él.

—Ayer noche —les dijo—, la señora Shane les reveló que yo era un detective particular. Por mi gusto, hubiera querido mantener... ¿cómo diría...?, el camouflage un poco más. Pero no importa. Y ahora les ruego que escuchen atentamente lo que tengo que decirles. Yo soy una persona célebre dentro de mi profesión... puedo decir la más celebre. Y de hecho, mis cualidades son inigualables.

—Eso es darse bombo, ¿no, señor Poirot... Es Poirot, verdad? Es extraño que nunca haya oído hablar de usted —dijo Jorge Crossfield con sorna.