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—El caso es —dijo la joven— que he tenido que tomar una enérgica resolución... para el porvenir... Miguel todavía no lo sabe... —sus labios se curvaron en una sonrisa—. Descubrió que no estuve de compras aquel día, y ahora sospecha de mí por haber ido a Regent's Park.

—¿Qué es eso de Regent's Park?

—Pues verá, fui allí (está detrás de la calle Harley) sólo para dar un paseo y pensar. Naturalmente, Miguel cree que si fui allí fue para encontrarme con algún hombre.

Y Rosamunda, sonriendo con beatitud, muy complacida, agregó:

—¡No le agrada en absoluto!

—Pero ¿por qué no podía ir usted a Regent's Park? —quiso saber el detective.

—Quiere decir, ¿para dar un paseo simplemente?

—Sí. ¿Es que no lo había hecho nunca?

—No. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué tiene de particular Regent's Park?

Poirot la miró y dijo:

—Para usted... nada. Creo, madame, que debe ceder la mesa de malaquita a su prima Susana.

—¿Por qué? —Rosamunda abrió mucho los ojos—. Yo la quiero.

—Lo sé. Lo sé. Pero usted... usted podrá conservar a su esposo, y la pobre Susana perderá el suyo.

—¿Perder? ¿Quiere decir que Greg se irá con otra? Nunca lo hubiera imaginado. Parece tan vulgar...

—La infidelidad no es el único medio de perder al marido, madame.

—¿No irá usted a decir...? —Rosamunda le miraba con fijeza—. ¡No pensará que Greg envenenó a tío Ricardo, asesinó a tía Cora y golpeó a tía Elena en la cabeza! Es ridículo. Incluso yo sé algo mejor que eso.

—¿Quién fue entonces?

—Jorge, desde luego. Jorge es un ser equivocado. Estuvo mezclado en una dé esas estafas... lo supe por unos amigos míos que estuvieron en Montecarlo. Me figuro que tío Ricardo llegó a saberlo y estuvo dispuesto a borrarle del testamento.

Y Rosamunda concluyó con satisfacción:

—Siempre supe que había sido Jorge.

Capítulo XXIV

1

El telegrama llegó cerca de las seis de aquella tarde. Se había solicitado que fuera entregado a domicilio y no leído por teléfono, y Hércules Poirot, que estuvo merodeando por los alrededores de la puerta principal, pudo recibirlo de manos de Lanscombe cuando éste lo recibió de las del repartidor.

Lo abrió con más precipitación de lo acostumbrado. Contenía tres palabras y la firma.

Poirot exhaló un profundo suspiro de alivio.

Luego sacó de su bolsillo un billete de una libra que entregó como propina al sorprendido repartidor.

—En ciertas ocasiones —dijo al mayordomo—, hay que dejar de lado la economía.

—Es muy posible, señor —repuso Lanscombe.

—¿Dónde está el inspector Morton?

—Uno de los señores policías se ha marchado —Lanscombe habló con disgusto... dando a entender que los nombres de los policías eran imposibles de recordar—. El otro, creo que está en el despacho.

—Espléndido; iré a reunirme con él inmediatamente.

Y una vez más diole unas palmaditas en el hombro.

—Valor, Lanscombe, estamos a punto de llegar al fin.

—Entonces, ¿no se marchará en el tren de las nueve y media, señor? Por lo visto le preocupaban más las salidas que las llegadas.

—No pierda la esperanza —le dijo Poirot. Y cuando ya se marchaba le preguntó—: ¿Recuerda, por casualidad, cuáles fueron las primeras palabras que dijo la señora Lansquenet cuando llegó aquí el día del funeral del señor?

—Lo recuerdo muy bien, señor —dijo Lanscombe con el rostro iluminado—. La señorita Cora... perdón, la señora Lansquenet... siempre la recuerdo como la señorita Cora.

—Es muy natural.

—Pues me dijo: «Hola, Lanscombe. Ha pasado mucho tiempo desde que nos traías merengues a las cabañas.» Todos los niños solían tener una cabaña de su propiedad... junto a la cerca del parque. En verano, cuando había alguna comida importante, yo les llevaba a los señoritos, los más pequeños, se entiende, algunos merengues. A la señorita Cora le gustaban mucho, señor.

—Sí —le dijo Poirot—, lo que había pensado. Si, era muy típico.

Dirigióse al despacho para reunirse con el inspector Morton y sin pronunciar palabra le tendió el telegrama.

—No entiendo ni una palabra —dijo Morton cuando lo hubo leído.

—Ha llegado el momento de contárselo todo.

—Parece usted una joven de las que aparecen en los melodramas victorianos. Pero ya es hora de que aclare algo. No puedo mantener esta situación mucho más tiempo. Ese individuo, Banks, sigue insistiendo en que fue él quien envenenó a Ricardo Abernethie y alardeando de que no somos capaces de descubrir cómo lo hizo. ¡Lo que no comprendo es que siempre tenga que haber alguien que se declara culpable cuando se trata de un criminal! ¿Qué es lo que creen que les espera? Es algo que no he sido capaz de penetrar.

—En ese caso, es probable que busque zafarse de las dificultades de cuidar de sí mismo... en otras palabras... el Sanatorio de Forsdyke.

—Es más probable que fuese enviado a Broadmoor.

—Eso sería igualmente satisfactorio para él.

—¿Pero fue él, Poirot? Esa señorita Gilchrist vino con esa historia que ya le había contado a usted y que concuerda con lo que Ricardo Abernethie dijera sobre su sobrina. Si el culpable fuese su marido, también le atañe a ella. De todas formas, no puedo imaginar a esa muchacha cometiendo tantos crímenes. Pero no hay nada que no intentara por encubrir a su marido.

—Se lo contaré todo...

—¡Sí, sí, cuéntemelo! ¡Y por el amor de Dios, dése prisa!

2

Esta vez fue en el salón donde Hércules Poirot presidió la reunión.

Todos los rostros vueltos hacia él mostraban más diversión que nerviosismo. La amenaza para ellos se había polarizado en las personas del inspector Morton y el superintendente Parwell. Con tantos policías, interrogatorios, declaraciones, etc., Hércules Poirot, detective particular, resultaba algo cómico.

Timoteo expresó el sentimiento general al decirle sotto voce a su esposa:

—¡Condenado charlatán! ¡Entwhistle debe estar loco!

Al parecer, Hércules Poirot tendría que trabajar de firme para causarles efecto.

—¡Por segunda vez les anuncio mi marcha! Esta mañana les dije que me iba en el tren de las doce. Esta tarde digo que me iré en el de las nueve y media... es decir, inmediatamente, después de cenar. Y me marcho porque no tengo nada más que hacer aquí.

—Eso ya lo sabíamos —comentó Timoteo por lo bajo—. Nunca tuvo nada que hacer aquí. ¡Qué cara dura tienen esos individuos!

—Vine a descifrar un enigma. Y el enigma está resuelto. Permítanme, primero, que repase los puntos expuestos a mi atención por el señor Entwhistle. Son los siguientes:

»Primero, el señor Ricardo Abernethie muere repentinamente. Segundo, después de los funerales, su hermana Cora Lansquenet dice: "Pero fue asesinado, ¿verdad?" Tercero, la señora Lansquenet es asesinada. La pregunta es: ¿Existe relación entre estos tres hechos? Observemos lo que ocurrió después. La señorita Gilchrist, compañera de la difunta, sufre una intoxicación después de comer un pedazo de pastel de boda que contiene arsénico. Ése es el suceso siguiente de la serie.

»Como ya les dije esta mañana, durante el curso de mis pesquisas he llegado a la conclusión de que no hay nada... nada en absoluto que dé pie a la creencia de que el señor Abernethie muriera envenenado. Igualmente debo confesar que tampoco encontré ninguna prueba concluyente para probar que no fuera envenenado. Pero luego las cosas se fueron haciendo más fáciles. Cora Lansquenet hace su sensacional pregunta después del funeral. Todos están de acuerdo en eso. Y al día siguiente la señora Lansquenet es asesinada... siendo un hacha el instrumento empleado. Ahora pasemos a examinar el cuarto acontecimiento. El cartero de la localidad se muestra bastante seguro, aunque no puede jurarlo, de que no llevó a la casa de Cora Lansquenet el paquete conteniendo el trozo de pastel de boda envenenado. Y de ser así, entonces el paquete fue llevado privadamente y aunque no podemos excluir a "una persona desconocida..." debemos tener en cuenta a aquellas personas que tuvieron ocasión o posibilidad de depositar el paquete donde fue encontrado. Las cuales fueron: la señorita Gilchrist, naturalmente; Susana Banks; el señor Crossfield, que fue para asistir a la vista; Entwhistle, sí, también hemos de pensar en el señor Entwhistle, que también estuvo presente cuando Cora hizo su sorprendente observación. Y también otras dos personas: un caballero que dijo ser un tal señor Guthrie, crítico de arte, y una religiosa o religiosas que llegaron por la mañana temprano para pedir una limosna.