El resultado era el testamento que el abogado llevaba ahora en su cartera. Un reparto equitativo de las propiedades. La única conclusión que podía deducirse era que se había desilusionado ante su sobrino y sus sobrinas... o tal vez a causa de los esposos de éstas.
Por lo que sabía el señor Entwhistle, no había invitado a su hermana Cora a visitarle... y eso trajo a la mente del abogado aquella primera frase que Cora dejó escapar entre incoherencias: «...pero yo creí, por lo que me dijo...»
¿Qué había dicho Ricardo Abernethie? ¿Y cuándo? Si Cora no fue a Enderby, entonces Ricardo debió visitarla en el pintoresco pueblecito donde tenía una casita. ¿O se refería a algo que le comunicara por carta?
El abogado frunció el ceño. Cora, desde luego, era una mujer estúpida. Pudo haber interpretado mal una frase, pero a él le hubiera gustado saber qué frase fue aquélla.
Sentía la suficiente curiosidad para pensar en la posibilidad de interrogar a la señora Lansquenet sobre el particular; pero no, era demasiado pronto. Era mejor no darle importancia. No obstante, hubiera querido saber lo que Ricardo Abernethie le había dicho, y que la condujo a pronunciar con tal desenfado aquella extraña frase:
¿Pero no murió asesinado?
2
>En el mismo tren y en un departamento de tercera clase Gregorio Banks le decía a su esposa:
—¡Esa tía tuya debe estar completamente loca!
—¿Tía Cora? —Susana habló sin gran convicción—. Oh, sí, creo que siempre ha sido un poco tonta.
Jorge Crossfield, sentado ante ellos, dijo con sequedad:
—La verdad es que debieran impedirle decir cosas como ésa. Puede hacer pensar mal a la gente.
Rosamunda Shane, que intentaba retocar el arco de Cupido de sus labios con la barrita de carmín, murmuró distraída:
—No creo que nadie preste atención a lo que diga una vieja regañona como ésa. Con esos vestidos tan extraños adornados con metros y metros de sartas de azabache...
—Bien, pero creo que debieran hacerla callar —dijo Jorge.
—Conforme, cariño —rió Rosamunda, contemplando con satisfacción sus labios en el espejo—. Hazla callar.
Su esposo habló de improviso.
—Creo que Jorge tiene razón. ¡Es tan fácil que la gente comience a murmurar!
—Bueno, ¿y qué importa? —Rosamunda sonrió—. Pudiera resultar divertido.
—¿Divertido? —preguntaron a la vez cuatro voces.
—Sí, el tener un asesino en la familia —repuso Rosamunda—. ¡Qué emocionante!
Al nervioso y desgraciado joven Jorge Crossfield se le ocurrió pensar que la prima de Susana, dejando a un lado su atractivo exterior, pudiera tener cierto parecido con su tía Cora, y sus palabras confirmaron esta impresión.
—Si hubiera sido asesinado —dijo Rosamunda—, ¿quién creéis que pudo hacerlo?
Paseó su mirada por todo el compartimiento.
Su muerte resultaba demasiado conveniente para todos nosotros —agregó, pensativa—. Miguel y yo estamos prácticamente en las últimas. A Mick le han ofrecido un buen papel en un teatro de Sanborne, si puede permitirse el lujo de esperar. Ahora viviremos en la abundancia. Seremos capaces de formar compañía propia, si queremos. A decir verdad, hay una obra con un papel sencillamente maravilloso...
Nadie la escuchaba. Todos pensaban en sus respectivos asuntos.
«Ahora podré reponer ese dinero y nadie sabrá nunca... —decíase Jorge para sus adentros—. Me he librado por un pelo.»
Gregorio se apoyó en el respaldo del asiento y cerró los ojos. Era un hombre libre.
Susana dijo con voz clara, aunque algo dura:
—Yo lo siento mucho, claro, por el pobre tío Ricardo: pero era muy viejo. Mortimer había muerto, no tenía interés por la vida y hubiera sido horrible para él seguir inválido año tras año. Ha sido mucho mejor que muriera de repente, sin alboroto.
La mirada de sus ojos se suavizó al contemplar, el rostro absorto de su esposo. Adoraba a Greg. Tenía la vaga impresión de que él no la quería tanto como ella... pero eso sólo conseguía robustecer su pasión. Greg era suyo, y hubiera hecho cualquier cosa por él. Lo que fuese...
3
Maude Abernethie, mientras se cambiaba de traje para cenar en Enderby (donde se quedaría a pasar la noche) se preguntaba si no debiera haberse ofrecido a permanecer allí más tiempo para ayudar a Elena a ordenar y disponer las cosas de la casa, los efectos personales de Ricardo... cartas... Era de suponer que todos los papeles importantes ya hubieran sido recogidos por el señor Entwhistle. Y la verdad es que debía regresar junto a Timoteo tan pronto como le fuera posible. ¡Se enojaba tanto cuando ella no estaba! Ojalá no le defraudase el testamento. Él esperaba que casi toda la fortuna de Ricardo pasase a sus manos. Después de todo era el único Abernethie superviviente. Ricardo debiera haber confiado en él para que cuidara de la joven generación. Sí, tenía miedo de que se disgustase... y ello le resultaba tan perjudicial para su digestión... Cuando se enfadaba no atendía a razones. Algunas veces era como si perdiera el sentido de la proporción... No sabía si decírselo al doctor Barton... Aquellas píldoras para dormir... Timoteo estaba tomando demasiadas últimamente, y podían resultar perjudiciales... el doctor Barton se lo dijo... uno llega a acostumbrarse y se olvida de que ya las ha tomado... toma más, y puede suceder cualquier cosa. No quedaban muchas en la botellita... Timoteo era muy terco en cuanto a medicinas. No lo escucharía... Suspiró... y se le animó el semblante. Ahora todo iba a ser más fácil. El jardín, por ejemplo...
4
Elena Abernethie, sentada ante la chimenea del salón verde, aguardaba a que Maude bajara a cenar.
Miró a su alrededor recordando los viejos tiempos cuando estuvo allí con Leo y los demás. Había sido un hogar feliz. Pero una casa como aquélla necesitaba gente: niños, criados, grandes recepciones y en invierno un buen fuego en las chimeneas. Le había parecido muy triste cuando vivió en ella con aquel anciano que acababa de perder a su hijo.
¿Quién la compraría? ¡La convertirían en hotel, instituto, o tal vez en una de esas casas de huéspedes para jóvenes estudiantes? Eso es lo que suele ocurrir con las grandes casas en las actualidad. Nadie las compra para vivir en ellas. Quizá la echaran abajo, para volverla a construir de nuevo. Este pensamiento la entristeció, pero lo apartó con resolución. De nada serviría pensar en el pasado. Aquella casa, los días felices vividos, Ricardo, Leo... todo fue magnífico, pero había terminado. Ahora tenía sus propias actividades, amigos e intereses. Sí, sus intereses... Y en lo sucesivo, con la renta que Ricardo le había dejado, podría conservar su vida en Chipre y llevar a cabo todos sus planes.
Con lo ocupada que había estado últimamente por la cuestión económica... casas... aquellas malas inversiones... Ahora, gracias al dinero de Ricardo, todo había concluido...
¡Pobre Ricardo! Morir durante el sueño, había sido un don del cielo... Falleció de repente el 22... Debió ser esto lo que metió aquellas ideas en la cabeza de Cora. ¡La verdad que era absurda! Siempre lo había sido. Elena recordaba haberla encontrado una vez en el extranjero, poco después de haber contraído matrimonio con Pedro Lansquenet. Aquel día estuvo particularmente tonta y fatua, ladeando la cabeza, y haciendo comentarios sobre pintura, sobre todo con respecto a la de su esposo, cosa que a él debió resultarle poco agradable. A ningún hombre le agrada que su esposa haga el ridículo. ¡Y Cora era tan tonta!... Oh, bueno, la pobre no podía remediarlo, y su marido no la había tratado aún lo bastante para estar al cabo de la calle.