»Y por extraño que parezca, ahí fue donde cometió su primer error. Se olvidó de que el espejo refleja la imagen invertida. Cuando usted ensayó ante el espejo el modo de ladear la cabeza como hacen los pájaros, típico en ella, no se dio cuenta de que lo hacía hacia el otro lado. Digamos, usted veía que Cora inclinaba la cabeza hacia la derecha... pero olvidó que usted tenía que ladearla hacia la izquierda
para que dicha inclinación produjera el mismo efecto en el espejo.
»Eso es lo que extrañó a Elena Abernethie en el momento en que usted hizo su famoso comentario. Le pareció ver algo "extraño". Yo mismo lo comprendí la otra noche, cuando Rosamunda Shane hizo un comentario inesperado sobre lo qué ocurrió con tal ocasión. Todo el mundo, inevitablemente, mira al que ha hablado. Por consiguiente, si Elena Abernethie creyó ver algo raro, debía ser en la persona de Cora Lansquenet. La otra noche, después de una conversación que sostuvimos sobre las imágenes reflejadas en el espejo y en cómo sé ve uno mismo, creo que Elena debió ensayarlo delante del suyo. Es posible que pensara en Cora y en el modo que solía inclinar la cabeza a la derecha. Lo hizo mirándose al espejo... y, claro, la imagen reflejada lo hizo a la izquierda, dándole una impresión extraña, y en aquel instante comprendió que aquello fue lo que encontró extraño el día del funeral... Pensó... que o bien Cora había torcido la cabeza en dirección contraria a la acostumbrada... cosa poco probable... o que, de otro modo, Cora no podía ser Cora. Ambas cosas le parecieron absurdas, pero determinó comunicar inmediatamente su descubrimiento al señor Entwhistle. Alguien que solía levantarse temprano la siguió, y temeroso de las revelaciones que pudiera hacer, la golpeó con un pisapapeles de mármol.
Poirot hizo una pausa y agregó:
—Puedo decirle, señorita Gilchrist, que la contusión que sufre la señora Abernethie no es grave, y que pronto podrá contarnos lo ocurrido.
—Yo no hice nada de eso —repuso la solterona—. Todo son mentiras.
—Era usted —dijo de pronto Miguel Shane, que había estado estudiando el rostro de la señorita Gilchrist—. Debí haberme dado cuenta antes... me daba la vaga impresión de que la había visto en alguna parte... pero, claro, uno no se fija mucho en... —se detuvo.
—No, uno no se fija mucho en una simple señorita de compañía —concluyó la solterona con voz que temblaba un tanto—. ¡Una asalariada! ¡Casi una criada! Pero continúe, señor Poirot, continúe con su fantástico y absurdo relato.
—La sugerencia de asesinato que usted lanzó después del funeral fue su primer paso —dijo Poirot—. Tenía otros en reserva. En cualquier momento estaba dispuesta a admitir que había escuchado la conversación que sostuvieron Ricardo y su hermana. Pero sin duda él debió decirle que ya no iba a vivir mucho, lo que explica la frase de la carta que le escribiera antes de ir a verla. La religiosa era otra de sus invenciones. La que fue, o mejor dicho, las que fueron a la casita aquel día le sugirieron la idea de decir que una monja la estaba persiguiendo, y que utilizó cuando deseaba enterarse de lo que Maude Abernethie decía por teléfono a su cuñada... y también porque deseaba acompañarla a Enderby y descubrir por dónde se encaminaban las sospechas. Luego, el envenenarse usted misma con arsénico, sin llegar a intoxicarse gravemente, es un truco muy antiguo... y sirvió para despertar las sospechas del inspector Morton.
—Pero, ¿y el cuadro? —dijo Rosamunda—. ¿Qué clase de pintura era?
Poirot desdobló lentamente el telegrama.
—Esta mañana telefoneé al señor Entwhistle, persona muy responsable, para pedirle que fuera a Stansfield Grange y actuando en nombre del señor Abernethie... —aquí Poirot miró a Timoteo— buscara entre las pinturas de la habitación de la señorita Gilchrist la que representaba el puerto de Polflexan, con el pretexto de que iban a ponerle un marco para darle una sorpresa a la señorita Gilchrist, y luego llevarla a Londres para que la viese el señor Guthrie, a quien ya había advertido por telegrama. El boceto del puerto de Polflexan fue rascado para dar paso a la pintura original.
«Un Vermeer auténtico. Guthrie.»
De improviso, la señorita Gilchrist comenzó a hablar.
—Yo sabía que era un Vermeer. ¡Lo sabía! ¡Ella no! Mucho hablar de Rembrandts y Primitivos Italianos, y fue incapaz de reconocer un Vermeer cuando lo tuvo bajo sus narices. ¡Siempre alardeando de entender de cosas de arte... sin saber ni una palabra! Era una estúpida. Siempre refunfuñando por este lugar... Enderby, por lo que hacía cuando era pequeña, por Ricardo, Timoteo, Laura y todos los demás. ¡Siempre nadando en la abundancia! Esos niños siempre tuvieron lo mejor. No saben lo molesto que resulta estar oyendo las mismas cosas día tras día, hora tras hora, y tener que decir: «Oh, sí, señora Lansquenet», y «¿De veras, señora Lansquenet?» Fingiendo interés y en realidad estando furiosa... furiosa... furiosa... y sin ningún porvenir... y de pronto... ¡un Vermeer! ¡Leí en los periódicos que un Vermeer fue vendido el otro día por unas cinco mil libras!
—¿Y la mató... de ese modo tan brutal... por cinco mil libras? —Susana parecía no dar crédito a sus palabras.
—Con cinco mil libras —dijo Poirot— hubiera podido alquilar y montar un salón de té.
La señorita Gilchrist volvióse hacia él.
—En fin. Tiene que comprender. Era la única oportunidad que tenía de poder hacerlo.... de conseguir un capital —su voz vibraba con la fuerza de su obsesión—. Iba a llamarle «La Palmera»... y hubiera puesto unos camellos pequeñitos para sostener las minutas. Ahora puede conseguirse porcelana china... Tenía intención de comenzar en alguna barriada donde hubiera gente elegante. Había pensado en Rye... o tal vez Chichester... Estoy segura de que hubiera tenido éxito —hizo una pausa y luego agregó sonriendo—: Mesitas de madera de roble... sillas de mimbre... con almohadones rayados en rojo y blanco...
Por unos instantes, aquel salón de té que nunca iba a existir pareció más real que la victoriana solidez del salón de Enderby...
Fue el inspector Morton quien rompió el encanto con un gesto.
La señorita Gilchrist volvióse hacia él cortésmente.
—Oh, desde luego —le dijo—. En seguida. No quiero darles más preocupaciones. Después de todo, ya que no puedo tener «La Palmera», lo demás no me importa mucho..., desde luego.
Salió de la estancia con el inspector, y Susana dijo con voz alterada:
—Nunca hubiera podido imaginarme que una mujer así fuera una asesina. Es horrible.
Capítulo XXV
—Pero no comprendo lo de las flores de cera —dijo Rosamunda, fijando sus grandes ojos azules en Poirot.
Se hallaban en Londres, en el piso de Elena.
La propia Elena estaba sentada en el sofá y Rosamunda y Poirot tomaban el té con ella.
—No veo que las flores de cera tengan nada que ver con esto —repitió Rosamunda—, ni la mesa de malaquita.
—La mesa de malaquita, no; pero esas flores fueron el segundo error de la señorita Gilchrist. Dijo que hacían muy bonito sobre la mesa de malaquita. Y no podía haberlas visto allí porque se rompió la urna de cristal antes de que ella llegara con el matrimonio Abernethie. De modo que sólo pudo verlas cuando estuvo allí como Cora Lansquenet. Eso demuestra, madame, los peligros de la conversación. Yo mantengo la opinión de que si se puede inducir a una persona a hablar durante un buen rato, sobre cualquier tema, más pronto o más tarde se traicionaría. Eso le pasó a la señorita Gilchrist.