Los ojos de Elena se posaron en un ramo de flores de cera colocado sobre una mesa de malaquita. Cora estuvo sentada junto a aquella mesa cuando volvieron de la iglesia. Se mostró llena de recuerdos y encantada al reconocer viejos objetos; y era evidente que estaba contentísima de haber vuelto a su antigua casa olvidando por completo la razón por la que se hallaban allí reunidos.
«Pero tal vez —pensaba Elena— haya sido menos hipócrita que nosotros...»
Cora nunca supo ajustarse a convencionalismos. Bastaba ver el modo que exclamó ante todos: «Pero fue asesinado, ¿verdad?»
¡Todos los rostros se volvieron a mirarla asombrados, perplejos! Cuan variadas expresiones debieron reflejarse en aquellas caras...
Y de pronto, al evocar la escena, Elena frunció el ceño. Allí hubo algo extraño...
¿Algo...?
¿Alguien?
¿La expresión de algún rostro? ¿Era eso? ¿Algo que... cómo diría... no debiera haber estado allí...?
Lo ignoraba... no conseguiría aclararlo... Pero allí hubo algo... algo... raro.
5
Entretanto, en un restaurante de Swindon, una señora vestida de negro, con sartas de abalorios, estaba tomando té con bollos mientras iba pensando en su porvenir. No estaba triste por la desgracia acaecida. Era feliz.
Aquellos viajes a través del campo resultaban agotadores. Hubiera sido más sencillo regresar a Lychett Saint Mary por la vía de Londres... Y no le hubiese resultado mucho más caro. Ah, ahora eso no importaba. No obstante, ello significaría tener que viajar con la familia... probablemente charlando todo el trayecto. Demasiado esfuerzo.
Sí, era mejor regresar a casa por el campo. Aquellos bollitos eran excelentes. Es extraordinario el apetito que abren los funerales. La sopa de Enderby estaba deliciosa, lo mismo que el soufflé.
¡Qué gente más presuntuosa... e hipócrita! La cara que pusieron... cuando dijo lo del asesinato. ¡Cómo la miraron!
Bueno, había hecho bien en decirlo. Movió la cabeza con gesto de aprobación. Sí, hizo muy bien.
Miró el reloj. Faltaban cinco minutos para que saliera su tren. Sorbió el té, que no era demasiado bueno. Hizo una mueca.
Durante un par de segundos siguió soñando. Soñando con el porvenir que se abría ante ella. Sonrió como una niña feliz.
Al fin iba a divertirse de verdad... Dirigióse apresuradamente al tren de vía estrecha, haciendo planes...
Capítulo IV
1
EL señor Entwhistle pasó la noche muy intranquilo. A la mañana siguiente se sentía tan cansado que no se levantó.
Su hermana, que le llevaba la casa, le subió el desayuno en una bandeja, amonestándole severamente por haber ido al Norte de Inglaterra a su edad y en su delicado estado de salud.
El señor Entwhistle limitóse a decir que Ricardo Abernethie había sido un viejo amigo suyo.
—¡Un funeral! —decía su hermana con desaprobación—. ¡Los funerales son funestos para un hombre de tu edad! Te morirás tan de repente como tu precioso señor Abernethie si no te cuidas un poco más.
Las palabras «tan de repente» le hicieron dar un respingo. Y no tuvo ánimos para discutir.
Sabía perfectamente por qué le habían sobresaltado.
¡Cora Lansquenet! Lo que insinuó era completamente imposible, pero al mismo tiempo le hubiera gustado saber con exactitud lo que la impulsó a pronunciar aquellas palabras. Sí, iría a Lychett Saint Mary para verla. Podía pretextar que iba por algo relacionado con el testamento: Que necesitaba su firma... No era necesario dejarle adivinar que había prestado atención a su estúpido comentario. Pero estaba decidido a ir a verla y pronto.
Terminó su desayuno, y recostándose contra las almohadas se dispuso a leer el Times, que encontró muy aburrido.
Eran cerca de las seis menos cuarto de aquella tarde cuando en la sala sonó el teléfono.
Él mismo descolgó el auricular. La voz que le llegaba desde el otro extremo del hilo era la de un tal señor Jaime Parrott, uno de los socios de Bollard, Entwhistle.
—óigame, Entwhistle —dijo mister Parrott—. Acaba de llamarme la policía de un lugar llamado Lychett Saint Mary.
—¿Lychett Saint Mary?
—Sí. Al parecer... —El señor Parrott se detuvo con cierto embarazo—. Es acerca de la señora Cora Lansquenet; ¿no era una de las herederas de Abernethie?
—Sí, claro. Ayer la vi en el funeral.
—¡Oh! ¿Estuvo en los funerales?
—Si. ¿Qué ocurre?
—Pues... está... es algo extraordinario... ha sido... bueno... ha sido asesinada.
El señor Parrott pronunció la última palabra casi en un susurro. No creía que pudiera significar nada para la firma Bollard, Entwhistle.
—¿Asesinada?
—Sí..., sí..., me temo que sí. Bueno, quiero decir que no existe sobre ello la menor duda.
—¿Y por qué nos han llamado a nosotros?
—Vivía con una amiga, o un ama de llaves, o lo que sea, una tal señorita Gilchrist. La policía le preguntó el nombre de sus parientes más próximos, o de sus abogados. Esa señorita Gilchrist no estaba muy segura de las direcciones de los familiares, pero nos conocía a nosotros. Por eso llamaron aquí en seguida.
—¿Por qué creen que ha sido asesinada? —quiso saber el señor Entwhistle.
—Oh, parece ser que no existe la menor duda... quiero decir que emplearon un hacha o algo parecido... Ha sido un crimen muy violento.
—¿Por robo?
—Eso parece. Encontraron una ventana rota. Faltan algunas chucherías, los cajones estaban abiertos... pero parece ser que la policía opina que pudiera haber algo... bueno... raro en todo ello.
—¿A qué hora ocurrió?
—Entre las dos y las cuatro y media de esta tarde.
—¿Dónde estaba el ama de llaves?
—Cambiando algunos libros en la Biblioteca Pública. Regresó a eso de las cinco y encontró muerta a la señora Lansquenet. La policía desea saber si tenemos alguna idea de quién pudo matarla. Yo dije que no creía que pudiera suceder semejante cosa.
—Sí, claro.
—Debe haber sido algún perturbado de la localidad... que creería poder robar algo, y luego debió perder la cabeza y la mató. Así debió ser... eh... ¿no le parece, Entwhistle?
—Sí... sí... —aceptó ausente.
Parrott tenía razón. Eso fue lo que debió ocurrir...
Pero había oído la voz de Cora diciendo con desenfado:
—Pero fue asesinado, ¿verdad?
¡Qué tonta era Cora! Siempre lo había sido. Diciendo inconveniencias... y las verdades más desagradables...
¡Verdades!
Otra vez aquella maldita palabra...
2
El señor Entwhistle y el inspector Morton se miraron apreciativamente.
Con su estilo claro y preciso, el señor Entwhistle había puesto en conocimiento del inspector todo lo que afectaba a Cora Lansquenet. Su juventud, matrimonio, viudedad, la posición económica y familiar.
—El señor Timoteo Abernethie es su único hermano superviviente y por lo tanto su pariente más cercano, pero está inválido y no puede abandonar su casa. Me ha dado poderes para actuar en su nombre y realizar todas las gestiones que sean necesarias.
El inspector asentía con la cabeza. Era un alivio tratar con un abogado tan capaz. Además esperaba que tal vez pudiera ayudarle a desentrañar lo que empezaba a parecerle un complicado problema.
—Me he enterado por la señora Gilchrist de que la señora Lansquenet había ido al Norte el día antes de su muerte para asistir a los funerales de su hermano mayor Ricardo Abernethie.
—Eso es, inspector. Yo también estuve allí.
—¿No observó nada anormal en sus modales... algo extraño... o sospechoso?