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¡Pobrecita Cora! Con lo ansiosa que estuvo el día anterior por saber si su hermano le dejaba algo. ¡Cuántos sueños de color de rosa habría hecho para el porvenir! ¡Cuántas tonterías hubiera podido hacer... con aquel dinero!

¡Pobre Cora! ¡Qué poco tiempo duraron sus sueños!

Nadie había ganado nada con su muerte... ni siquiera aquel brutal asesino que había arrojado aquellas joyas en su huida. Cinco personas tendrían unos cuantos miles más en su capital..., pero el dinero que acababan de recibir era más que suficiente para ellos. No, no tenían motivos.

Es curioso que la idea del asesinato acudiera a su mente el día antes de ser asesinada.

«Pero fue asesinado, ¿verdad?»

Qué cosa tan ridícula. ¡ridícula! ¡Completamente absurda! ¡Demasiado para mencionarla ante el inspector Morton!

Claro que después de haber hablado con la señorita Gilchrist...

Suponiendo que esa señorita, cosa improbable, pudiera arrojar alguna luz sobre lo que Ricardo dijera a Cora...

«Yo pensé, por lo que él me dijo...»

¿Qué es lo que Ricardo había dicho?

«Debo ver a la señorita Gilchrist inmediatamente», decidió el señor Entwhistle para sus adentros.

3

La señorita Gilchrist era una mujer delgada de rostro marchito y cabellos cortos y grises. Tenía una de esas caras indeterminadas que suelen poseer las mujeres cincuentonas.

Recibió calurosamente al señor Entwhistle.

—¡Cuánta celebro que haya venido! La verdad es que sé tan poco de la familia de la señora Lansquenet... y nunca, nunca tuve nada que ver con un crimen. ¡Es horrible!

El señor Entwhistle estaba seguro de que eran sinceras sus palabras, y su reacción era bien parecida a la de su socio.

—Claro, son cosas que se leen en el periódico —dijo la señorita Gilchrist—, pero ni siquiera así me atraen.

La siguió hasta la salita, mirando a su alrededor. Se olía fuertemente a pintura antigua. El chalet estaba lleno, no de muebles sino de cuadros. Las paredes estaban cubiertas de ellos, pinturas al óleo, oscuras y sucias. También había algunas acuarelas y uno o dos bodegones. Otros cuadros de menor tamaño estaban amontonados bajo la ventana.

—La señora Lansquenet solía comprarlos en las subastas —explicó la señorita Gilchrist—. Le interesaban mucho a la pobre. Iba a todas las subastas de los alrededores. Hoy día están tan baratos... Nunca pagaba más de una libra por un cuadro y algunas veces sólo unos chelines y siempre cabía la maravillosa posibilidad de adquirir algo que realmente fuese una ganga. Solía decir que éste era de la Escuela Primitiva Italiana y que bien pudiera valer un montón de dinero.

El señor Entwhistle contempló el cuadro indicado con expresión dudosa. Cora nunca entendió nada de pintura. Si cualquiera de aquellas telas llegaba a valer cinco libras él... ¡se comería su sombrero!

—La verdad es que yo no entiendo gran cosa de pintura aunque mi padre era pintor —dijo la señorita Gilchrist notando su expresión—, pero no famoso. Cuando niña también yo pinté algunas acuarelas y oí hablar mucho sobre pintura. A la señora Lansquenet le gustaba tener alguien con quien hablar de este tema y que la comprendiera. Pobre, se preocupaba mucho por todo cuanto se relacionase con las obras de arte.

—¿La apreciaba usted?

Era una pregunta tonta. ¿Cómo iba a contestarle que no? Cora debió resultar una mujer muy agradable para vivir con ella.

—¡Oh, sí! —repuso la señorita Gilchrist—. Nos llevábamos muy bien. Ya sabe usted que en algunos aspectos era como una niña. Decía todo lo que se le ocurría. Y su opinión no siempre era muy apropiada...

Nunca se dice de una persona fallecida: «Era tonto de remate», por eso el señor Entwhistle dijo:

—No era una mujer intelectual.

—No... no, puede que no, pero era muy lista; muy lista. Algunas veces me sorprendía ver cómo se las arreglaba para dar siempre en el clavo.

El señor Entwhistle contempló a la señorita Gilchrist con creciente interés. Tampoco la creía tonta.

—Ha estado usted varios años con la señora Lansquenet, según tengo entendido.

—Tres y medio.

—Usted, eh... le hacía compañía y además, eh... llevaba la casa.

Era evidente que había tocado un punto delicadísimo. La señorita Gilchrist enrojeció.

—¡Oh, sí! Desde luego. Yo hacía la comida... me encanta cocinar, limpiar el polvo y realizar, en fin, algunos trabajos ligeros. Claro que ninguna faena ruda —el señor Entwhistle no tenía la menor idea de lo que eran las faenas rudas y se limitó a exhalar un murmullo ahogado—. Para ello venía del pueblo la señora Panter dos veces a la semana. Comprenda, señor Entwhistle, yo no hubiera podido soportar ser la criada de nadie. Mi salón de té se vino abajo... durante la guerra. Era un lugar delicioso. Se llamaba «El Sauce», y toda la porcelana era de color azul... muy bonita... y los pasteles, buenos de verdad. Siempre he tenido muy buena mano para los pasteles y tortas. Sí, me iba divinamente. Cuando vino la guerra, todo se racionó y el negocio quebró... Cosas de la vida, es lo que siempre dije, trato de consolarme así. Perdí el poco dinero que me había dejado mi padre y que invertí en mi tienda, y tuve que buscar alguna ocupación. No sabía hacer nada. Así que me empleé como dama de compañía de una señora... pero era muy áspera y cargante. Luego hice algunos trabajos de oficina; no me gustaban, y al fin di con la señora Lansquenet. Desde el principio estuvimos de acuerdo en todo. Su esposo había sido un artista, como mi padre —la señorita Gilchrist se detuvo para tomar aliento y agregó con tono triste—: Pero, ¡cómo quería yo a mi saloncito de té! ¡Con un público tan distinguido como tenía!

Contemplándola, Entwhistle la imaginó dando órdenes a un grupo de camareras vestidas de azul, rosa o naranja, que servían el té a una clientela exclusivamente femenina. Debía haber muchas señoritas Gilchrist por el país, todas parecidas, de rostro marchito, boca obstinada y cabellos grises.

La solterona proseguía:

—Pero no debo hablar tanto de mí misma. Los policías han sido muy amables y considerados. Muy amables, ya lo creo. El inspector Morton vino de Jefatura y ha sido muy comprensivo. Incluso lo arregló todo para que fuese a pasar la noche al pueblo con la señora Lake, pero yo dije: «No. Considero mi deber quedarme aquí al cuidado de todas las cosas de la señora Lansquenet.» Se llevaron... el... —la señorita Gilchrist tragó saliva— el cadáver, claro, y han cerrado su habitación, y el inspector me dijo que dejaría un agente toda la noche, en la cocina... a causa de la ventana rota... aunque ya la arreglaron esta mañana..., ¿dónde estaba? ¡Oh, sí!, le dije que estaría perfectamente en mi habitación, aunque confieso que puse la cómoda contra la puerta y un jarro de agua en el alféizar de la ventana. Nunca se sabe... y si por casualidad se trataba de un maniático... ¡Se oye decir tantas cosas!

Aquí se interrumpió y Entwhistle apresuróse a decir:

—Conozco los datos principales. El inspector Morton me ha puesto al corriente; pero si no le molestara demasiado darme su opinión...

—Pues claro que no, señor Entwhistle, Sé lo que siente. Los policías son tan impersonales, ¿no es cierto? Pregunte lo que quiera. Estoy dispuesta.

—La señora Lansquenet regresó del funeral la noche antepasada —comenzó el señor Entwhistle.

—Sí, su tren no llegó hasta bastante tarde. Yo había ordenado que fuera un taxi a esperarla, tal como me dijo. Estaba muy cansada, pobrecilla... como es natural..., pero de muy buen humor.

—Sí... sí. ¿Habló de los funerales?

—Poco. Le di una taza de leche caliente... no quiso tomar nada más... y me dijo que la iglesia estaba completamente llena y que había montones y montones de flores... ¡Ah!, y también que sentía no haber visto a su otro hermano... Timoteo... ¿No se llama así?