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Entonces, Lisa se apartó del teléfono y cruzó la terminal del aeropuerto, mientras apretaba los dientes. Sí, quería recibir la misma paga que un hombre, de modo que una vez más tenía que humillarse ante el jefe y salir a ganarse el pan.

Llegó cinco minutos tarde a la licitación. Como de costumbre, era la única mujer de la sala. El ingeniero que representaba al municipio estaba abriendo un sobre sellado cuando Lisa fue a ocupar una silla plegable en el fondo de la sala. Extrajo de su bolso un bloc y una pluma, después miró con disimulo al hombre que estaba sentado al lado, mientras este anotaba el importe de la oferta que acababan de leer.

Lisa escribió deprisa en su bloc, y después se inclinó para preguntar:

– ¿Cuántas ofertas han abierto?

Él contó con la punta de su bolígrafo.

– Hasta ahora, solo seis.

– ¿Tiene inconveniente en que las copie?

– De ningún modo.

El hombre desvió la libreta para que ella la mirara con más comodidad, y Lisa anotó los seis nombres y los importes. Al pasear los ojos por la sala, descubrió un número muy elevado de representantes de contratistas. El decaimiento de la economía nacional, unida al nivel relativamente reducido de construcción de viviendas, determinaba que los contratistas viajaran más y negociaran con mayor dureza para conseguir trabajo.

La urbanización de Aurora en Denver había atraído mucha atención, pues era una de las ciudades norteamericanas de medianas proporciones que crecían con más dinamismo. Aurora había resuelto su problema más grave; la escasez de agua, trayéndola desde Leadville a unos ciento sesenta kilómetros de distancia. Pero ese agua necesitaba ser depurada y sometida a tratamiento químico antes de usarla; y después el agua residual requería tratamiento de depuración. Todos los contratistas que estaban en la sala sabían que era muy ventajoso sumarse al dinamismo de la ciudad. Ganar ese concurso era como arrancar la primera ciruela madura en un huerto muy abundante.

De pronto, a Lisa se le endurecieron los músculos, cuando oyó la voz del ingeniero municipal que resonaba en la sala, y leía el nombre escrito en el siguiente sobre.

– Compañía Constructora Thorpe, de Kansas City.

Lisa sintió que el corazón le latía aceleradamente. ¡Sin duda se trataba de un error! Exploró la sala con la mirada buscando a otro empleado de la empresa, pero ella era la única. ¿Cómo había llegado allí aquel sobre? Apenas tuvo tiempo de formularse la pregunta, cuando un abrecartas de bronce abrió el grueso sobre con un sonoro rasguido y, mientras Lisa continuaba sumida en su sorpresa, oyó la oferta:

– Cuatro millones doscientos.cuarenta y nueve mil dólares.

El corazón le latió como un tambor y se apretó el pecho con la mano. «¡Dios mío! ¡Hasta ahora mi oferta es la más baja!» Paseó la mirada sobre las caras de los que habían quedado excluidos con esta oferta, que entonces suspiraban decepcionados.

Lisa no conocía nada que igualara a la alegría de estos momentos. El dulce sabor de la venganza ya estaba consiguiendo que se le hiciera la boca agua ante la idea de regresar a Kansas City y exponer la noticia ante los ojillos de cerdo de Floyd A. Thorpe.

Leyeron otra oferta: cuatro millones seiscientos. ¡La suya continuaba siendo la más baja!

Necesitó realizar un gran esfuerzo para sentarse tranquilamente en su silla y esperar. Cuántas veces había participado en reuniones de esta clase y había conocido ese sentimiento de alegría, hasta que en el último momento alguien la superaba. Solo podía haber un ganador, y cuanto más elevado el número de ofertas, más grande la gloria; cuanto más grande la tarea, mayores las posibles ganancias. Y este proyecto era importante…

Lisa se mordió el labio inferior tratando de contener su entusiasmo cada vez más intenso, cuando se abrieron y leyeron tres ofertas más; ninguna de ellas fue inferior a la suya.

Por fin, el ingeniero del municipio sonrió y anunció la última oferta:

– Brown & Brown, Inc., Kansas City, Missouri -dijo, mientras levantaba el voluminoso sobre y lo abría. En la habitación reinaba el silencio más absoluto. Incluso antes de leer en voz alta la cifra, se amplió la sonrisa del ingeniero, y Lisa experimentó una premonición de desastre.

– ¡Cuatro millones doscientos cuarenta y cinco mil dólares!

Lisa sintió que el alma le caía a los pies. Se encogió, apoyándose en el respaldo de la silla, y trató de evitar que se advirtiera su desilusión. Tragó saliva, cerró los ojos y respiró hondo, mientras el ruido de pasos y los golpes metálicos de las sillas colmaban la habitación. Sintió el cuerpo pesado como plomo, pero con mucho esfuerzo consiguió ponerse de pie. Perder era duro. Pero ocupar el segundo lugar resultaba más difícil. Y ocupar el segundo lugar solo por cuatro mil dólares, en un trabajo que valía más de cuatro millones, representaba un auténtico sufrimiento.

Cuatro mil dólares… Lisa contuvo un gesto irónico. Lo mismo podrían haber sido cuatro centavos. ¿Podía haber algo más difícil que felicitar al ganador en un momento así? El hombre que estaba al lado de Lisa se acercó al núcleo de gente que, según supuso, se agrupaba alrededor del vencedor. Alcanzó a entrever los cabellos negros de un hombre, los hombros anchos. Y de inmediato se incorporó.

«Cortesía», pensó desalentada, y sintió deseos de prescindir de las felicitaciones.

Era evidente que el hombre se sentía muy complacido. Su ancha sonrisa se volvió hacia un competidor que lo criticó con buen humor:

– ¡Lo conseguiste otra vez, Sam, maldito seas! ¿Por qué no dejas algo para los demás?

La sonrisa se convirtió en risa franca cuando la mano bronceada estrechó la de su interlocutor, mucho más clara.

– La próxima vez, Marv, ¿eh? Mi suerte no puede ser eterna. -Otros le estrecharon la mano y formularon breves comentarios, mientras Lisa esperaba su oportunidad de acercarse. La mano grande del hombre estaba estrechando la de otro participante, cuando sus ojos se encontraron con los de Lisa.

Esos ojos estaban hundidos en una cara de piel bronceada. Las arrugas en las comisuras de los ojos sugerían que había pasado muchas horas al sol y al aire libre. Tenía la nariz angosta, con un perfil nórdico; los labios sonreían ampliamente, complacidos con la situación. El cuello era grueso, y mantenía el cuerpo más erguido que cualquier otro hombre de los que estaban en la sala. Lisa alcanzó a ver una cruz de plata y turquesas que descansaba en el hueco del cuello abierto de su camisa, mientras los hombros se volvían hacia ella. La mano del individuo se desprendió de la del interlocutor que todavía le hablaba, como si el ganador hubiera olvidado al otro en medio de una frase.

– Felicidades… Usted es Sam, ¿verdad? -Lisa le ofreció la mano. El apretón que recibió fue impresionante.

– Así es. Sam Brown. Y gracias. Esta vez me faltó poco para perder la licitación.

Lisa entreabrió los labios y sus ojos se agrandaron. ¿Sam Brown? La coincidencia era demasiado grande para creerla. ¿Sam Brown? ¿El mismo Sam Brown que leía revistas audaces? Por cierto, ese hombre no parecía el tipo de individuo que necesitaba esa clase de lectura.

Lisa contuvo el absurdo deseo de preguntarle si usaba desodorante de la marca que ella había encontrado en la maleta, y en cambio levantó los ojos hacia sus cabellos, para saber a qué atenerse… en efecto, tenía cabello castaño oscuro, lacio, y estaba pulcramente peinado. En una evocación en realidad absurda, ella recordó los calzoncillos azules, e imaginó que veía al hombre con esa prenda, y ahora comenzó a sentir que el sonrojo le subía desde el ombligo.

– No necesita decirme que por poco pierde la licitación -contestó Lisa-. Yo soy la persona que salió segunda. -La mano de Sam Brown era fuerte y cálida, y retuvo demasiado tiempo la de Lisa-. Soy Lisa Walker, de Construcciones Thorpe.

Él frunció el ceño sorprendido, y Lisa al fin consiguió desprender la mano.