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– Lisa, no estoy seguro… no, olvida eso, empezaré de nuevo. -Apartó la mano de su propia nariz, pero tenía la voz tensa, con un inconfundible acento de fatiga-. Lisa, creo que te amo.

Era lo que menos esperaba escuchar de sus labios. Se le llenaron los ojos de lágrimas y le latió con fuerza el corazón. Buscó la mano de Sam entre los dos asientos, la encerró entre las suyas y se la llevó hasta los labios. Sobre el dorso de esa mano depositó algo más que un beso. Era como si quisiera absorber su textura, su tibieza y su seguridad. Y también era como un modo de disculpa.

Lisa enderezó los dedos largos y apretó la mejilla y la frente contra los nudillos.

– Oh, Sam -dijo con tristeza apoyando los labios sobre la mano, después se la llevó al lado de su cuello, y la apretó bajo la barbilla, mientras el pulso le latía aceleradamente-. Creo que yo también te amo.

En el interior del cuerpo de Lisa todo se manifestaba como si allí se estuviera desarrollando una tormenta igual a la que prevalecía afuera. Pasó las yemas de los dedos sobre la cara interior de la muñeca de Sam y sintió su pulso acelerado; pero él se sentó como antes, hundido en la butaca.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Sam, y ella comprendió que ese hombre estaba muy cerca de obligarla a contar el porqué se disponía a ausentarse de su vida con tanto misterio durante una semana.

– Esperar y ver. Ambos hemos dicho que lo pensaríamos.

Pero incluso a los ojos de Lisa la respuesta parecía impropia, y percibió que la frustración de Sam se agravaba.

– ¿Esperar? -rezongó, y la cólera surgió de nuevo a la superficie, mientras él preguntaba con voz dura:

– ¿Cuánto tiempo?

Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de los de Lisa.

– Sam, déjame entrar.

Él pareció reflexionar un momento, como si calculara el efecto de la pregunta antes de formularla.

– ¿Puedo entrar contigo?

Ella le soltó enseguida la mano.

– No, Sam, esta noche no.

– ¿Por qué? -Él se enderezó en el asiento, y pareció que su cuerpo se endurecía al mismo tiempo que se inclinaba hacia ella.

– Yo… -Pero no atinaba a explicarlo. Solo sabía que el asunto guardaba relación con la visita de sus hijos al día siguiente, y con el sentimiento de su propia incapacidad. Pero antes de que pudiera hallar una respuesta, la voz de Sam resonó muy fría en el tenso espacio que los separaba.

– Está bien, ven aquí. -y antes de que ella pudiera adivinar sus intenciones, tendió las manos hacia Lisa, en un gesto insolente que antes nunca había usado con ella y la acercó al asiento, hasta que ella apoyó el cuerpo contra el pecho de Sam. Comenzó a besarla con una desagradable falta de sensibilidad.

– Sam… ¡no! -Ella se debatió, rechazándolo instintivamente, pero él la sostuvo por las muñecas, y manifestó una temible fuerza en la expresión de su cólera. Mientras, los dos se miraron medio inclinados sobre el asiento del coche. Los dedos de Sam se hundieron en la piel suave de Lisa, allí donde se manifestaba con más fuerza el pulso. Las lágrimas temblaron en los párpados de la joven, y el miedo pareció subirle por la garganta.

– ¿Por qué te resistes? Deseo que me des una buena despedida. Eso es todo.

– Sam… -Pero antes de que por sus labios tensos brotaran más palabras, ella se vio arrojada contra su pecho duro, y su mano derecha quedó atrapada entre los cuerpos, de modo que ya no pudo utilizarla. Y entretanto, la voz de Sam le lastimaba el oído.

– Acabo de decirte que creo que te amo, y tú me has confirmado lo mismo. En vista de eso, creo que merezco una despedida apropiada. -Ella intentó rechazarlo con la mano libre, pero él la controló sin mayor dificultad, mientras abría brutalmente el cierre de sus pantalones y deslizaba su mano bajo la tela.

– Sam… ¿por qué… por qué haces… esto? -sollozó.

Pero él se mostró implacable.

– ¿Por qué? -Su mano invadió la parte del cuerpo femenino que él nunca había tocado si no era con la mayor ternura, pero su voz convirtió el acto en una burla-. Para esto me tienes, ¿no es verdad? Eso es lo que quieres de mí, ¿no es cierto?

La manoseó con habilidad consumada, mientras un inenarrable sentimiento de pérdida se manifestaba en Lisa. Ahora, ella sollozaba sin ruido, y, en algún lugar de su mente, surgía el pensamiento de que ella misma había provocado esa reacción. La confesión del amor realizada por Sam había equivalido a una invitación para que Lisa confiara en él, y, sin embargo, ella se había negado de nuevo. Las lágrimas descendían por su cara cuando ella por fin renunció a la lucha y yació pasivamente sobre el cuerpo duro y excitado de Sam, y le permitió hacer lo que se le antojara.

Con la misma rapidez con que se había manifestado, el espíritu de lucha se disipó en él. Su mano cayó inerte mientras su pecho todavía jadeaba a causa de la emoción. El corazón de Sam latía a través de la delgada tela de la blusa de Lisa, y él respiraba compulsivamente. Al oír aquel sonido, ella también contuvo las lágrimas que le anudaban la garganta. Poco a poco los dedos de Sam se retiraron para descansar sobre la piel suave y tibia de su vientre. Ninguno de los dos habló.

En esos momentos, mientras yacía sobre él, sintiendo su respiración torturada sobre su cuello, Lisa vio la muerte de aquel amor que podía haber sido. Contuvo los sollozos que luchaban por salir a causa de la destrucción de algo que los dos habían construido lenta y cuidadosamente, algo que había encerrado una promesa tan luminosa poco tiempo atrás.

Y por Dios, ¡cómo dolía! Él había atacado uno de los puntos más vulnerables de Lisa, y lo había usado en contra de ella, muy consciente de que su actitud la humillaría. Lisa deseaba poder retroceder diez minutos y comenzar a vivirlos de nuevo. Pero a lo sumo, podía apoyar la muñeca sobre los ojos, mientras los músculos de la garganta se sacudían espasmódicamente. Entretanto, yacía sobre Sam como una flor cortada, mustia por culpa del mismo sol que otrora le había infundido vida.

Lisa abrió los ojos y miró sin ver los hilos de lluvia que descendían por el parabrisas. Los chispazos intermitentes del relámpago habían convertido el verde en un color fantasmagórico. Durante un minuto se sintió desorientada y como dividida.

Después, encontró la fuerza necesaria para reaccionar y enderezar el cuerpo, muy lentamente, apoyándose en los muslos de Sam y pasando los dedos temblorosos a través de sus propios cabellos en desorden, pero todavía incapaz de encontrar la fuerza necesaria para separarse por completo de él.

– Cheroqui…

– ¡No! -La palabra que él había comenzado a pronunciar quedó cortada por el endurecimiento de los hombros de Lisa y la contundente negativa. Ella había movido una mano en un gesto de advertencia, pero todavía continuaba apoyada sobre él, todavía le daba la espalda. Siguió un silencio mortal, interrumpido solo por el tamborileo de la lluvia en el techo del vehículo y el estallido del trueno.

Después, un músculo tras otro, ella desplazó su cuerpo fatigado hacia el lado más extremo del asiento, y separó sus piernas de las piernas de Sam. Del mismo modo intencional, él se enderezó detrás del volante, colgó las manos sobre él y miró al frente durante varios segundos, antes de descender muy despacio la frente sobre los nudillos.

Ella se acomodó la blusa, cerró y abotonó los pantalones, y se inclinó para calzarse, todo con los movimientos rígidos de una autómata. Pero cuando extendió la mano para recoger su bolso y después para abrir la puerta, Sam alzó la cabeza y apoyó una mano sobre el brazo de la joven, para detenerla.

– Cheroqui, discúlpame. Hablemos de esto.

– No me toques -dijo ella con voz neutra-. Y no me llames cheroqui.

Sam retiró la mano, pero su voz tenía cierto acento persuasivo.