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Incapaz de concentrarse en el trabajo, Lisa siguió observando a Sam. Se recreó en el perfil de los músculos de las piernas, enfundadas en los pantalones, esos músculos en los que ella había reparado por primera vez en la puerta principal de su casa, aquella mañana estival que había cambiado para siempre su vida. También recordó la voz de Sam, cuando le sugería muchas intimidades al oído y aliviaba su alma dolorida con expresiones reconfortantes, precisamente cuando más las necesitaba.

Estar sola con él, sin la compañía de otras personas, elevó su tensión emocional hasta tal punto que Lisa tuvo la sensación de que con un gesto involuntario de su brazo, podía cortar ese hilo imaginario ahora estirado al máximo.

Sam presentó ofertas por varias máquinas, y, en definitiva, compró dos. Luego concertó acuerdos acerca del pago y el traslado con el financiero que colaboraba con el rematador.

Cuando regresaron al coche alquilado era bastante tarde y las autopistas de Denver estaban atestadas. Lisa no tenía idea del lugar en que se alojarían, pero temía que Raquel de nuevo hubiera reservado habitaciones en el Cherry Creek. Pero vio aliviada que Sam dirigía el coche aun hotel distinto… un edificio alto cercano al aeropuerto. Se registraron juntos, pero tomaron dos habitaciones separadas. Sam presentó la tarjeta de crédito de su empresa sin manifestar el más mínimo atisbo de incomodidad. Entregó aLisa una de las llaves y juntos subieron en el ascensor hasta el noveno piso. El corredor alfombrado estaba silencioso, cuando los dos se acercaron a las puertas contiguas.

Lisa supuso que Sam le sugeriría que se encontraran para cenar; en cambio, abrió su puerta, echó una ojeada al interior y comentó:

– Hum… parece una habitación agradable. -Después, levantó su maleta y respondió a la pregunta que estaba en la mente de Lisa-: Nos veremos por la mañana.

Habría sido poco elegante e incluso imprudente señalar que ella se sentía sola y extrañaba la compañía de Sam, y que deseaba pasar la noche con él. En cambio, entró en su habitación solitaria y se apoyó desalentada en la puerta cerrada, los ojos fijos en la alfombra verde y a juego con el cubrecama sin ver ninguna de las dos cosas. Lo que tampoco vio fueron la cara, las manos y el cuerpo del hombre amado, del hombre que estaba separado de ella por una pared de yeso y por el obstáculo igualmente concreto de unas normas a las cuales ellos mismos se sometían. Saber que estaba allí, tan cerca y sin embargo inalcanzable, constituía una tortura. Mientras ella miraba la habitación solitaria, notó el escozor de las lágrimas. Sentía una fuerza que le apretaba el pecho. Se acercó a la ventana y contempló el horizonte de Denver…las grandes Torres Occidentales, la plaza, y a lo lejos las Torres Anaconda. El sol se ponía detrás de las montañas, que aparecían en primer plano como una sucesión de escalones, en una gama que iba desde el púrpura oscuro al lavanda claro, en tres capas diferentes, desde la tierra al cielo.

Se apartó de ese panorama desconcertante y cayó sobre la cama, tratando de contener las lágrimas. Sam, sabes que te amo. ¿Por qué me haces esto? Después de llorar se sintió mejor y fue a lavarse la cara; retocó el desastre de su maquillaje, y en definitiva bajó para cenar, pues era evidente que Sam no tenía intención de invitarla a compartir su mesa.

Mientras cenaba sola, la cólera comenzó a sustituir al sentimiento de ofensa. Su ego le dolía. «¡Maldito seas, Sam Brown, maldito seas! ¡Maldito seas! ¡Maldito seas!»

De regreso a su cuarto, dejó la llave sobre la cómoda y miró hostil a la pared; un minuto después le aplicó el oído, y le pareció que podía escuchar el sonido del televisor en la habitación de Sam, pero no estaba segura. Encendió su propio televisor, pero los programas no le interesaron en absoluto. Se arrojó sobre la cama, acomodando las almohadas bajo la espalda. Su cólera se había atenuado ahora, dejándola desesperada y con un ansia abrumadora que anulaba su sentido común.

A las nueve y cinco de la noche descolgó el teléfono y marcó el 914.

– ¿ Sí? -dijo la voz de Sam. -Cerró los ojos y apoyó la mano en el respaldo de la cama. El corazón le latía como un tambor, y sentía la lengua seca e hinchada.

– Esta es una llamada telefónica obscena de la habitación 912. ¿Quieres… por favor, venir y… y… -Pero le falló la voz mientras agarraba con fuerza el teléfono y tragaba saliva.

– ¿Y qué?

Por Dios, al parecer él no estaba dispuesto a ayudarla. Quería prolongar aquella farsa. Ella se tragó el orgullo, cerró los ojos y reconoció la verdad.

– Pensaba pedirte que me hicieras el amor, pero te necesito por muchas más razones que esa. Te extraño tanto que ya no encuentro nada bueno en mi propia vida.

Lisa tuvo la impresión de que él suspiraba fatigado, y lo imaginó, quizá apoyando la espalda en la pared del otro lado, a pocos centímetros de ella. La Tierra pareció realizar una vuelta completa antes de que él preguntara finalmente:

– Lisa, ¿ahora estás segura?

Las lágrimas brotaron de los ojos de Lisa.

– Oh, Sam, ¿qué estuviste tratando de hacerme estas últimas semanas?

– Te estuve ofreciendo la oportunidad de que te curaras.

En medio de su sufrimiento ella percibió un primer rayo de esperanza. Cerró los ojos, y comprendió que eso era también lo que ella había tratado de hacer.

– Sam, por favor… por favor, ven aquí.

– Está bien -dijo él en voz baja, y cortó la comunicación.

Un instante después se oyó un suave golpe en la puerta.

Cuando la abrió, Lisa retrocedió, enlazando sus propios dedos y apretándose el vientre con las manos. Se miraron durante un momento interminable, y él se mantuvo con el hombro apoyado en el marco de la puerta. Estaba vestido con calcetines negros, pantalones grises y una camisa celeste sostenida por un solo botón al nivel de la cintura. Los faldones colgaban fuera de los pantalones, sus cabellos en desorden también estaban alborotados.

– ¿Ya estabas durmiendo? -preguntó Lisa con expresión culpable.

Él negó con la cabeza, en un gesto de fatiga.

– Creo que no he dormido estas últimas seis semanas… excepto hoy en el avión.

¿Era posible que ella no hubiera advertido las arrugas en el contorno de los ojos, y el gesto de cansancio en la boca?

– ¿Por mi culpa? -preguntó Lisa con expresión esperanzada.

Él se apartó del marco de la puerta, e inclinando hacia delante la cabeza se giró y cerró lentamente. Sam suspiró y al fin volvió a mirarla.

– ¿Qué te parece? ¿Qué es lo que tú crees? -preguntó con voz neutra.

Ella lo miró, cegada por el dolor y las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos.

– No he sabido qué pensar desde que te fuiste de mi casa aquella noche. Yo… tú… has sido…-Se cubrió la cara con las manos, y los sollozos le sacudieron los hombros-. Yo… yo… te amo tanto -dijo con voz sofocada, hablando a través de sus propias manos.

Él se acercó a Lisa, y sus manos cálidas se cerraron sobre las muñecas de la joven, obligándola a mostrar la cara. Depositó un beso suave en el borde de los dedos, que estaban humedecidos a causa de las lágrimas.

– Yo también te amo -dijo, la voz suavizada por el dolor.

Con un grito breve y ahogado ella se arrojó sobre Sam, y le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra su cuerpo. También los brazos de Sam la presionaron tenaces, mientras oprimía la cara sobre su cuello tibio. Sam se balanceó hacia delante y hacia atrás, y repitió varias veces el mismo movimiento, manteniéndose con los pies separados mientras sostenía con firmeza el cuerpo de Lisa pegado a su propio cuerpo. Ninguno de los dos habló, y ambos sentían que la proximidad los reconfortaba.

Los pechos, el vientre y los muslos de Lisa se pegaban al cuerpo rígido de Sam, y parecía que en la mente de ella no había otra palabra que el nombre del ser amado -Sam, Sam, Sam-, y con la dulce comprensión de que él era lo que necesitaba para completar no solo su cuerpo, sino también su vida, su ser.