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– Regresaré a casa en septiembre o, todo lo más, en octubre, abuelo… Te lo juro.

El anciano la miró y sacudió la cabeza, diciendo que había oído aquellas mismas palabras hacía mucho tiempo y que Roland nunca regresó a casa de sus vagabundeos por el mundo. Jamás.

– Eso es distinto, abuelo.

– ¿De veras? ¿Y por qué? ¿Qué te inducirá a volver, Audrey? ¿El sentido de la obligación para conmigo? ¿El sentido del deber? ¿Es eso lo que te inducirá a regresar?

Habló casi con amargura y, sin embargo, cuando Audrey se ofreció para quedarse, no quiso que anulara el viaje. Sabía lo mucho que significaba para su nieta y sabía asimismo que, por el bien de su Audrey, tenía que permitírselo, por mucho que a él le doliera. De repente, se sintió muy viejo, como si algo que hubiera mantenido a raya durante muchos años le hubiera vencido súbitamente. Siempre había temido que, algún día, ella le dejara. Aquel día, la muchacha seguiría las huellas de su padre. Se le parecía enormemente y siempre estuvo muy encariñada con aquellos malditos álbumes. Ahora los había dejado en su habitación para irse a vivir las aventuras de su padre con su cámara Leica al hombro.

Audrey abrazó al abuelo en la estación, percatándose de lo frágil que era, y se arrepintió de su fuga, pensando que ojalá Harcourt no la hubiera empujado a hacer balance de su vida. ¿Con qué derecho lo hizo? Sin embargo, en cierto modo se lo agradecía. Tenía que hacerlo, era absolutamente imprescindible… para su propio bien. Necesitaba hacer algo para su propio bien, no por el del abuelo o el de Annie. Lo recordó apretando con fuerza las manos del abuelo y no pudo contener las lágrimas cuando éste la abrazó. Le miró muy emocionada mientras los demás permanecían a cierta distancia. Se sentía como una chiquilla que se dispone a abandonar el hogar por primera vez. Recordó de repente el dolor de su partida de Hawai, a la muerte de sus padres.

– Te quiero, abuelo… Volveré a casa muy pronto, te lo prometo.

El anciano tomó suavemente el rostro de su nieta entre las manos y besó en silencio las mejillas surcadas por las lágrimas. Había perdido todo rastro de dureza y la angustia que sentía había dejado al descubierto todo su amor.

– Cuídate mucho, nenita. Vuelve cuando estés preparada para hacerlo. Te estaremos esperando.

Habló en voz baja y fue su manera de decirle que ya se las arreglaría sin ella. No estaba muy convencido de ello, pero comprendía que la muchacha tenía derecho a la libertad. Se había dedicado por entero a él en el transcurso de los últimos quince años y ahora le correspondía disfrutar un poco de la vida. Aunque a él no le hacía gracia que viajara sola, Audrey insistía en que estaban en 1933 y en la era moderna no había razón para que no pudiera ir sola por el mundo. Además, sólo viajaría por Europa. Quería ponerse en contacto con amigos de su padre que vivían en París y en Londres, en Milán y en Ginebra. En todas partes había personas a las que podría recurrir, pero, en aquellos instantes, sólo tenía ojos para el abuelo. Le vio bajar lentamente del tren con el bastón en la mano y el sombrero en la cabeza y permanecer orgullosamente de pie en el andén, con los ojos clavados en los de ella. Cuando, por fin, el tren se puso en marcha, la miró sonriendo. Era su regalo de despedida, una forma de bendecir su aventura. Harcourt no la abrazó con demasiada fuerza cuando le dio el beso de despedida, y Annabelle no paró de hablar, comentando que no sabría qué hacer si la niñera de Winston se fuera o la doncella del piso de arriba la dejara plantada. Harcourt tenía tazón. Había hecho demasiado por todos ellos. Y ahora le tocaba la vez a ella. Agitó una mano todo el rato que pudo. Después, el tren tomó una curva y todos desaparecieron de su vista como un espejismo.

Tardó dos días y dos noches en llegar a Chicago, y se pasó todo el rato leyendo las novelas que llevaba consigo. Tenía un compartimiento privado con salón y sofá-litera. El primer día terminó Muerte en la tarde de Ernest Hemingway y se llenó de emoción leyendo las descripciones de las corridas de toros que tanto la intrigaban. A continuación, leyó Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Ambos le parecieron muy adecuados para su aventurero estado de ánimo. Apenas habló con nadie mientras atravesaba el país. Sólo bajaba de vez en cuando del tren para estirar las piernas, comer cosas indigeribles en los restaurantes de las estaciones y chupar después los caramelos que se compraba; leía hasta muy entrada la noche en su compartimiento del tren. Se lo pasaba muy bien y, por primera vez en su vida, no tenía que pensar más que en sí misma. No se veía obligada a organizar comidas ni aprobar menús, regañar a las sirvientas o vestirse para la cena. En el transcurso del viaje, llevó una falda gris de franela, combinada con las distintas blusas que se compró. Empezó con una blusa de crespón de seda color de rosa y un collar de perlas que el abuelo le regaló al cumplir los veintiún años. El tercer día se puso una blusa de seda gris y la última noche otra de seda blanca. La noche en que se detuvieron en Denver se puso un chaquetón de zorro, pero la temperatura fue aumentando conforme el tren avanzaba. Estaban a mediados de junio y, al llegar a Chicago, Audrey se puso un vestido de hilo blanco y unos zapatos blancos comprados especialmente para el viaje con una tira azul marino cruzando el empeine. Eran la última moda y se sintió muy elegante al descender del tren con un gran sombrero inclinado hacia un lado y el cabello cobrizo enmarcándole el rostro. Se llevó todo el equipaje al La Salle Hotel donde pasó la noche antes de volver a tomar el tren a la mañana siguiente para recorrer el corto trayecto hasta Nueva York. Al llegar, se emocionó muchísimo. Hubiera deseado echarse a reír en plena calle. Incluso el dolor de dejar a los suyos se había amortiguado.

Volvió a angustiarse cuando habló con el abuelo, pero sólo un poco. Éste contestó al teléfono con aspereza para disimular su soledad.

– ¿Con quién hablo? -ladró el abuelo.

Audrey esbozó una sonrisa, con la mirada fija en la ventana de la habitación del hotel.

– Soy yo, abuelo -repitió Audrey-. No es posible que me hayas olvidado tan pronto.

– Estaba escuchando a Walter Winchell en la radio. -Audrey calculó rápidamente la diferencia de horario y comprendió que le mentía. No quería que ella supiera que estaba sentado al lado del teléfono, rezando para que ella le llamara-. ¿Dónde demonios estás?

– En Chicago. En el La Salle Hotel.

Antes de irse, le dejó el itinerario aproximado en el que figuraba el La Salle.

– ¿Qué es eso? ¿Una pensión de mala muerte?

– ¡No, por Dios! -Audrey se echó a reír. Se sentía muy lejos de casa y sufría por la soledad del abuelo-. Está cerca de una calle que llaman el Loop. Tú te alojaste aquí una vez. Me lo dijiste tú mismo.