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– ¿Cuándo sales?

– Dentro de dos días.

Audrey sabía que su hermana no la envidiaba. Se mareaba mucho en las travesías de ida y vuelta a Hawai, y ahora le seguía ocurriendo lo mismo. Harcourt dijo que, durante el viaje de luna de miel, no salió para nada de su camarote del lie de Trance. Sin embargo, se recuperó inmediatamente una vez en París. Chanel, Patou, Vionnet: lo recorrió todo y se gastó una fortuna.

– Cuídate mucho y dale recuerdos al abuelo.

– Nunca me llama -gimoteó Annabelle.

– ¡Pues llámale tú, mujer! -dijo Audrey, hastiada. A Annie jamás se le ocurría ir hacia los demás. Siempre esperaba que todo el mundo fuera hacia ella-. Ahora te necesita.

– De acuerdo, le llamaré. ¡Y llámame si te decides a ir a El Morocco!

Audrey se rió para sus adentros mientras colgaba el teléfono. Cuan distintas eran la una de la otra. A Annie no le hubiera gustado lo más mínimo el viaje que ella pensaba efectuar por Europa. Chanel y Patou no figuraban en su itinerario. Tenía otras cosas más importantes que hacer. En cuanto subió a bordo del trasatlántico, sintió que el corazón se le desbocaba. Contempló las cuatro chimeneas del Mauretania y comprendió que sus sueños se estaban haciendo realidad. Olvidó incluso los álbumes de su padre. Cuando se instaló en su camarote de la cubierta A, sólo pudo pensar en sus viajes, en sus aventuras, en sus planes. Nadie acudió a despedirla, claro, pero ella subió arriba cuando zarparon y contempló cómo el buque se iba alejando lentamente del muelle mientras los pasajeros arrojaban serpentinas y confetis y llamaban a los amigos que se encontraban en tierra. La sirena del barco ahogó todos los restantes sonidos. A su lado, Audrey vio a una joven pareja tomada del brazo; ella, llevaba un precioso vestido de seda rosa y uno de aquellos sombreritos tan graciosos. Tenía el cabello tan negro como el ala de un cuervo, unos grandes ojos azules y una tez marfileña. Calzaba unos zapatos de lino con tiras cruzadas ribeteadas de oro y, cuando saludó a alguien del muelle, Audrey pudo ver una pulsera de brillantes. Cuando la sirena del barco cesó de sonar, oyó su risa y después la vio besar al hombre que la acompañaba. Éste vestía pantalones blancos de hilo, una chaqueta azul marino y un sombrero ladeado sobre un ojo. Paseaban tomados del brazo, riéndose y deteniéndose de vez en cuando para darse un beso. Audrey se preguntó si estarían en viaje de luna de miel y no le cupo duda de que sí cuando los vio, más tarde, bebiendo champán en el bar antes de la cena. Vio que la miraban"y aquella noche ella los miró a su vez desde el otro extremo del comedor. La mujer lucía un espectacular traje de noche muy escotado y el marido iba de esmoquin. Audrey vestía un traje de raso gris que súbitamente le pareció mucho menos sofisticado que cuando se lo compró en San Francisco, hacía unos meses. Pero le daba igual porque lo que más la divertía era mirar a la gente. Al terminar la cena, se echó sobre los hombros la chaqueta de zorro plateado y salió a cubierta. Allí les volvió a ver, besándose a la luz de la luna tomados de la mano. Se sentó en una silla de cubierta y contempló la luna. Sonrió al verlos pasar otra vez y se sorprendió cuando ellos se detuvieron y la mujer le dirigió una sonrisa.

– ¿Viaja sola? -le preguntó sin ningún preámbulo. Sus ojos eran bellísimos y más parecían brillantes azules que zafiros.

– Sí -contestó Audrey, sintiéndose súbitamente muy tímida.

Una cosa era soñar con las aventuras y otra muy distinta emprender sola un viaje, conocer nuevas gentes y tenerles que dar explicaciones. Se sintió muy torpe cuando aquella joven tan exquisitamente vestida se acercó a ella.

– Me llamo Violet Hawthorne y éste es mi marido, James.

Hizo un gesto con la misma mano en la que había lucido una pulsera de brillantes, sólo que ahora llevaba una sortija con una enorme esmeralda y una pulsera a juego. La joven no le explicó a Audrey, sin embargo, que «James» era, en realidad, lord James Hawthorne y que ella era lady Violet, marquesa de nacimiento. Parecía una persona muy sencilla y natural. El marido se acercó para saludar a Audrey y reprender cariñosamente a su mujer por ser tan entrometida, aunque se veía a las claras que estaba muy enamorado de ella y no podía quitarle los ojos de encima.

– ¿Están en viaje de luna de miel? -preguntó Audrey, sin poder resistir la curiosidad.

– ¿Eso parece? -replicó Violet, echándose a reír al pensarlo-. Qué espanto… Esta mirada de ansiedad que le dice a todo el mundo que estás deseando irte a la cama. Qué tremendo, cariño… -Audrey se ruborizó ante la franqueza de las palabras de Violet-. Pues la verdad es que llevamos seis años casados y tenemos dos hijos que nos esperan en casa. No, nos hemos tomado simplemente unas vacaciones. James tiene un primo en Boston y a mí me apetecía ir a Nueva York porque la ciudad está preciosa en esta época del año. ¿Es usted de Nueva York?

Sonrió al preguntarlo, sin darse cuenta de lo guapa que estaba con su traje de noche blanco, la estola de armiño y las esmeraldas brillando bajo las luces del barco. A su lado, Audrey se sentía una palurda.

– En realidad, soy de San Francisco.

Lady Violet arqueó las cejas. Tenía un rostro muy expresivo y parecía más o menos de la misma edad que Audrey.

– ¿De veras? ¿Nació usted allí?

Le encantaba hacer preguntas y su marido solía regañarla por ello.

– ¿Quieres dejar de interrogar a la gente, Vi?

Sin embargo, los norteamericanos eran extremadamente tolerantes con ella y contestaban con mucho gusto a todas sus preguntas.

– A mí no me importa -terció Audrey mientras lady Violet se disculpaba.

– Lo siento. James tiene razón. Tengo la mala costumbre de hacer demasiadas preguntas. En Inglaterra, todo el mundo me considera extraordinariamente maleducada. Los norteamericanos lo soportan mejor.

Lady Violet sonrió con picardía y Audrey se echó a reír. -Repito que no me importa. En realidad, nací en las Hawai y me trasladé a los once años a San Francisco de donde eran naturales mis padres.

– Qué interesante -dijo la aristócrata, sinceramente interesada.

Audrey se percató de que aún no se había presentado. Les tendió la mano y, una vez hechas las presentaciones, James la invitó a tomar una copa de champán con ellos. Era un hombre increíblemente apuesto, de lustroso cabello negro, anchos hombros y finas manos aristocráticas. Audrey tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarle tanto, pero era tan guapo que mirarle era como ver a un astro de la pantalla. Ambos formaban una pareja encantadora. Lo tenían todo, eran guapos, vestían bien, eran ingeniosos, tenían joyas maravillosas y una soltura envidiable.

– ¿Viaja a Europa a menudo?

Era Violet, que volvía a hacer preguntas; pero, esta vez, James no trató de impedirlo.

– Sólo he estado una vez -confesó Audrey-. Cuando tenía dieciocho años. Fui con mi abuelo. Estuvimos en Londres y en París, y pasamos una semana en un balneario del lago de Ginebra. Después, nos volvimos a San Francisco.

– Probablemente, Evian. Tremendamente aburrido, ¿verdad? – Violet y Audrey se echaron a reír, y James se reclinó en el asiento, sin dejar de contemplar a su mujer. Estaba loco por ella, pensó Audrey, recordando con tristeza a su hermana. Así debería ser el matrimonio, dos personas que se quieren y tienen las mismas aficiones, no dos desconocidos preocupados tan sólo por el efecto que ejercen en los demás. Preferiría quedarse soltera toda la vida o esperar hasta que encontrara a un hombre como aquél. Sin embargo, no envidiaba a Violet en absoluto. Le gustaba verlos juntos-. Mi abuela tenía una vieja casa en Bath. Iba allí a tomar las «aguas» y todos los años me enviaban con ella. La aborrecía con toda mi alma…, sólo que -Violet esbozó una ancha sonrisa, mirando a James- un verano no fue tan horrible como los demás.